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Domingo, 22 de mayo de 2011

Unas palabras a Mastronardi

Nacido en Gualeguay pero residente en Buenos Aires, donde vivía en hoteles y representaba el papel del provinciano en la ciudad, Carlos Mastronardi fue uno de los poetas argentinos más influyentes en sucesivas generaciones. La Universidad Nacional del Litoral acaba de publicar su obra completa en dos volúmenes que incluyen, además de sus libros de poemas, memorias, cuadernos, artículos y poesía no recopilada en libros. Arnaldo Calveyra escribió un prólogo donde recuerda su relación personal con Mastronardi girando alrededor de una pregunta obstinada: ¿cómo se aprende a escribir un poema?

 Por Arnaldo Calveyra

Tardes con ese olor

Tardes con ese olor, tenían ese olor, olor a esos años, había por las calles ese olor, la poesía, intenta escribir un poema tenía ese olor, olor a zaguanes y más zaguanes, calles de esos barrios, de un barrio de Buenos Aires en particular, el de Primera Junta en particular al salir del subterráneo de la línea A y encaramarme al tranvía en dirección a la calle Thorne (445, 2º A, casa de Carlos Mastronardi), olor yendo de cancel en cancel, insistente, tenaz olor de arquetipo, calles traspasadas a ese olor, en todo caso, por esos años –flamantes años 50– la poesía, el poema, salir en su busca, tenía ese olor.

Y porque en esta tarde de marzo de 2001 está de vuelta en mi pieza.

¿Qué es lo que vuelve memorable un poema?, ¿qué es lo que hace que “La rosa infinita” sea uno de esos poemas a los que se vuelve a lo largo de una vida?, ¿de entre sus componentes cuál y cuáles son los que mejor contribuyen a que los leamos una y otra vez con el mismo deleite?, ¿y de entre esos componentes hay uno, habría uno (¿pero cuál?) que sería la causa central de ese deleite? ¿Qué es, justamente, lo que vuelve memorable los poemas a años de escritos?, ¿se transforman esos poemas en los años, se las arreglan con los años? Demasiado sé que el tiempo destiñe la mayor parte de los poemas que se escriben. Por qué, me pregunto, y estaría tentado de preguntárselo una vez más a usted, querido Mastronardi –querida la persona que usted fue–, en el caso de “La rosa infinita” –un ejemplo entre su obra poética– y como si de un grabado al aguafuerte se tratara, el tejido sigue intacto, intactos el perfume, color, sonido y sentido, luna que le ofrece al niño lo que el niño le pide, sigue brindando lo que le pedimos, intensidad de días y de tardes concentrados a esa luz hecha de palabras sobre una página, intensidad, sí, de tardes (“también sus cariñosos”), ¿es como siempre, como casi siempre, la temperatura de dos palabras puestas a trabajar juntas hasta la incandescencia?, ¿se trata de la temperatura que pueden arrojar esas palabras reunidas por voluntad del poeta?, ¿palabras que se visitan (“flores visitadas”), convertidas en notas musicales en el pentagrama?

¿Aprovechar que usted está en la habitación de al lado para hacerle una vez más –esta vez por escrito– estas preguntas, preguntarle, de paso, por su manera de componer un poema? Pero la frustración no tarda, llega enseguida, casi enseguida al acordarme de su manera de “despersonalizar” el diálogo, de alejar del fuego de su tarea de poeta mi curiosidad posadolescente. Con su gentileza de todos los instantes pero en forma inapelable recuerdo que me respondía: “La literatura es vasta...”. Usted me acercaba el mundo de la poesía pero no le gustaba o no creía formar parte (¿socialmente?) de ese mundo. Durante los diez años en que su generosidad entrañable me paseó por los misterios de la palabra poética –y a veces yo creía estar a punto de saberlo, de develar el enigma pasión mediante–, recuerdo también mi pregunta obstinada de esos años: “¿cómo se aprende a escribir un poema?”, pregunta que mirada desde ahora habría de proceder en línea directa del romanticismo, del siglo XIX, de una idea más o menos clara, más o menos confusa, personal y precipitada, de la inspiración poética complicada en mi caso por una práctica diaria de piano –donde los “resultados” son más inmediatamente tangibles– y por el temor a que ambos aprendizajes pudieran neutralizarse uno con otro.

