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Domingo, 17 de enero de 2010

Ungaretti, desde el frente

Pocos poetas han alcanzado la aprobación de sus contemporáneos como Giuseppe Ungaretti. A pesar de ser considerado hermético, más bien fue preciso y esencial. Su experiencia como soldado en la Primera Guerra lo templó en una austeridad que lograría trasladar a la palabra, siempre tan cerca del silencio. Con la publicación de Cien poemas escogidos (Argonauta, selección, traducción y prólogo de Rodolfo Alonso) se puede volver a un poeta cuya vigencia tal vez consista en su capacidad de reformular nuestras propias preguntas.

 Por Guillermo Saccomanno

Las cartas del joven Ungaretti desde el frente de la Primera Guerra permiten seguir, además de sus desplazamientos tristes y fatigados durante los territorios de combate, una crónica solitaria, íntima, de sus preocupaciones poéticas y su evolución hacia un estilo depurado y metafísico que sería calificado más tarde como hermético. Nada más distante del deseo de Ungaretti que el hermetismo. En todo caso, lo suyo es una metafísica que se limita a nombrar sin el ornamento de un adjetivo, como si al llamar todo sencillamente por su nombre se le devolviera su significado original, una trascendencia de lo primitivo que sus contemporáneos ensordecieron con retórica. ¿Qué es ese todo? Todo puede ser un gesto, un árbol, una piedra, un mar, un cielo. Todo en su relación con el uno. Y el uno, la voz del poeta. “Me ilumino / de inmensidad”, escribió. Y también: “La muerte se paga / viviendo”. Su voz contenida, pudorosa, pareciera temer la palabra como sacrilegio. Sus cartas vienen a probarlo. Las cartas pertenecen a la abundante correspondencia con su primer editor, Gherardo Marone, quien fue también compañero intelectual del filósofo y crítico Benedetto Croce. Opositor al régimen de Mussolini, Marone volverá a la Argentina más tarde, en 1930, para dirigir la Dante Alighieri. Pero la parte que importa de la intensa trayectoria intelectual de Marone en referencia a Ungaretti es lo que guardó de su epistolario con el poeta, epistolario que conserva la fundación que lleva su nombre.

En esos años de la Gran Guerra, Marone era el director de la revista literaria La Diana, que junto con La Voce y Lacerba intentaron arrancar la poesía italiana de su provincianismo. Carrá, Marinetti, Bontempelli y Saba, entre otros, fueron sus colaboradores. Si un gran mérito se le reconoce hoy a esa revista fue haber publicado por primera vez a Ungaretti. La correspondencia entre el editor amigo y el poeta se extiende hasta su muerte, en 1962. Fue compilada en Ungaretti soldado, por Nicolás Cócaro, en 1975 y la publicó en nuestro país la Fundación Gherardo Marone. Esta edición bilingüe de la correspondencia contiene también varios poemas en facsímil, lo que permite de este modo comparar las diversas traducciones en español de quien fuera, según Pier Paolo Pasolini, “centro de la historia de la poesía del siglo XX”. El tramo más apasionante es el que va desde 1916 hasta 1920. Las cartas del poeta son en su mayoría esquelas concisas en las que evita describir la truculencia de lo que es el día a día de un sobreviviente, y prefiere hablar, en cambio, de literatura. Así como su poesía se aleja de la estética motorizada del futurismo, en sus cartas se advierte que no hay ninguna intención épica en la apreciación de la guerra. Más bien una furia callada que se rebela contra el horror. “Amemos la vida, no nos resistamos a la vida. Y surgirá la más pura poesía”, escribe. Cuando Marone le pide una colaboración, el soldado le escribe: “Gracias, pero no tengo coraje de mandarte nada. Después de la guerra, si no me matan, nos encontraremos. Ahora, si de algún modo mis cosas las habéis comprendido, si he sabido decir a otros lo que nunca digo ni a mí mismo como quisiera, quiéreme bien”.

En más de una oportunidad se reprocha no tener suficiente coraje. En la lectura de estas cartas se advierte su terquedad, más que en salvar la vida, en resistir el embrutecimiento: “Mandame más libros”, le pide a Marone. Marone se los envía. Y Ungaretti se los comenta. Siempre inalterable, surge su fe en Papini, el admirado maestro a quien considera el escritor más importante de su tiempo. A pesar del abismo de la guerra, o tal vez a causa del mismo, Ungaretti se agarra fuerte de la poesía. Obsesivo, envía al menos tres versiones de un poema. Una palabra, un verso, lo devanan. Las modificaciones de una línea son centrales para el poeta. En más de una oportunidad, Ungaretti vacila en publicar su poesía: “No publicaré nada hasta pasada la guerra”, escribe. Pero después se arrepiente. No siempre le llegan las revistas y los libros que le pide a Marone. Si un soldado le roba un libro, le pide a Marone que se lo envíe otra vez. Sus destinos militares cambian, pero su búsqueda poética se mantiene firme. Memoriza los poemas que no siempre puede escribir, corrige en la memoria. Al caminar por una trinchera parece hablar solo: está recitándose y corrigiendo sus versos en voz baja. En la poesía japonesa cree encontrar una síntesis que emulará. No se trata únicamente de ese relampagueo en la brevedad. Es también una síntesis, esa procura de lo esencial que definirá su concepción poética.

