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Domingo, 24 de noviembre de 2002

POETAS

Perfume de mujer

“Una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y cochayuyos”: así define Roberto Bolaño, en un cuento de "Putas asesinas", a Claudio Bertoni (1946), fotógrafo, artista plástico y uno de los poetas chilenos más intensos de su generación. Su último libro, "Jóvenes buenas mozas", lo revela ahora como un exaltado coleccionista de chicas callejeras.

por Alejandra Costamagna
Claudio Bertoni vive solo en un pueblo junto al mar, compra el pan por las mañanas, no gasta en bencina ni en tarjetas de crédito, no paga cuotas mensuales de nada, se alimenta con moderación, no bebe alcohol ni fuma cigarrillos y, de hallarse en la Roma antigua, seguro que la dicha lo llevaría a reposar lejos de ocupaciones, como la primitiva raza de los mortales, libre de toda usura, recolectando los frutos de su jardín con la prudencia del sabio. Bertoni tiene hoy la exacta edad que tenía Horacio al morir y sabe, como el poeta romano, que la vida es breve, y que mientras habla se le está escapando, envidioso, un trozo. Quizás por eso su diálogo con los clásicos sea tan fecundo y delicado. Quizás por eso también su mirada en el presente asome tan resuelta. Bertoni da el mínimo crédito al porvenir y observa el mundo con el mismo gesto con que otros tragan aire, como si sus ojos fueran dos pulmones voraces.
El tiempo, la vida, el amor, los afectos: todo se acaba. Sólo quedan, para consuelo de consuelos, las mujeres. La cabeza del poeta las retiene infinitamente y gracias a eso respira. Pero los efectos del Rivotril a veces son más fuertes y por las mañanas lo extravían en sus ecos trillados. Entonces Bertoni se busca en todos los rincones posibles: en la agüita de menta, en las manos gastadas de la cajera del almacén, en el retrato de esa primera mujer, la que no sabía gritar, en las imágenes difusas de nalgas y calzones; hasta en sus cunetas de infancia se busca exhausto. Que alguien me salve, murmura, aúlla, y milagrosamente aparecen un cuellito, una orejita, una guatita, una tetita (“Es que si no usamos el diminutivo ahora/ que estamos vivitos y coleando unos/ y vivitos y culiando los más afortunados/(...) ¿¡cuándo!?”), un pedacito de mujer que siempre termina por salvarlo. Bertoni le habla a la grabadora de bolsillo y deposita sus disquisiciones y soliloquios internos. Así va armando Jóvenes buenas mozas: con la intemperancia de los enamorados y la diligencia de los espías.
El poemario, que editorial Cuarto Propio acaba de publicar en Chile, registra los devotos ejercicios de observación practicados durante los últimos años por el autor de El cansador intrabajable. Mirar como un oficio, como el de vivir, como una manía, con la vertiginosa conciencia de la fugacidad. Se trata de una serie de textos protagonizados irrestrictamente por muchachas vistas y seguidas en la calle. Chicas de quince, de veinte o de cuarenta (aunque, seamos sinceros, el peak de Bertoni está en los jumpers de dieciséis). En estos escritos figuran –con carácter epigramático en la mayoría de los casos– colegialas, universitarias, ciudadanas comunes y corrientes, las tres Marías, una chilena morena y borrosa, las tres Gracias, una rubia en el Metro quitándose el suéter, chiquillas piadosas, huesuditas inalcanzables, minifaldas, pezones, mejillas pudorosas, culos malos, culos distantes, culos lejanos, culos altos, culos tiernos, culos interiores, culos peludos, culos redondos (culos cual molinos de creacionista) y un observador eternamente conmovido.
El protagonista de estos poemas es, claro está, un adicto a la belleza de las mujeres. Pero lo bello aquí admite erratas, porque la hermosurapuede brotar de cualquier rincón. El canon de la perfección no corre: “Estoy/ harto de/ todas esas/ negras de todas/ esas rubias de todas/ esas mulatas enfermas de/ maquilladas de los videoclips./ ¡Moviéndose/ como si murieran!”, alega en “Madera sin tallar”. El empacho, sin embargo, no dura demasiado. Bertoni se vale entonces de la piel de estas buenas mozas para gritar su deseo en silencio: “Se sientan/ en los asientos de atrás/ como si fueran diosas/ y apenas son hijas/ del huevón que va manejando”, postula en el texto que da título al libro. Y luego suscribe casi con rabia en “Inocente”: “Cree que su polerita blanca es inocente/ cree que sus blullines son inocentes/ cree que su caminadita/ con el cuellito estirado/ con los hombros echaditos para atrás/ y con el culito parado/ ¡son inocentes!/ Ella misma/ –la muy inocente–/ Se cree inocente”.
Hay un efecto perturbador en el gesto de Bertoni. Porque el autor no abandona completamente la perspectiva dolorosa que ha marcado su escritura. El goce de Jóvenes buenas mozas viene, como en otras ocasiones, hermanado con esa soledad tan triste que es la ausencia. Todo se pierde, todo acaba, todo muere. Desde su orilla reglamentaria el desasosiego urde sus muecas y advierte que esto es sólo una tregua. “Nadie con quien compartir/ esta hermosa mañana./ En vez de llorar de gusto/ dan ganas de llorar de pena”, es la sentencia de “Eremita”. La soledad y la ternura permanecen como péndulos atávicos en Bertoni y estos nuevos textos así lo reflejan: el poeta parece adorar tanto a las mujeres como su vida retirada. “Un lecho no triste y sin embargo casto”, diría el latino Marcial en el extremo.
“Hasta donde sé, Bertoni es una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas y cochayuyos”, escribe Roberto Bolaño en un cuento de su libro Putas asesinas. Y aunque Bertoni nunca ha recogido un cochayuyo en su vida, la imagen del individuo en retiro no es del todo incierta. Seguro que de vez en cuando el poeta vislumbra alguna conchita en la playa y la lleva a su jardín de las delicias para escuchar las olas entre sus paredes. O para no estar tan solo. O quizás para estar solo, justamente. Porque él sabe bien que la soledad es más antigua que nosotros y porque sólo desde la soledad, amparado en sus epifanías interiores, puede liberar sus estoicos arrebatos circunstanciales: “Debo irme de lo húmedo/ no quiero lamer una concha más en la vida/ no quiero tener ni siquiera lengua/ no quiero chupar a nadie más nunca/ Y no es por nada/ se trata simplemente de no mojarse de nuevo/ de no humedecerse de nuevo/ de no ser una cloaca de bofes jugosos de nuevo”, juega a zanjar en “Debo irme”.
Jóvenes buenas mozas es un libro de poemas. Pero es, como las anteriores creaciones del autor, una ventana abierta. Claudio Bertoni, uno de los poetas más hondos, confesionales e intensos de su generación, invita a los lectores, desde su codiciado e irrenunciable retiro, a contemplar el vértigo y el trance de quien tiene nociones de la belleza y del amor soberanamente claras y hoy viene a imponer sus peculiares condiciones: “Yo aceptaría el amor si fuera algo/ derecho y delgado, algo vertical y/ ascendente. Y seco, sobre todo seco./ Y por supuesto mudo”.

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