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Domingo, 3 de julio de 2011

La chica que soñaba con su abuelo y con la isla de Chiloé

Luego de haber ganado el Premio Nacional de Literatura de Chile, Isabel Allende acaba de obtener el galardón que se considera el Nobel infantil: el Hans Christian Andersen, que el año pasado recibió J. K. Rowling. En este contexto de laureles aparece su nueva novela, El cuaderno de Maya, orientada al público juvenil, que a pesar de resultar un éxito inmediato no consigue escapar del lugar común sobre el que parece descansar su literatura, en este caso traduciendo al español a la emblemática Lisbeth Salander de Stieg Larsson.

 Por Juan Pablo Bertazza

Los tres renglones —casi siempre neutrales y aburridos— que explican por qué un escritor gana determinado premio podrían aplicarse, al igual que el discurso de los que adivinan el futuro, a la obra de todos los escritores. Sin embargo, la leyenda que el año pasado acompañó la adjudicación del Premio Nacional de Literatura de Chile a Isabel Allende parece haber dado en la tecla: “Su obra ha revalorizado el papel del lector”.

Es notable el contraste que hay entre la previsibilidad de la literatura de Allende y la imprevisibilidad de su vida; entre la principal crítica que se le hace como escritora (la acusan de ser un laboratorio de temas y personajes trillados, una usina del lugar común) y su singular itinerario. Ya no quedan, de hecho, autores que conviertan todas sus novelas en inmediatos éxitos literarios, tal como volvió a suceder en Argentina con El cuaderno de Maya. Isabel Allende es, por si quedaban dudas, la escritora más leída en lengua española de todo el mundo. Pero, además, es una de las pocas escritoras latinoamericanas vivas cuya historia –enmarcada, obviamente, en el particular universo de su familia– es tan literaria y apasionante como pretenden serlo sus novelas.

Aún hoy carne de cañón de críticos (Harold Bloom y Roberto Bolaño fueron algunos de los que más le pegaron), la casi septuagenaria Isabel Allende vivió un éxito arrollador con su primera novela (llevada al cine con sumo éxito), se le murió una hija de 28 años a la cual le escribió y dedicó uno de sus libros más célebres y ganó una infinidad de premios, entre los cuales acaba de sumar esta misma semana el Hans Christian Andersen por su talento para “hechizar” al público. Un premio que viene de ganarlo nada menos —y nada más— que J. K. Rowling. ¿Pero por qué le dan a Isabel Allende este galardón que muchos empiezan a considerar como el Nobel infantil? ¿Se trata de un premio que realza su literatura o que, por el contrario, colabora aún más para mantenerla a raya de la literatura en serio, como si fuera la escritora de aquello que lee el lector antes de leer literatura? Aunque realizó muchas colaboraciones para la revista infantil Mampato y publicó varios cuentos para niños, la clave y razón de ser de este premio radica justamente en su última novela, El cuaderno de Maya, libro que marca un volantazo en la obra de esta escritora que siempre parece vivir más en el plano de los lectores que en el de los escritores; la novela con la que intenta dejar de escribir sobre el pasado para empezar a mirar el presente.

El cuaderno de Maya. Isabel Allende 443 páginas Sudamericana

Maya Vidal es una adolescente de 19 años que sufrió un pasado tormentoso, abandonada prácticamente por sus padres y cuyo pilar es su abuelo, la persona más querida de su vida hasta que finalmente muere sin que ella pudiera, mínimamente, estar preparada. A partir de entonces, Maya vive la podredumbre adrenalínica de la droga y el sexo primero en Berkeley y luego en Las Vegas, para terminar renaciendo bien al sur del mundo, en la isla de Chiloé, el último territorio del Cono Sur que se independizó de España recién en 1826, el contexto ideal para empezar de nuevo, aun cuando el país aparece amenazado de catástrofes naturales que, en cierta forma, fueron superadas por la realidad: “Chile es una pestaña entre las montañas de los Andes y las profundidades del Pacífico, con centenares de volcanes, algunos con lava aún tibia, que pueden despertar en cualquier momento y hundir el territorio en el mar”.

Una vez más, Allende volvió a cristalizar en esta nueva entrega un tema que, hasta el momento, mantenía cierta originalidad: la protagonista adolescente conflictuada y algo andrógina, delincuente y adicta pero, en el fondo, íntegra y de buen corazón. Así como La casa de los espíritus (su carta de presentación que, al mismo tiempo, fue el cheque en blanco de su éxito literario) no podía existir sin Cien años de soledad (todo lo contrario de la idea borgeana de Kafka y sus precursores), El cuaderno de Maya no existiría de no ser por Lisbeth Salander, la protagonista de la trilogía Millenium de Stieg Larsson. No en lo que respecta a género ni argumento, pero sí en lo que atañe al personaje, algo a lo que Isabel Allende es especialmente adepta: una escritora que no crea motivos pero que tiene el raro don de traducir a la masividad lo que, en cierta forma, ya fue escrito, incluso en forma de bestseller, como la emblemática novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad y la notable saga policial del sueco. Una copia algo desmejorada que siempre se las arregla para llegar más lejos que su original. En este caso, la intención es, a las claras, captar un público más joven, volviendo a demostrar una de sus máximas virtudes literarias, esa capacidad para equilibrar historia y ficción, dosificando la droga de su propia biografía. Son múltiples, de hecho, las coincidencias entre las vidas de Allende y Maya Vidal, a pesar de estar separadas por, al menos, tres generaciones: la inestabilidad de la infancia, los viajes permanentes y la ausencia del padre que, según contó en una entrevista la escritora, “desapareció de mi vida cuando yo tenía tres años y no supe más de él hasta veinticinco años más tarde, cuando me tocó identificar un cadáver en la morgue”.

Otra gran similitud, que como un ángulo de 360º viene a enmarcar toda su obra, tiene que ver con la figura del abuelo. Si el embrión de La casa de los espíritus estaba en una carta que le escribió poco antes de morir, a los 99 años de edad; en El cuaderno de Maya esta doble figura paterna aparece claramente representada en el personaje de Popo: una voz que no deja de aparecérsele a su nieta después de morir, las raíces del pasado en medio del futuro, el último vestigio de realismo mágico que quedó en la literatura siempre trillada —y siempre en movimiento— de Isabel Allende.

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