libros

Domingo, 20 de diciembre de 2009

Pasajero en tránsito

Personajes desparramados sobre la superficie de un mapa desierto protagonizan el nuevo libro de Eduardo Muslip.

 Por Juan Pablo Bertazza

Phoenix Eduardo Muslip Malón 184 páginas

Cuenta la leyenda, o lo que Wikipedia sabe de ella, que en 1867 un aventurero de nombre Jack Swilling descubrió, muy cerca de la actual capital del estado de Arizona, un área de numerosas zonas agrícolas que sólo necesitaban agua para activarse. Construyó, entonces, un canal que traía agua del río Salado y fundó una pequeña colonia, a la que el pionero Darrel Dupa bautizaría, precisamente, Fénix, por tratarse de una nueva civilización construida sobre las ruinas de un asentamiento indígena.

Phoenix, nuevo libro de Eduardo Muslip y corte de cinta de una nueva editorial argentina, es una novela o un conjunto de relatos articulados sobre diversas resurrecciones de personas –emigrantes– antes de morir del todo, o mejor dicho, después de viajar, es decir, después de morir un poco. Phoenix, el libro, fue tramado como un mapa. Pero no un simple mapa chato y sin color que se conforma con separar continentes, países, estados, provincias y ciudades. Phoenix es un mapa político, físico y geológico al mismo tiempo; uno de esos mapas con diversos colores y relieves que se deshacen por representar ríos, montañas y demás accidentes geográficos; además de señalar también alturas, vegetación, zonas de minerales, zonas urbanas y vías de comunicación. Su objeto de referencia no son exactamente países sino personajes; y la escala no está dada en kilómetros sino en las sensaciones de empatía y extrañeza, pertenencia y desarraigo, atracción y reacción; en definitiva, una escala armada en torno de la estela emocional que una paleta de personajes van dejando en el protagonista de las cuatro historias: un treintañero que se encuentra haciendo su doctorado en Letras en Arizona, a la vez que trabaja como profesor de español y experimenta esa gran paradoja que implica la sensación de encierro permanente que provocan los lugares de tránsito, tan distinta de la sensación de fluidez y confort de algunos lugares que se intuyen definitivos.

“Había también negros latinos como los negros cubanos, dominicanos, puertorriqueños, negros tal vez algo latinos como los haitianos, y negros no latinos para nada. Y podría seguir nombrando muchos otros grupos, intermedios o distintos o en un lugar impreciso y a su vez subdivisibles”, arranca este libro en un obsesivo afán clasificatorio que crea un transfondo por el que desfilan, como en la caverna de Platón, sombras de acciones que rompen fronteras; así como los mejores relatos fantásticos se aseguran un marco coherente de verosimilitud para luego despacharse con algo del orden de otro mundo. También el universo interior del protagonista (con sus respectivos precipicios, volcanes y llanuras) es representado en términos geográficos, es decir, en territorio de límites: “Cada vez que uno se distrae, puede desviarse de las grandes autopistas de los triunfadores y entrar a los accesos que conducen a los peores barrios”.

Pero en Phoenix hay, sin embargo, personajes que se encargan de romper los límites; especialmente Maribel –”un astro que atrae con su gravedad a muchos cuerpos para luego partir en un viaje a otra galaxia, dejando a sus satélites estupefactos ante la desaparición de su centro”– que enamora más allá de cualquier orientación sexual del enamorado, y Leandro –un paraguayo de origen pobre que, gracias a su belleza, alcanza algo parecido al american dream–.

Phoenix, la ciudad, funciona, entonces, como un mirador desde donde el protagonista sin nombre mezcla personas, tiempos y mundos, condenado por ese terrible vacío que facilita el hacinamiento de experiencias de diversa índole.

Phoenix cuenta con el mérito de robarle el pulso a Phoenix, la ciudad, para esbozar con poesía, melancolía, humor y muy buena escritura, el itinerario en común del recuerdo, el sueño, la literatura, la belleza y la sexualidad; esas caóticas travesías que no imitan las rectitudes de los mapas sino la transversalidad del deseo.

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