Mastronardi. Obra completa Ediciones UNL Tomo I, 1016 páginas Tomo 2, 880 páginas

¿Qué hace que uno vuelva a unos poemas, a unos versos en un poema, a tres palabras en una carta?, ¿se trata de la ausencia de aparato retórico para que en esa ausencia uno pueda poner en juego sus intuiciones del lector? Vacío de aparato retórico, sí, ¿pero y el metro alejandrino de “Luz de provincia”? ¿El alejandrino en “Luz de provincia” como retórica sublimada pero vigente (“el trabajo borra las huellas del trabajo” de Valéry), bastidor, marco transparente ante la vastedad de mundos que el poema convoca, en que el poema se va convirtiendo a medida que nuestra lectura avanza?, ¿los componentes del trinomio ritmo/sentido/tiempo reunidos y vivificados uno con otro, uno gracias al otro, de la mano ya, ritmo que acarrea el sentido, que en gran medida lo engendra y lo propaga para ir a echarse como otro vasto río sobre los diferentes ámbitos del poema, tiempo que deposita su mota de polvo que el sol de la pieza revela, lengua vuelta dialecto por necesidades del poema?, ¿resulta una vez más la dificultad, que es malestar en el principiante, entre fondo y forma?

sentido + ritmo + tiempo

A propósito de la contienda entre fondo y forma, recuerdo que nos paseábamos una tarde por el barrio de Flores cuando en eso nos cruza una dama vestida como un árbol de Navidad al que sólo le faltaran las lucecitas de colores. Usted siguió silencioso pero casi enseguida, levantando una mano dirigida “a nadie” como usted solía, en la semioscuridad de la tarde me dijo, o dijo: “Van al sastre antes que al estilo”.

El tiempo que pasa, que figuró entre sus preocupaciones esenciales, llega a “Luz de provincia” como una respiración que es de inmediato la nuestra de lectores. Así, el venirse de la muerte, que en usted era “tiempo sentido” –a usted le gustaba juntar esas dos palabras–, nunca tiempo cuantitativo, nunca tiempo en rama (en el remitente de una de sus últimas cartas yo puedo leer: Astronardi, tengo el sobre sobre mi mesa), el tiempo como la máscara que un día termina por ser la cara del que la lleva puesta desde el día de su nacimiento. En sus últimos años, en el retiro de Gualeguay, desde una ventana de la casa de su sobrino Jorge Washington Lecuna, usted contemplaba, estoy seguro que con extrañeza y siempre con el mismo asombro, las ventanas de la casa de enfrente donde habían vivido sus abuelos maternos y adonde de niño usted solía ir de visita con sus padres. En suma, la manera de hacer intervenir el tiempo como el sujeto invisible de sus poemas y, más precisamente, su relación con el tiempo, su estarse con el tiempo, su tardarse en el soliloquio y diálogo con el tiempo, su modo activo de ponerse en sus manos, “alguno se tardaba, callado frente al pueblo”, no era sino una de las maneras que usted tenía de tratar con los personajes que día a día se van convirtiendo en personas de la muerte.

Siempre me preguntaré –y los años están lejos de atenuar la pregunta– por la manera en que usted componía sus poemas. Usted nos dejó muchas páginas escritas sobre la cuestión. Pero siempre me preguntaré por su actitud una vez llegado a presencia de la página en blanco. ¿Se trataba, simplemente, de poner en práctica unos preceptos?, ¿de “cultura olvidada pero influyente”? ¿Obtendré esta noche la respuesta o la misma respuesta: “La literatura es vasta”?

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