libros

Domingo, 8 de diciembre de 2002

RESEñAS

Relato de un náufrago

Vivir para contarla
Gabriel García Márquez

Sudamericana
Buenos Aires, 2002
xxx págs.

Por Juan Forn
El epígrafe con que abre este primer volumen de memorias de García Márquez (“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”) suena a coartada astuta de GGM para darnos más de lo mismo, sólo que por un procedimiento inverso al de siempre: en lugar de sacar una novela de las memorias de sus parientes, ahora se trata de abrevar en esas novelas para sacar de ahí sus memorias. El mundo mitificado una vez a través de la ficción no será aquí desmitificado por la no-ficción sino remitificado a través de ella. El desafortunado epígrafe, tan celebrado por los exegetas habituales de GGM desde que el libro apareció, distorsiona la operación más interesante que propone la lectura de Vivir para contarla: no la posibilidad de espiar un poco en la intimidad del pasado de GGM (del que tanto y tan poco sabemos, como suele suceder con los famosos de este tiempo) sino la oportunidad de ver cómo se hace un escritor. Porque Vivir para contarla merece estar en el mismo estante que Cartas a un joven poeta de Rilke o El oficio de vivir de Pavese: es uno de esos libros invalorables, obligatorios, para todo aspirante a escritor, que logra ofrecer una experiencia igualmente intensa a quien se conforma (oh, bendito) con ser lector.
En la primera página del libro, GGM está a punto de cumplir 23 años, es un periodista novato en Barranquilla y trata de sacar adelante sin mucha fortuna una novela que no logra despertarle interés ni a él mismo, cuando se le presenta su madre a pedirle que la acompañe a Aracataca a vender la casa de los abuelos, la casa donde GGM nació. El periplo será un rito de iniciación: mientras la madre aprovecha las horas muertas en el barco para instigarlo a que retome la carrera de leyes y haga feliz a su padre, el joven GGM cree entender (bombardeado de recuerdos por aquel viaje al corazón de la semilla) cómo darle vida a esa novela que se resiste a respirar por sí sola. La respuesta que el hijo le da a la madre es inequívoca: no será abogado. Lo que queda pendiente (y las siguientes 502 páginas del libro se encargarán de mostrárnoslo) es qué tenía y qué le faltaba a aquel infractor del servicio militar, veterano de dos blenorragias y fumador de sesenta cigarrillos diarios, para ser escritor.
La falsa intriga (¿se convertirá Gabito en un gran novelista?) ya ha sido, obviamente, develada. Pero lo que GGM tenía y lo que le faltaba como escritor lo sabe mejor ahora que entonces: como decía Kierkegaard, el pequeño problema de la vida es que hay que vivirla para adelante aunque se la entienda mirando para atrás. De eso trata Vivir para contarla. El caleidoscopio biográfico urdido por GGM para estructurar el libro muestra a la vez una de sus debilidades proverbiales (“Mi gran problema como escritor ha sido siempre el manejo del tiempo”) y el modo en que la convirtió en uno de sus más interesantes rasgos estilísticos: ese primer capítulo arranca “para atrás” (termina con el nacimiento de GGM), anticipando el rulo temporal que suscitará cada uno de los hitos formativos en esos primeros 24 años de vida de su protagonista y relator.
Para GGM, un escritor se hace leyendo. No sólo cuanto libro tiene a su alrededor sino el entorno que lo rodea (y los mejores escritores leen con los cinco sentidos, tanto los libros como la realidad). GGM elige escenas de potente vitalidad para mostrarnos, por debajo, cómo se nutrió de ellas, cómo fueron para él lecciones de literatura. El primer ladrillo que construirá su estilo literario es el trasfondo doméstico: ese mundomasculino sin ley, de las puertas para afuera de su casa de Aracataca, poblado por veteranos de la Guerra de los Mil Días, exiliados políticos de la vecina Venezuela y aventureros prófugos del penal de Cayena (la famosa Isla del Diablo). Ahí tiene lugar el primer descubrimiento de la oralidad: el pequeño Gabito compara la versión masculina de los hechos con su “reescritura” femenina de las puertas para adentro de la casa (en ese reino de mujeres que capitaneaba su abuela y poblaban sus tías, las sirvientas indias y las comadres que caían de visita). La segunda lección ocurre en la insólita escuela Montessori de Aracataca, con su método para “sensibilizar” a los alumnos: “Allí aprendí a afinar el olfato y el paladar, al punto que he probado bebidas que huelen a ventana y panes viejos que saben a misa”.
