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Domingo, 13 de junio de 2010

Cuaderno de bitácora

Buenos Aires y París fueron sin dudas las dos ciudades más importantes en la obra de Julio Cortázar, en especial en Rayuela. El español Miguel Herráez tuvo la idea de recorrerlas en los textos y en vivo. El resultado es una despareja guía que no deja de contener insospechados tesoros.

 Por Juan Pablo Bertazza

Decir que Dos ciudades en Julio Cortázar es una especie de road-reading –una lectura en tránsito, una lectura en movimiento– no es sólo una definición. Es también una forma de poner en relación los defectos, virtudes, desilusiones y sorpresas que nos depara este libro del escritor y catedrático español Miguel Herráez (también autor de otras dos biografías sobre Cortázar), publicado originalmente del otro lado del océano en 2006 y cuya reedición en la Madre Patria supuso también su llegada a la Argentina.

Si todo viaje puede ser dividido en dos –la programación del mismo y su realización–, la idea de este libro huele mejor que su puesta en práctica: analizar la importancia que en la obra de Julio Cortázar tuvieron Buenos Aires y París; sus incidencias, préstamos, vínculos y pasajes. Algo que podría esbozarse con la sola mención de ese cuento brillante que es “El otro cielo”, donde Cortázar, además de relatar un pasaje espacio-temporal entre París y Buenos Aires, recrea el paso de la juventud a la adultez. Si bien la idea resulta tan original como interesante, el autor pierde demasiado tiempo hablando de sí mismo: de sus experiencias en el aeropuerto de Ezeiza, por ejemplo; de sus identificaciones con su admirado escritor, lo cual poco contribuye a profundizar en la obra de Cortázar.

Otro de los viejos tópicos de los viajes que también ayuda a comprender este libro es la mirada turística que limita y simplifica. Al menos en lo que respecta a la Argentina, la visión de Herráez por momentos es exasperante: si bien reconoce tener con nuestro país un vínculo sentimental, el autor cae sin matices ni capacidad crítica en lugares comunes según los cuales, por ejemplo, el peronismo es un mero fascismo populista. Hasta ese momento, que constituye algo así como una pesadísima aduana de cincuenta páginas, lo único que puede sacarse en limpio es una interesante conclusión comparativa según la cual, mientras en la Argentina se recuerda con chapa, plaqueta y acto todos los lugares donde vivió Cortázar, en París parece reinar un notable desgano a la hora de recordarlo, a tal punto que incluso cuesta acceder a su tumba en Montparnasse.

Dos ciudades en Julio Cortázar Miguel Herráez Ediciones del Copista 275 páginas

Y sin embargo, como también sucede con la mayoría de los viajes, en este libro de un claro in crescendo lo más atractivo es aquello que se sale de los planes, del itinerario programado: ciertas reflexiones y lecturas que, poco a poco, van sacando el mal gusto de la boca. A medida que Herráez vuelve y revuelve (como si se trataran de tachos de basura) las calles, metros, subtes, bares, teatros, y colectivos de París y Buenos Aires, brillan en este libro algunos retratos y declaraciones de viejos amigos de Cortázar. Como ejemplo, basta una anécdota poco conocida de la familia del artista Aldo Franceschini, quienes se quedaron sin combustible, junto al escritor, en un viaje de Mendoza a Buenos Aires. Para solicitar ayuda detuvieron a un conductor visiblemente nervioso y apurado que viajaba junto a un demasiado estático copiloto, y que se negó a colaborar. Luego, Cortázar contaría en “El copiloto silencioso” de Un tal Lucas que se trataba del cadáver de una persona muerta de tuberculosis y que el conductor había sido contratado, como era costumbre de la época, para evitar problemas y el pago de impuestos. La otra joya es un documento que nunca antes había sido publicado: un fragmento de un seminario que dio Cortázar en la Universidad de Berkeley, del que Aurora Bernárdez sólo autorizó dar a conocer, hasta ahora, las sesiones de inauguración y de clausura en el volumen sexto de sus Obras completas. La parte transcripta por Herráez no tiene desperdicio. Cortázar explica ni más ni menos la génesis de Rayuela, reconoce que la novela surgió como un mosaico, casi azarosamente, cuando luego de escribir “El perseguidor” decidió reunir los diversos papeles que había juntado a partir de su llegada a París en 1951. Incluso cuenta que su emblemática novela consta de tres niveles fundamentales: la puesta en crisis de los valores y las tradiciones occidentales, la confirmación de ese cuestionamiento a partir de un lenguaje poco convencional (“muchas revoluciones no entendieron que debían hacerse en todos los niveles”) y la evocación a un lector cómplice que, necesariamente, debe compartir ese cuestionamiento para leer la novela.

Estas joyas por sí solas justifican –como un buen souvenir, como una buena foto o, mejor aún, como una experiencia consolidada– el viaje alrededor de este libro; el del autor y el del lector. Claro que ayudados por un medio de transporte ideal: una de esas obras que más motorizan a escribir, una de esas obras que forman escritores.

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