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Domingo, 15 de diciembre de 2002

RESEñAS

Coloquio de Pringles

PALACIO DE LOS APLAUSOS
(O EL SUELO DEL SENTIDO)
Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini

Beatriz Viterbo
Rosario, 2002
64 págs.

POR DANIEL LINK
Cuando la lengua no alcanza, aparece la literatura. Se dice “tener una experiencia”, pero en rigor una experiencia no se tiene, una experiencia se hace, y todo el drama de la literatura (al menos, de la literatura del siglo XX) es cómo hacer una experiencia. En uno de sus célebres textos (¿acaso alguno no lo es?), Walter Benjamin decía que la edad de los medios se caracteriza por una pobreza de experiencia y proponía hacer de esa pobreza una virtud, para seguir adelante. Son esos momentos, diría Lezama Lima años después, en los que la literatura es un talismán. La vanguardia fue siempre ese impulso (hacia adelante) de hacer una experiencia, fabricando a la vez vida y arte, y dejando, ya que estaba, un registro de ese proceso de producción que sólo podía pensarse como colectivo.
Palacio de los aplausos es el registro de una experiencia colectiva que involucra a Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini, propietarios del texto, pero también a sus hijas Ana y Elvira (que aplaudieron) y a Fogwill, que lee el texto como parte del teatro de la política, y a Chiquita Gramajo, que dio la orden (“¡Aplaudan!”) para que esta preciosa experiencia llegara hasta nosotros, y a aquellos que “en sucesivos safari, Néstor Perlongher, Osvaldo, Emeterio Cerro, Alfredo Prior, y yo entre tantos ignotos de Buenos Aires”, aclara Fogwill, “fuimos introducidos por Arturo en la novela urbana del pueblito insignificante donde por un efecto de contraste parecíamos significar algo a los atónitos personajes de las fuerzas vivas del lugar”.
Porque se trata de una experiencia, se trata, también, del sentido. Y muchos querrán no encontrar sentido en la publicación de Palacio de los aplausos, como si el significado dependiera del don de la oportunidad y no del de la insistencia: lo que significa en este Palacio... es, precisamente, ese aplauso insistente, atronador, grabado, sintetizado y amplificado (como un tam tam ritual contra los muros de un cementerio), esa experiencia (la literatura como talismán) que salta y se adelanta a su tiempo: “Es necesario leer este drama sainetesco en un locus determinado, predeterminado: el silencio”.
Si es cierto que Palacio de los aplausos es una pieza teatral (que reniega, por cierto, del “teatro de la representación” y los “humanoides aktores”), hay que aclarar que es una pieza del rompecabezas brechtiano. Y que el aplauso es la única respuesta histórica posible aquella tarde del 25 de abril de 1981, cuando las “fuerzas vivas” de la literatura se vieron obligadas (era una madre la que daba la orden de celebrar la micción de la niña) a hacer una experiencia (pero no una representación): se vieron obligadas a aplaudir.
“No queremos asistir en la prensa al espectáculo /de sangre/ que va a darse en la República... no...”, reza la “Proclama” que encabeza Palacio de los aplausos. Como señala Fogwill en el epílogo, ya entonces “sonaba la hora de la pluma, puesta al servicio del orden consolidado por espadas y picanas”. Nada, pues, de representación; puro teatro: aplauso, el “guión para soportar aquEllo”.
Dos generosos gestos acercan a nosotros esta experiencia desde “el suelo del sentido”. Primero, la decisión de dos nombres mayores de la literatura argentina (Carrera y Lamborghini) de registrar (es decir: hacer) unaexperiencia. Y luego, la vocación basurera de haber guardado estos papeles preciosos que manos menos sabias habrían condenado a la hoguera del olvido. Como escriben los “autores” en la contratapa: “Lean/ porque el campo nos busca/ y/ tarde o temprano/ habrá de hallarnos”.

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