Con la escuela secundaria llega el siguiente deslumbramiento: el efecto doblemente hipnótico de un libro cuando se lo lee en voz alta y se lo empieza de nuevo al llegar al final (es formidable la escena del Liceo cercano a Bogotá donde GGM estaba pupilo, cuando empiezan leyendo El hombre de la máscara de hierro y, para sorpresa de los propios profesores, terminan igual de enganchados con los duelos de Naphta y Settembrini y las turbadoras apariciones de Clawdia Chauchat en La montaña mágica). La escena culmina con una frase igual de formidable: “Aprendí entonces que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos”.
El ingreso a la universidad es la carta blanca para la inmersión en la bohemia: en lugar de asistir a clase, GGM pasa las horas diurnas y nocturnas en un claustro extraacadémico conformado por redacciones periodísticas, cafés, prostíbulos, librerías y cuartos de pensión. El doble de Dostoievski, La metamorfosis de Kafka y El sonido y la furia de Faulkner lo conmocionan para siempre, no así El Quijote, cuyos méritos sólo descubrirá cuando siga el consejo de Alvaro Mutis y lo instale en la repisa del inodoro para leerlo como un purgante (mientras de afuera le preguntan qué carajo le pasa que lleva horas encerrado cagando). En la misma línea de análisis, hay una extraordinaria interpretación de El conde de Montecristo (la astucia de Dumas construyendo al abate Farías dentro del Edmundo Dantés que entra en la cárcel de If) a la luz del esfuerzo cotidiano de tener que escribir notas periodísticas que superen el filtro del censor (que, por decreto oficial, todos los diarios de Colombia tenían instalado en la redacción). La omnipresencia de estos censores anticipa otro de los platos fuertes del libro: la irrupción en la escena pública colombiana de José Eliécer Gaitán y su asesinato, que desencadena la matanza que hoy se conoce como el 9 de abril, y que GGM pinta con una vividez comparable o incluso superior a las mejores páginas de Noticia de un secuestro (incluyendo poderosos cameos de tres jovencitos que harían historia, cada uno a su modo: Camilo Torres, Fidel Castro y Tirofijo). De Gaitán, ese hombre “que propuso una restauración moral de la república que rebasó la división histórica entre liberales y conservadores y la profundizó con un corte entre explotadores y explotados, entre el país político y el país nacional”, también obtiene una enseñanza literaria el joven aspirante a escritor, enunciada en el libro con una frase de Lenin: “Si no te metes con la política, la política terminará metiéndose contigo”. Cuando la política se mete con el joven GGM, éste descubre la potencia literaria que puede tener el periodismo, y empieza a pintar esa Colombia complementaria y a contrapelo de la atemporalidad pueblerina de Macondo/Aracataca que luego rescataría en forma de libro en los Textos costeños (especialmente buenas son las páginas donde GGM relata cómo cubrió terremotos, derrumbes e inundaciones, el comportamiento de los veteranos colombianos de la guerra de Corea y, por supuesto, el Relato de un náufrago).
A esa altura del libro llegan las dos últimas lecciones que tenía pendientes el aspirante a escritor: una de ellas es la intoxicación delecturas (desde Huxley a Gide, pasando por Borges y Dos Passos, William Irish y Felisberto Hernández) que produce otra gran confesión: “Empezaba a interesarme más la técnica que el tema. Quería ser un escritor distinto, pero trataba de serlo por imitación de autores que no tenían nada que ver conmigo”. Por supuesto, GGM se refiere a aquella novela inerte a la que en vano intentaba dar vida en la primera página de este libro, cuando su madre apareció a pedirle que la acompañara a vender la casa de Aracataca. Y que recién encontrará su forma verdadera cuando su autor consiga la distancia, cercanía y soledad necesarias para verla cabalmente: en París, el lugar hacia donde parte en la última página de este libro, el lugar donde aprenderá la última lección y terminará de convertirse en esa irrepetible criatura literaria llamada García Márquez.

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