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Domingo, 29 de agosto de 2010

El gran salto

Con su primera novela, Política, Adam Thirlwell –inglés, 32 años– demostró ser una importante promesa. Pero con su segunda y más reciente novela, La huida, demuestra ser un narrador imprescindible que se plantea un gran reto y sale más que airoso.

 Por Rodrigo Fresán

De un tiempo a esta parte hay muchos –demasiados, cada vez más– jóvenes escritores que van por delante con la juventud, como si se tratara de un triunfante estandarte flameando en el viento del puro presente; y, por detrás, casi un accesorio incómodo, con la obra. Así, en ocasiones –y con mayor frecuencia–, la fecha de nacimiento y la foto en solapa pesan más que las, sí, livianas páginas a continuación.

Y en un principio pudo llegar a pensarse que el muy joven Adam Thirlwell era uno –otro– de esos fugaces jóvenes escritores cuando debutó por todo lo alto, en el 2003, con la novela Política. Se publicitó en todas partes que Thirlwell (Londres, 1978) había entrado a la prestigiosa y definitoria lista de la revista Granta por mérito y gracia de su manuscrito (Política no había llegado siquiera a las librerías cuando se le colgó esa decisiva medalla); y la primera y un tanto obvia asociación fue con el alguna vez también precoz Martin Amis y su debutante El libro de Rachel. De acuerdo: aquí venía otra comedia sexual iniciática entre sofisticada y gamberra con una muy saludable preocupación por el estilo más allá de las abundantes escenas horizontales. Pero los referentes de Thirlwell eran otros. Así, en Política, lo que verdaderamente valía –y producía respeto– era el modo en que Thirlwell se las había arreglado para orbitar alrededor de la carne y el espíritu del amor combinando la sofisticación cerebral de un Kundera con el fraseo gracioso y falsamente ingenuo y savant de Vonnegut.

No conforme con semejante logro, Thirlwell complicó para bien su perfil cuatro años más tarde con Miss Herbert: artefacto ensayístico que no sólo demostraba que el joven leía mucho y leía bien (en una reciente visita a España dijo ser lector admirado de Bolaño pero, además, lector de Onetti y Gombrowicz) sino que además le valió el Somerset Maugham Award. Allí –con modales que recordaban por momentos a los de Alain De Botton, Nicholson Baker o W. G. Sebald– Thirlwell se ocupaba de la naturaleza nómada de la novela viajando por diez idiomas y cuatro continentes para acabar atreviéndose –práctica luego de tanta teoría– a traducir, del original francés, el Mademoiselle O de Vladimir Nabokov.

La huida. Adam Thirlwell Anagrama 345 páginas

Y nada se pierde y todo se transforma y es la luminosa sombra del ruso más internacional la que se proyecta ahora sobre La huida. No el Nabokov de Ada sino el de Risa en la oscuridad y Cosas transparentes. Y, para muestra, basta con la rotunda y bien torneada primera línea (“Y así terminó el siglo: con Haffner observando cómo un hombre acariciaba los pechos de una mujer”) o con cualquier descripción abriendo el libro al azar: “El tubo de dentífrico estaba a su lado, con la cola curvada sobre sí misma cual coma, o como la cola de esos milagrosos peces adivinos cuyo plástico rojo adopta el rizado signo de la pasión, de los celos, de la tristeza”.

Y pasión y celos y tristeza –y risas bien cepilladas y mujeres deseadas en la penumbra y, sobre todo, estilo y prosa– marcan a fuego a La huida y al tránsito del casi octogenario banquero judío con apellido inesperadamente arltiano Raphael Haffner. Este hombre crepuscular y libertino, este “escuálido Don Quijote” y héroe de su siglo se nos presenta –nos es presentado por un narrador invisible que, como en Política, se esconde del lector hasta que ya no puede ni quiere hacerlo– como un hombre en suspenso casi felizmente atrapado, como el Hans Kastorp de La montaña mágica, en un spa de Los Alpes a la espera de liberar una propiedad de su difunta esposa y, de paso, recuperar el afecto de una familia un tanto cansada de su vaudeville de lechos y de sus maniobras financieras cada vez más arriesgadas. Mientras tanto, y hasta entonces –a lo largo de una serie de capítulos/paneles, al hombre le gusta pensarse como variaciones de una figura a lo largo y ancho de un fresco–, Haffner sufrirá y gozará del acoso de tres mujeres distintas pero complementarias: la joven y disponible y flexible instructora de yoga Zinka, la madura y casada y robusta Frau Tummel, y la etérea muerta pero omnipresente en su memoria Livia. Todas ellas desvistiéndose mientras desnudamos y revisitamos el pasado de Haffner y sus obsesiones y sus blues como si se tratara de esas ruinas imperiales que tanto le fascinan a este lector compulsivo de Vidas de los Césares y Decadencia y caída del Imperio Romano, monarca depuesto en ese viaje de ida sin pasaje de vuelta y...

Pero La huida debe ser leída y no resumida. La digresión y la precisión –y las síncopas de cierto jazz, otro de los placeres de Haffner– son el lenguaje de este libro raro que recuerda, en efecto y en logros, a la cadencia elegante del inmenso John Banville y a esa otra magistral falsa novela centroeuropea que fue Los inconsolables de Kazuo Ishiguro.

Con su segunda novela, Thirlwell se nos revela como un narrador imprescindible más allá de su edad. Alguien cuya sola firma debería hacer de La huida –en un mundo tanto mejor que el nuestro– uno de esos best-sellers de altísima calidad a mostrar con orgullo en montañas y orillas. Sabiendo que esto es imposible, cabe exigirse para La huida el status de contraseña para iniciados. Un milagro inesperado pero tan agradecible porque nos prueba que la juventud debe ser exactamente esto: esa época en la que corresponde asumir –y llevar a cabo– los grandes retos.

“Luego de Política me propuse escribir algo que, en principio, yo no pudiera hacer. Así que me impuse el desafío de una trama con protagonista judío y anciano que ocurriera lejos de todo lo que me resultaba cercano”, comentó Thirlwell en su reciente rueda de prensa en Barcelona.

Misión cumplida, muy bien hecho.

Felicitaciones para el autor. Felicidades para el lector.

En lo que a este crítico toca –y de ser esto posible, de existir algo así–, sana envidia. Pero –por supuesto, muy haffnerianamente– haciendo hincapié más en la envidia que en la salud.

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