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Domingo, 2 de agosto de 2009

El gordo sin el flaco

Llegó a ser tan famoso como Chaplin, pero el tiempo y las comedias sonoras acabaron con él. En esta novela, Jerry Stahl, un escritor conocedor del mundo del espectáculo, recrea la vida singular de un artista que orbitó entre el hambre y la gordura, la gloria y el olvido.

 Por Juan Pablo Bertazza

Yo, Fatty
Jerry Stahl

Anagrama
313 páginas

Entre tanto fuego, despedidas y besos vueltos a ver, hay una escena en Cinema Paradiso que, si bien puede pasar desapercibida, muestra a la perfección el momento en que una persona deja su casa de la infancia para encontrar su lugar en el mundo: Totó y su madre caminan mientras ella trata de alivianarle el sufrimiento de saber que su padre ya no va a volver de la guerra. No lo consigue porque su propio dolor parece más fuerte y, en cierta forma, porque él ya no necesita ese consuelo. Casi sin escucharla, él se ríe de costado al espiar el afiche de una película que pronto va a ver porque el mundo del cine ya entró en sus ojos.

En la vida del cómico estadounidense Fatty Arbuckle pasa algo similar aunque totalmente distinto. No sólo por su condición –era un hombre de 1,67 metro de estatura y 170 kilos de peso, atormentado durante su infancia por la crueldad de un padre que no dejaba de pegarle y denigrarlo de todas las maneras en que es posible referirse a la gordura, además de adjudicarle la enfermedad de su madre a causa de un transpiradísimo parto–, sino también por la forma en que se abre ese hogar fuera de casa, cuando él ingresa, siendo todavía un niño, al mundo del teatro ambulante, luego de ofrecerse para reemplazar a un actor que había desaparecido sin ninguna explicación: entonces un harén de actrices disfrazadas, maquilladas pero, de verdad, exóticas, le hacen cosquillas, lo pellizcan y mordisquean al tiempo que le van diciendo: “Eres un gran pedazo de mantequilla, eso es lo que eres; te vamos a estrujar hasta que te derritas” en una especie de bautismo orgiástico, tan precoz como placentero.

Es que ese otro hogar de Fatty Arbuckle –quien se hizo famoso arrastrando, justamente, el lastre de un apodo, “gordito”, que detestaba más que nada por tratarse de una invención paterna– nunca fue otro que el éxito (“el lugar donde todas las torturas de la vida real se transforman en adoración”), un éxito que lo volvió, durante la segunda década del siglo XX, tan popular como Chaplin además de transformarlo en el primer actor de pantalla en ganar un millón de dólares al año, pero que terminó desvaneciéndose como la misma manteca de su cuerpo luego de que lo acusaran de haber violado y asesinado a una actriz, cargo del cual sería absuelto en términos legales pero nunca en términos artísticos ni sociales.

En un doble dar voz a quien no la tiene –no sólo por ensayar la forma en que el mismo comediante hubiera contado su vida sino también porque su estrella coincidió con el auge del cine mudo y se apagó con el advenimiento de las comedias sonoras– radica la labor de Jerry Stahl, quien conoce el campo de adentro por haber trabajado como guionista de cine y televisión (Luz de luna, Alf , Twin Peaks y su también novela biográfica Permanent midnight que fuera llevada al cine con papel protagónico de Ben Stiller). Justamente, estructurado en siete capítulos que hacen las veces de temporadas y divididos, cada uno, por amenos subtítulos que van armando pequeños y medianos episodios, Yo, Fatty despliega un ritmo ligero, legible (es decir, digno de ver) aunque, sorpresivamente, atrae mucho más por las reflexiones que el autor logra hilvanar que por lo que va desentrañando acerca del mundo del espectáculo: “Oyes decir a la gente: ‘oh, tal o cual cosa fue como una pesadilla’. Pero no es así. ¡Es justo lo contrario! Cuando sucede de verdad lo peor que puede sucederte en el mundo, parece absolutamente real, por eso es tan penoso, lo que parece un sueño es todo lo demás”.

Sin caer del todo en la conmiseración por el pobre artista usado por la perversa industria hollywoodense, Jerry Stahl logra hacer sonar las dos campanas que, necesariamente, entran en juego cada vez que se da el ascenso y caída de una estrella. Porque más que espantarse por los usos y abusos del espectáculo, y además de contar la historia del primer gran escándalo del cine, este libro intenta indagar las razones por las que alguien termina transformándose en blanco de quienes buscan crear ídolos para después bajarlos de un hondazo, estrellas errantes que no encuentran su hogar ni siquiera lejos de casa. Entre la misteriosa Hanna de El lector –”preferí el castigo por cometer un pecado a la vergüenza de confesar que no podía cometerlo”, dice Stahl que dice Fatty– y la historia bíblica de Job (con la salvedad de que Fatty nunca logra recuperarse del todo de lo que pierde), Stahl se erige en historiador, escritor y cronista de una muerte anunciada. La de alguien a quien su gran –y tal vez único– amigo Buster Keaton le dijo alguna vez: “Para conseguir que la gente te quisiera te convertiste en lo que más aborrecías”.

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