A pesar de las experiencias cruentas, chapoteando en la nieve, el barro y la sangre, Ungaretti parece encontrar siempre un momento para seguir pensando su poesía y también la relación con la crítica. ¿Negación o razón de vida, la poesía?, se pregunta uno. Pero Ungaretti no es un hombre que divida el mundo en blanco y negro. Lo suyo es la búsqueda de una luz en este tiempo de oscuridad. “El nuestro no es un tiempo wagneriano”, escribe. Lo que explica de nuevo su interés en la poesía japonesa que Marone ha comenzado a publicar en La Diana.

Una de sus cartas a Marone se parece a las que Rilke le escribiera al joven poeta Kappus. “Trabaja para encontrarte a ti mismo, no seas impaciente, déjate llevar por tu entusiasmo, que es siempre fruto de pasión, pero no de manera superficial: debes, a cada iniciativa, convencerte antes. Veré con alegría surgir de tus manos una obra vital. A menudo no me pareces sereno y hay que tener serenidad. ¿Sientes vocación? Entonces adelante, pero que el trabajo se asiente sobre todo en tu alma. Porque es lo que hay que clarificar y luego dejarse llevar por la fantasía. Mira, si yo estuviera en tu lugar, habría tomado cuatro libros de esos que te abren de par en par las puertas de la vida y me hubiera ido tranquilamente a Salerno y hubiera regresado con las manos vacías o con una pequeña luz de poesía conquistada o con toda una renovada y fantasiosa humanidad para dar a tantos que en el mundo hoy o mañana hay siempre, que saben volver a sufrirla y a gozarla. Sigue tu camino a tu manera. Quizá lo que indico es ya tu manera. A la vez te he dicho cuál quisiera que fuese mi actitud, qué es lo que busco ser en esta desesperación, atado de manos y pies, de cabeza y alma atados, mi modo de ser. Firma G.U. Cía presidiario 58, Zona de guerra, 10-9-17.”

Es en estos años cuando Ungaretti trabaja en su primera colección de poesías: El puerto sepultado. ¿Qué es lo que hace que un hombre en una trinchera escriba poesía?, se pregunta uno. “Una noche entera / tirado junto / a un compañero masacrado / con su boca / rechinante / hacia el plenilunio / con la crispación / de sus manos / penetrando / en mi silencio / he escrito / cartas llenas de amor. / No me sentí nunca / tan pegado a la vida”, escribe el soldado Ungaretti. La Gran Guerra no da señales de terminar mientras la carnicería arrasa la vida. El poema que titula el volumen puede aportar una clave como respuesta a la pregunta del principio: “De esta poesía / me queda / esa nada / de inagotable secreto”. ¿La poesía como consuelo podría ser una respuesta? La pregunta se vuelve escalofriante cuando uno repara que al poeta le falta aún cruzar un sufrimiento mayor: la muerte de su hijo Antonietto, de nueve años, en 1939. De este trance, un duelo que no cicatrizará nunca, proviene su libro El dolor.

La publicación reciente de Cien poemas escogidos en versión de Rodolfo Alonso (Argonauta) recobra algunas ideas de Ungaretti sobre la escritura de poesía que quizás aporten pistas como respuesta. Pero lo que cuenta, me digo, es que esas pistas revelan un sentido que supera lo literario y lo trascienden, un sentido existencial: “El misterio existe y está en nosotros. No hay que olvidarlo. El misterio existe y con el misterio, bajo el mismo aspecto, la medida; no la medida del misterio, lo que es humanamente insensato, siendo al mismo tiempo, para nosotros, su más alta manifestación: el mundo terrestre considerado como una invención continua del hombre. El poeta de hoy ha participado y participa en los acontecimientos más terribles de la historia. Ha sentido y siente muy de cerca el horror y la verdad de la muerte. Ha comprendido eso que es el instante en el cual sólo cuenta el instinto. El arte de hoy sangra de una herida que no es otra cosa que su justa impotencia. La poesía sola –lo he aprendido, lo sé–, la poesía sola puede recuperar al hombre, aun cuando todos los ojos perciben, por la acumulación de las desgracias, que la naturaleza domina la razón, y que el hombre está mucho más regulado por su obra que a merced del Elemento”.

“Soy un hombre de pena”, supo definirse. El Viejo no funciona, en su escritura, como oráculo. Pero las preguntas que impone su poesía resignifican las nuestras. Y tal vez esto, y no otra cosa, explica su vigencia.

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