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Domingo, 16 de enero de 2011

Mal que les pese

Aniversarios > Personaje maldito, creación de sí mismo pero vuelto a nacer en la pluma de Sartre, por siempre ladrón y poeta, Jean Genet sigue siendo un enigma difícil de asir a la hora de leerlo. A cien años de su nacimiento, su obra multifacética, del teatro a la novela y de la poesía a los escritos políticos, se termina de desprender del mito del mal y adquiere la forma de un formidable viaje individual al fondo de la humanidad.

 Por Juan Pablo Bertazza

Existe un contraste notable entre el aniversario rotundo y redondo de Jean Genet –el pasado 19 de diciembre se cumplieron cien años de su nacimiento–, y lo disperso y borroso que fue la llegada al mundo de este escritor sin familia ni raíces: mientras que nada se sabe acerca de la identidad de su padre, Camille Genet, una prostituta que decía ser sirvienta, lo tuvo soltera a los 22 años. De la misma forma, si todos los psiconalistas coinciden en que los primeros cinco años de vida son cruciales en el desarrollo de una persona, los de Jean Genet no resultan alentadores: el 28 de julio de 1911 su madre lo abandona en el hospital de la Asistencia Pública y en 1913 vuelve a dejar en el mismo sitio a un medio hermano del escritor, Frédéric Genet, antes de morir en 1919 de gripe española con sólo 30 años. Cuando todo parecía indicar que se quedaba como pupilo de la Asistencia Pública, siguen los vaivenes de la vida y es adoptado por Charles y Eugénie Regniert, quienes a pesar de esforzarse en la crianza de Jean, son las primeras víctimas de sus primeros delitos.

¿Cómo es posible que, con esos inicios tan difíciles, alguien sea capaz de convertirse en una de las vacas sagradas de la literatura? Genet lo hizo además con una obra que, si bien atraviesa prácticamente todos los géneros, es relativamente corta, lo cual no le impidió transformarse en uno de los autores franceses más importantes del siglo XX, iniciando una renovación absoluta en el teatro a la par de Samuel Beckett, coronada con la estrella tan fugaz como intensa de Bernard-Marie Koltés. El talento, el riesgo y también ciertas estrategias literarias fueron capaces de convertir, entonces, el carbón en diamante. Porque, suele pasar, en literatura la lógica se cae a pedazos y menos es más, a tal punto que los que parecen estar en desventaja en lo que hace a vivir son los que mejor se encuentran posicionados para crear.

En el caso de Genet, basta tener en cuenta, al respecto, un capricho del idioma francés, cuya palabra “vol” representa tanto el acto de volar como el de robar. Los continuos robos que ejerció prácticamente a lo largo de toda su vida, y que alimentaron su moral del mal, constituyen uno de los grandes motores de su obra. Desde los diez años y hasta los dieciocho cuando se alistó en el ejército, Genet fue un auténtico ladrón: pasó su adolescencia en prisiones y reformatorios –Mettray, Fresnes, Tourelles, y Santé– que le aportaron a su obra la materia prima de la misma forma que otros escritores obtienen material de bibliotecas. Justamente, sobre su vida entre rejas escribió en 1946 El milagro de la rosa. Tres años después escribe el autobiográfico Diario de un ladrón, basado en un largo viaje que realizara por Europa en 1933. Es así que el robo –actividad antisocial por excelencia y tema recurrente en su obra–, constituyó el aura paradójico a partir del cual Genet encontró su lugar en el mundo y, con él, en una literatura francesa a la que parece haber ingresado por asalto. Porque el robo en Genet no constituye sólo una fuente de inspiración sino más bien una forma de vida: tras terminarse su vida militar –a raíz de que lo descubrieran in fraganti junto a un soldado–, Genet retoma su vida de vagabundo y ladrón por toda Europa. En 1937 regresa a París, dónde entra y sale de la cárcel en numerosas ocasiones, en una de las cuales escribe el poema “Le condamné à mort” (1942). Pero tanto va Genet a la cárcel que, tras diez condenas consecutivas y por reiteración sin esperanza de cambio, cae sobre él la sentencia de cadena perpetua. Jean-Paul Sartre –el gran acomodador del canon francés por esos años–, Jean Cocteau (quien ya le había dado una mano con la publicación de Notre Dame des Fleurs), Pablo Picasso y otros personajes de la vida artística e intelectual francesa se unieron en una especie de revival del caso Dreyfus para pedir el indulto de Genet al presidente de la república. Su condena no sólo fue revocada en 1948 sino que, desde entonces, Genet nunca volvería a ser encarcelado.

Como corolario de este favor, cuatro años después Genet dejaría de ser un personaje de su propia autoría para volverse un ejemplo práctico del existencialismo de Sartre, quien escribió un monstruoso prefacio a sus obras completas en Gallimard que terminaría ocupando un tomo completo: lo notable es que las 700 páginas de Saint Genet, comédien et martyr disgustaron a Genet a tal punto que pensó seriamente en abandonar la literatura y lo hizo, de hecho, por un tiempo.

La cuestión es que el problema, aun a cien años de su nacimiento, sigue siendo el mismo: ¿cómo leer hoy su obra?, ¿cómo hacer para que la censura a la que se vio sometido por su homosexualidad y su moral del mal no redunden ahora en una especie de mitificación carente de toda razón literaria?

Al respecto se puede decir que la obra completa de Genet, dividida entre los poemas de inicio, las novelas (1944-1949), el teatro (1946-1962) y los textos políticos (1968-1986), ha estado mucho tiempo ocultada por el personaje que Jean Genet terminó por encarnar. Pero releerla ahora significa redescubrir una literatura de grandes profundidades: un brillante lírico dentro de un lenguaje coloquial, tal como expresa una de las hermanas de su brillante obra de teatro Las sirvientas: “Mi chorro de saliva es mi diadema de diamantes”. Porque su obra no indaga en los bajos fondos de la vida para justificar un origen ni viaja a los infiernos psicológicos para morir en un relativismo estéril: lo que se desprende de Genet, cien años después, es una capacidad enorme para mostrar a través de un único individuo ni más ni menos que a toda la humanidad –con sus monstruos, con sus dioses, con sus barros y sus glorias–. En una entrevista, cuando le preguntaron qué pensaba de la revolución, contestó lo siguiente: “La situación actual me permite poner en práctica la revuelta, pero la revolución no me permitiría probablemente la revuelta, es decir, la revuelta individual. Soy tremendamente egoísta pero quisiera que el mundo nunca cambiara para que yo pueda seguir estando en contra del mundo”.

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