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Domingo, 13 de marzo de 2011

Tiempos mejores

Hace veinte años fue escrita, publicada y hasta criticada como un mensaje en una botella acerca de la política de los setenta, un mensaje tan hermético como desesperado. Con la reciente reedición de La astucia de la razón, el contexto político y cultural parece darle a la novela de José Pablo Feinmann un inesperado oxígeno que revitaliza y actualiza la pasión de sus ideas y la potencia de su estilo.

 Por Gabriel D. Lerman

La astucia de la razón
José Pablo Feinmann

Norma
304 páginas

Un fantasma recorre esta novela, escrita hacia 1989 y publicada por primera vez en 1990. Un fantasma que encierra un conjunto de temores imposibles de resumir en uno solo, aunque tal vez sí: el olvido. ¿Qué otro motivo o causa más poderosa para dar nacimiento a la ficción en un autor que el miedo al olvido? ¿Acaso existe otro más sustantivo para el arte? Pero las novelas, como criaturas, cobran vida propia y salen al mundo cual Frankenstein, como sueños engendrados por la razón y el inconsciente. Y su autor, como el legendario doctor de la ciencia que quería darles vida a los muertos, transplantar cerebros, cierto día, cierta noche, es asaltado por el prodigio sin poder dominarlo, rendido a sus pies.

¿Qué filósofo argentino, estudiante o aspirante a tal, escritor atento a la obra contemporánea de sus pares, incluso qué periodista o militante político preocupado por su formación digamos “teórica” no leyó en su momento La astucia de la razón, de José Pablo Feinmann? Libro catalogado de difícil aun por el propio Feinmann, no deja de ser hoy, que se reedita a veinte años de su primera aparición, uno de los intentos más ambiciosos y logrados de la literatura argentina de trabajar en una misma textualidad, en un mismo cuerpo y despliegue, materiales de la política, la filosofía y la historia. Una novela que tiene entre sus personajes a John William Cooke, a Carlos Marx, Felipe Varela, René Salamanca y Juan Bautista Alberdi, en un juego vecino del encuentro imaginario entre Kafka y Hitler que hizo Piglia, y de los Castelli, Sarmiento, Maza y Rosas de Andrés Rivera.

Tuvo para su autor, siempre, el rango de novela pesadilla, de cumbre imposible y perturbadora en la que consumió meses de escritura y meses de post escritura en forma de depresión irremontable. Pero tuvo también, como faro, la primordial función de revelarle a Feinmann una suerte de big bang en el cual plasmó todas sus obsesiones: temas, procedimientos, conceptos, que estaban en sus libros anteriores pero no tan mezcladas como allí, y que estarían a partir de entonces, de manera cada vez más potenciadas y enloquecedoramente, en todas sus creaciones posteriores: novelas, artículos, obras de teatro, guiones, fascículos, programas de TV.

La diferencia entre el contexto original de su edición y esta de 2011 (en 2001 hubo una edición en rústica de Página/12) es que, por razones que, cual cinta de Moebius, pueden leerse en la misma novela, asistimos hoy a una inesperada etapa histórica según la cual aquello que parecía la napa más anacrónica de todo lo anacrónico que se evocaba es hoy el corazón fundante de un relato político que ha revisado la Argentina reciente y ha provocado no pocas cosas; entre otras, la rehabilitación de la pasión militante.

En un parafraseo de la frase hegeliana que le da título, podría decirse que dicha astucia no es otra cosa que hacer actuar en lugar suyo a las pasiones, y que las ideas no existen por sí mismas, sino mediante las pasiones de los sujetos. Al escribir esta novela, en 1989, lo que Feinmann buscaba, por un lado, era conjurar el casi seguro despacho al desván del olvido y la ignominia, al basural de la historia, del propio peronismo, en particular del peronismo revolucionario, a manos del ascendente menemismo y su enjuague vertiginoso y extendido de la identidad y el sentido de lo popular. Incluso, puede decirse, como querella general a un peronismo de los ochenta que liquidaba sus bordes y partes irresueltamente malditas. Una petición de principios en la que Feinmann se sumergía a preservar para tiempos mejores un relato específico y fundamental. Y, por otro, lo que buscaba era construir un mapa intelectual a partir del cual explicar ficcionalmente el modo en que la filosofía, la universidad y los sectores medios pudieron combinarse de tal modo de dar como resultado un teorema latinoamericano orientado por Cooke, una revolución peronista y socialista. Un mapa, el realizado por Feinmann, donde se disputa el sentido final de la filosofía entre cuatro jóvenes estudiantes, una noche de noviembre de 1965, en un asado playero, en Punta Mogotes, Mar del Plata. Y los cuatro jóvenes expresan, por turno y orden de aparición, a un marxista clásico, a un fenomenólogo de la percepción, a un hegeliano, y a un latinoamericanista, el célebre “personaje demorado”, como Harry Lime en El tercer hombre, porque es el último en aparecer. Pero al mismo tiempo, en capítulos que actúan de contrapunto, la novela cuenta la desintegración de Pablo Epstein, el hegeliano, quien en vísperas del golpe de 1976 sufre una intervención quirúrgica por la cual pierde un testículo, justo cuando “más huevos se necesitaba”.

Reeditada hoy, La astucia de la razón de Feinmann encuentra una potencia y un sentido mayor. En primer lugar porque su irrupción acaso incomprendida, su carácter pionero junto a unas pocas obras en disparar con agudeza el proceso de revisión cultural y generacional de los llamados años setenta, permite leerla al revés: con todo lo que se produjo a la vista, como background. En segundo lugar, su estilo tantas veces juzgado de hermético y expulsivo para el lector termina por enaltecer al conjunto en tanto obra literaria: hay que remitirse a Piglia, Saer y Rivera, y desde ellos a Thomas Bernhard, para rastrear el trabajo narrativo exhausto, profuso, frenético y hasta demencial que la atraviesa, y que la arranca como novela de un mero intento que considere al lenguaje un asunto menor. Y en tercer lugar, porque los tiempos que corren, con la política picándonos de nuevo, merecían una novela que, agónicamente, fue escrita como mensaje en una botella y arrojada al océano sin jamás sospechar, ni con el mejor optimismo, que otros jóvenes, muy diferentes de aquellos de 1965, pudieran leerla y perderse en sus páginas tan vueltas presente.

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