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Domingo, 27 de diciembre de 2009

El regreso del soldado

El Extranjero > A tres años de su muerte se dan a conocer en España y en castellano dos volúmenes de William Styron. Crónicas personales reunidas en un volumen ameno y conversacional y una serie de relatos de ambiente militar que Styron frecuentó de verdad aunque se declaró pacífico y civil hasta la médula.

 Por Rodrigo Fresán

El viaje suicida

William Styron

La otra orilla

194 páginas

Habanos en Camelot:

Crónicas personales

William Styron

La otra orilla

147 páginas

Tres años atrás, en el adiós a William Styron, me preguntaba cuándo muere realmente un escritor: ¿cuándo deja este mundo, cuándo deja de publicar, cuándo deja de escribir o cuándo deja de ser leído? Por entonces, el último libro de Styron (Virgina, 1925) había aparecido en 1993 y se trataba de una colección de relatos dispersos y luminosos pero, también, conscientes de que el autor ya nunca volvería a ser el mismo luego de esa depresión que casi lo destruye y que narró con virtuosismo en Esa visible oscuridad (1990).

Ahora –los ataúdes se cierran para que se abran los cajones– Styron regresa desde el otro lado con dos pequeños grandes libros (tres, si se suma un volumen de correspondencia con su padre que acaba de aparecer en Estados Unidos) que complementan su inmensa obra y nos ayudan a seguir leyéndolo y, por lo tanto, a mantenerlo vivo mientras él vuelve a revitalizarnos con prosa elegante.

El primero de ellos es Habanos en Camelot y reúne las “crónicas personales” posteriores a las recopiladas en el acaso más sustancioso This Quiet Dusk and Other Writings (1982). Perfiles y postales de ídolos y amigos y colegas (Mark Twain, James Baldwin, Terry Southern), hombres poderosos (François Mitterrand y John Fitzgerald Kennedy) y su propia relación con el paisaje crepuscular de Martha’s Vineyard, la espiritualidad de sus mayores sureños, el cine, los rankings literarios y hasta los mitos de las enfermedades venéreas. Todo contemplado por un Styron relajado con whisky en mano y puro en boca que no alcanzaba a ocultar del todo una sonrisa en ocasiones sensible y meditada y en otras divertida y despiadada. Son piezas breves, maniobras circunstanciales, no apuradas en su escritura pero sí de lectura veloz que –a diferencia de lo que Styron, en una breve y afectuosa semblanza, admira de Truman Capote y de su manejo de la nonfiction– no llegan a alcanzar “una distinción magistral”. De ahí que sea recomendable disfrutar de Habanos en Camelot como de una conversación muy agradable donde, en más de un momento, como en el cierre de la pieza que da título al libro, aparece el maestro que sabe cómo escribir una última frase perfecta, emotiva y graciosa.

Mayor interés tiene El viaje suicida –subitutlado Cinco historias del cuerpo de Marines– donde Styron vuelve al territorio miliciano de La larga marcha (novela corta de 1952) y a, en su propio decir, “la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros”. Abarcando cuatro décadas, marchan disciplinados relatos y capítulos sueltos de su frustrada The Way of the Warrior, deja de lado para escribir La decisión de Sophie y retomada, en vano, varias veces desde entonces.

Textos en los que Styron aspiraba a plasmar el ambiguo ánimo –como precisa en estas páginas– de quien sostenía que “a pesar de mi aversión por todo lo militar, hay algunos aspectos de la vida castrense que me parecen tolerables, incluso fascinantes, si bien inferiores al ajedrez y a Scarlatti” sin que esto contradijera el hecho de saberse “un tipo poco agresivo, civil hasta la médula” y para el que “la simple idea de la vida militar pone en marcha en mi cerebro una lúgubre música: sin pífanos, sin gaitas, sin aguerridos toques de trompetas, sino un canto fúnebre gris y lento de tambores apagados”.

Así, el lector de El viaje suicida –donde destacan con claridad y brillo Marriot, el marine y la memoir de posguerra La casa de mi padre– no encontrará el misticismo beligerante o el machismo uniformado de Norman Mailer, James Jones, Irwin Shaw y Papá Hemingway. Tampoco la ironía demencial de Joseph Heller o Kurt Vonnegut o el aire dandy del volador James Salter.

Styron –quien, a diferencia de todos los anteriores, entrenó duro, ascendió hasta teniente, pero no llegó a entrar en combate– opta por concentrarse en los alrededores de la lucha. Su batalla como escritor se libra en la incertidumbre de los cuarteles de ida o en las tristes certezas de la vuelta al hogar más que en el eufórico espanto del frente de “la buena guerra, es decir la Segunda Guerra para terminar con todas las guerras”. No le interesan demasiado los gritos del enemigo, pero sí las reflexiones susurradas por hermanos de armas cuando piensan que nadie los escucha.

Por suerte para nosotros, allí estuvo William Styron.

Y aquí –semper fi– nos las cuenta.

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William Styron junto a su hija.
 
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