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Domingo, 26 de junio de 2011

Una religión sin Dios

En sus memorias, Arthur Miller repasó su lugar como intelectual humanista y algo anárquico, criticando viejas ortodoxias y reivindicando la verdad y la belleza encarnadas por encima de otros valores.

 Por Hugo Salas

El tono adusto, aleccionador incluso, de sus obras mejor conocidas, como Todos eran mis hijos, Muerte de un viajante o Las brujas de Salem podría hacer temer lo peor de Vueltas al tiempo, libro de memorias de Arthur Miller publicado originalmente en 1987: una sucesión de juicios y sentencias sobre el transcurso histórico que le tocara vivir, escritas desde la superioridad olímpica que otorgan el prestigio y la posteridad. Sin embargo, desde el comienzo mismo el narrador se encarga de disipar estos temores, recobrando –por el contrario– otra parte de su escritura, opacada por los fuertes posicionamientos políticos de su momento: el interés por el lenguaje coloquial, la envidiable composición de lugar y, sobre todo, la capacidad de reconstruir en el ámbito de la palabra la escena íntima. Son la descripción minuciosa de caracteres y espacios, junto con la pequeña anécdota, los motores fundamentales de una experiencia tan extensa como ligera, nostálgica y feliz, por medio de la cual Miller reconstruye una historia personal en el marco del siglo XX.

Respecto de aquel duro posicionamiento entre fines de los ’40 y los años ’60, el propio Miller se encargará de advertir que: “No tenía pelos en la lengua en cuanto a manifestarme como un moralista más bien intolerante, ni siquiera en las entrevistas, en las que era lo bastante ingenuo para confesar que, a mi juicio, un arte amoral era una contradicción y que un artista estaba obligado a desbrozar caminos si sabían dónde estaban”.

Era, concluiría luego, una especie extraña pero palpable de religiosidad sin Dios, una espiritualización de la racionalidad que se transmitía incluso a su percepción de la vida personal y privada. Sin hacerlo explícito, el escritor permite encontrar aquí esos particulares efectos de época que es posible leer, también, al otro lado del Atlántico, en la obra de los existencialistas franceses.

Otra vez la metáfora religiosa acude en su auxilio a la hora de pensar la influencia del marxismo en su generación, al que considera “un Dios frustrado”, aunque mejor quizá le siente la noción de ídolo, en tanto “el ídolo dice punto por punto qué hay que creer, mientras que Dios presenta alternativas entre las que el individuo elige libremente”.

Vueltas al tiempo. Arthur Miller Tusquets 587 páginas

Con ello hace referencia, aclara, a las ortodoxias impulsadas por las distintas líneas que en su momento consideraban materia propia el “verdadero” marxismo. Desde luego, esto bajo ningún aspecto supone un Miller convencido de las virtudes del capitalismo o de los sistemas políticos que engendra. De hecho, gran parte de Vueltas al tiempo está consagrada a los rocambolescos, intrincados e imperdonables procesos que tanto él como alguno de sus amigos padecieron bajo el macarthismo, verdadera cacería de brujas donde al igual que tantos otros de sus compatriotas ve el rostro intolerante y furioso de una democracia supuestamente liberal.

A decir verdad, el retrato que emerge de estas páginas es el de un intelectual a la vieja usanza del siglo XX, un liberal vagamente anárquico (aunque no anarquista) que reclama la libertad como derecho máximo y las nociones de verdad, belleza y bondad como valores constitutivos de la felicidad del hombre. No es casual, en tal sentido, el lugar privilegiado que confiere a su matrimonio con Marilyn Monroe, en cuya personalidad frágil y directa el viejo dramaturgo encuentra una encarnación privilegiada de los tres. El mundo, mientras tanto, se anuda en su propia representación, como cree entrever al recordar una función de gala junto a la monarquía británica: “La reina había llegado aureolada por el resplandor de los diamantes de la diadema, teatro político en el teatro. Todos representábamos un papel, ella con la mano extendida y nosotros con las sonrisas de gratitud, las reverencias y las genuflexiones. Que el mundo es un teatro no es una metáfora, sino una descripción naturalista”.

Allí tal vez residan las claves para una mejor comprensión de una de las obras dramáticas más potentes y significativas del siglo XX.

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