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Domingo, 24 de octubre de 2010

El culto del poeta bohemio

Hace diez años fallecía en España el poeta Luis Luchi, un hombre que escribió y vivió entre la izquierda y la bohemia.

 Por Lilian Garrido

Cayó en mis manos el libro Juego limpio, de Alberto Szpunberg. Abriéndolo me topé con el poema “La llama de la inmortalidad”, dedicado a Luis Luchi. Al momento de la aparición de ese libro –pensé–, Luchi tenía 42 años y Szpunberg, 23. Recordé una parte del prólogo que Eduardo Romano escribió para la primera antología de poemas de Luchi, de cuya selección Romano es responsable. Cuenta allí las aventuras literarias de un grupo de poetas jóvenes “allegados al culto del poeta bohemio”, entre los que se incluye a sí mismo junto a Albertito (Szpunberg) y el Negro (Jorge) Quiroga. Puedo dar fe de un recital poético a fines de los ’80 en algún subsuelo de la avenida Corrientes –Luchi ya vivía en Barcelona, donde se había exiliado junto a su primera mujer, Irene Lavalle, en 1976, y había venido a Buenos Aires de visita–, en el que, especialmente invitado por uno de los muchachos desde el escenario, subió a leer y lo ovacionaron. Puedo citar también un concierto de rock adolescente en el que el guitarrista, un pibe de no más de 18 años, habló del honor de contar con su presencia y de escuchar sus versos esa noche. Puedo agregar que el mural que se pintó en el Club Social y Deportivo El Trébol, en el corazón de Parque Chas –barrio porteño al que Luchi perteneció y del que nunca se fue ni aun estando en España–, fue realizado por artistas que no habían todavía pasado la barrera de los 30 y que dieron al poeta un lugar central en su obra. Puedo seguir con una nota en la que su autor, Washington Cucurto, confiesa que cuando lo descubrió, se sintió tan identificado con lo que Luchi escribía que le costó creer que esos poemas pertenecían a un señor que podría haber sido su abuelo. Puedo agregar –y es lo último– que cuando Luchi estuvo en 1971 en La Pampa, teóricamente vendiendo libros y prácticamente leyendo y bebiendo en la casa de Juan Carlos Ortiz Bustriazo, alguien lo grabó, y esa grabación, conservada más allá de los ’90, movió a un joven escultor pampeano, Lihué Pumilla, a realizar animaciones y videoartes inspiradas en algunos de los Poemas cortos de genio (1970).

Si algo define a la poesía de Luchi –una poesía llana, directa, sustantiva– es la oralidad. El escribe como se habla, es decir, en un registro conversacional y con un lenguaje cotidiano, claro, accesible, que fluye naturalmente. La sintaxis desordenada, el descuido formal, la amplia variedad de tonos, el uso de expresiones populares, jergas, refranes, clisés, todo remite al habla, a esa conversación a la que permanentemente nos convoca. ¿Y nos convoca para hablar de qué? De todo, desde lo más insignificante hasta lo más trascendente, porque en sus poemas caben todos los temas. En los libros publicados tanto en Argentina como en España, 18 en total sin contar las reediciones ni las dos antologías (Antología poética y Paseo por la capital de Luis Luchi (2003)–, desde el primero, El obelisco y otros poemas (1959), hasta el último, de publicación póstuma, Amores y poemas en Parque Chas (2001), con un humor característico –las más de las veces irónico y otras sarcástico–, nos invita a compartir su visión crítica del mundo y de la historia.

Su propia historia es igual a la de miles de hombres y mujeres y se encuadra dentro de un mundo que no supo sostener sus sueños: Luis Yanischevsky Lerer, el hijo de inmigrantes judíos ucranianos que nació en Buenos Aires en 1921, que por los apremios económicos familiares empezó a trabajar apenas terminada la escuela primaria, que en el enfrentamiento español abrazó la causa republicana y, al estallar la Guerra Civil, militó en grupos de Solidaridad con la República y se afilió a la Federación Juvenil Comunista, que entusiasmado con el triunfo electoral del Frente Popular chileno viajó en 1938 a Santiago de Chile, donde permaneció sólo un año. De regreso a la Argentina, trabajó como obrero gráfico. Estaba empleado en Editorial Atlántida cuando se desató el conflicto que terminó en la gran huelga del gremio gráfico de febrero de 1949. Tras el fracaso, fue despedido junto a muchos otros compañeros. Vinieron tiempos muy duros y de privaciones hasta que, finalmente, el corretaje de libros trajo un poco de tranquilidad a él y a su familia (se había casado con Irene en 1944 y ya habían nacido dos de sus tres hijos). Representando a las editoriales Raigal (de la UCRI) y Signo (del PC), durante una década y media recorrió el país de punta a punta y se conectó con poetas, artistas plásticos y escritores.

Luis Luchi murió en la capital catalana el 21 de octubre de 2000 y desde entonces sus restos descansan en el cementerio de Montjuic –etimológicamente “monte de los judíos” e históricamente símbolo de luchas anarquistas–. Alguien dirá que está donde debe estar, pero no le hacemos caso y seguimos discutiendo las mismas historias, mientras prendemos cigarrillos en la llama de la inmortalidad.

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