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Domingo, 16 de octubre de 2011

La vida breve

Cultivó la brevedad de los tankas, una de las dos formas clásicas, junto al haikú, de la poesía japonesa. Takuboku fue Sin-ichi-Isikaua y su seudónimo significa Arbol susurrante. En veintiséis años de vida conoció las tribulaciones del poeta pobre, el amor y el engaño y hasta la muerte temprana de un hijo que signó sus últimos trabajos. Se publica en Hiperión Un puñado de arena, colección de 551 tankas publicados en 1910 que le valieron el reconocimiento que subsistió a pesar de su muerte temprana.

 Por Guillermo Saccomanno

El tanka es una de las dos formas clásicas de la poesía japonesa. La otra, más difundida en Occidente, es el haikú. Un tanka tiene cinco versos de cinco, siete, cinco y siete sílabas, que no siempre deben rimar. No es la rima lo que importa en el tanka ni tampoco, como en la mayoría de los haikús, la captura de la fugacidad en el paisaje, sus cambios imperceptibles que afectan lo individual. En el caso de Takuboku, el paisaje no es tan incidental como lo humano, el reflejo de una intuición en una circunstancia por lo general triste. Si un tanka de Takuboku aspira a un insight, el mismo se encuentra mediatizado por un pasaje a través de la congoja. Takuboku, cultor máximo del tanka, es Sin-ichi-Isikaua (1885-1912), más conocido por su apodo que significa “Arbol susurrante”. Y Un puñado de arena, en la edición de Hiperión, es la colección de 551 tankas que reúne sus poemas publicados en 1910 que le valieron un prestigio inmediato que no lo eximió de la miseria. En apenas veintiséis años de vida, Takuboku compuso una obra poética vasta, sencilla y directa, prácticamente antimetafórica, bajo el imperio de las emociones: “Mujer que una noche/ se bajó del tren/ en Kuchián/ con una cicatriz/ en la misma sien”. Poder de síntesis, que, en su ascetismo, se torna tan sugerente como frontal y, a un tiempo, resulta una derivación al lector, cediéndole descubrir qué subyace en unos contadísimos versos.

Está comprobado que desde la perspectiva occidental se cimentó una percepción de lo japonés como enigma y espiritualidad restringida a una selecta minoría. En este sentido, desde este falseamiento, un afán esteticista interesado en lo exótico, se ha concebido al Japón como lo Otro, privándole de su carnadura. Como ejemplo de una poesía distinta, Takuboku pone lo individual en primer plano y el paisaje se transforma, doliente, a la visión del sujeto. Aun en sus ráfagas de intimismo, puede ser leída a la vez como autorretrato y como narrativa: “Harto de llorar,/ me puse al espejo/ y empecé a hacer /hasta que me harté/ mil muecas y aspavientos”.

La cantidad de tankas, más de dos mil, que quedaron en los cuadernos de borrador de Takuboku, al igual que sus novelas, no tuvieron aún traducción a nuestra lengua. Si el número de tankas compuesto por Takuboku puede asombrar, más sorprende su calidad. Aun cuando la esmerada versión española de Antonio Cabezas apela al ritmo de la seguidilla gitana, un lenguaje popular, lo que en numerosas ocasiones vuelve su poesía demasiado galaica. Pero los tankas de Takuboku superan este ardid del traductor que podría tergiversar la intención del poeta, y conservan, a pesar de todo, su sentido existencial: la trama subterránea de cada tanka supera con su intensidad todo conflicto de adaptación a otra lengua. A pesar de que esta es una poesía amarga, nunca es autocompasiva. Antes que el goce en relamer las propias heridas, Takuboku recurre como estrategia a la ironía y la aplica a sí mismo. “Una temporada/ tuve mal los ojos/ y me ponía/ gafas de lentes negras/ ¡Y lloraba solo!”. La suya es una poesía que no le cede al idealismo: “Todo es dinero,/ dinero./ Y yo me reía./ Poco después/ pensando lo mismo/ la rabia me comía”.

De este modo, acercarse a Takuboku implica, desde el vamos, pulverizar la noción de excentricidad de lo japonés. Su reticencia es extrema y, no obstante, poderosamente expresiva. Su lectura opera como el palazo que el maestro zen le descarga en la cabeza al discípulo latoso que porfía con preguntas molestas. A sus poemas Takuboku los llama “muñecos tristes” (literal). Sus tankas proceden de un impulso que busca con frenesí la transparencia: la nieve y la lluvia, lugares comunes de la lírica eurocéntrica, se ven diferentes en la mishiadura de la “novela de un joven pobre”. Takuboku encarna esa heroicidad, pero aborrece el impulso romántico. Escribir tankas le compensa las tribulaciones de lo cotidiano, que en su caso son desoladoras.

Oriundo de la provincia de Ijate, en el norte de una de las grandes islas del Japón, nace en una familia acosada por la tuberculosis. Desde la infancia Takuboku siente gusto en observar la realidad, su gente, las montañas, la realidad en las anécdotas más triviales. Y la escuela, como aprendizaje, le queda chica. “Con lo que la quiero,/ corté a mi perrita/ las dos orejas./ ¡Qué hastío no tendré/ de esta perra vida!”. El libro de asistencias del bachillerato que cursó en Morioka, la capital de la provincia, da cuenta de que en el cuarto curso faltó 207 veces a clase. A los diecisiete, tal como lo registraría en su diario, decide “hacerse famoso con la literatura”. Por entonces se enamora de una chica, Sétsuko Jorai, que más tarde sería su esposa. Takuboku adhiere a las huelgas que exigen cambios en los profesores y una enseñanza más democrática. No tarda en viajar a Tokio: acá empieza a publicar tankas en una prestigiosa revista literaria. Escribe: “Con alegría./ Algo en que trabajar/ con alegría./ Hacerlo hasta el fin./ Después, sólo morir”.

La escritura de tankas es a la vez pasatiempo, catarsis, descarga y, por qué no, un diario poético donde compensa su frustración en hacerse novelista: no verá en vida publicada ni una de sus novelas. Al rechazo se le suma la enfermedad. Debe regresar a su pueblo. Por entonces su padre es expulsado del templo acusado de malversación de fondos. A partir de estos dos hechos, la enfermedad y la humillación, el dolor y la tristeza se constituirán en la esencia de su poesía. Se establece temporalmente en Morioka, colabora en un diario local. Tiene veintiuno cuando nace su primera hija. Buscando mejorar su posición, viaja a Jokodate, el norte del país, colabora en otro periódico y da clases en una escuela. “Quería un querer/ como si enterrara/ la cara ardiendo,/ ardiendo de fiebre/ en la nieve blanca”. Se enamora de una maestra joven. Ante las negativas de la muchacha, la relación deriva en una amistad literaria. Un incendio arrasa la ciudad y destruye la escuela y el periódico. Se traslada a Sapporo y después a Otaru. Después a Kusiro. En todas las ciudades que persigue ganarse la vida se emplea como periodista. Llega a ser el responsable de la columna literaria del periódico de Kusiro. “Yo olía el papel/ de un libro extranjero/ recién impreso;/ y me entraron ganas/ de tener dinero”. Se enamora de una geisha de diecinueve años llamada Koiakko. Deja el trabajo y se muda a Tokio.

Lo social no es ajeno a su creación poética: los trenes atravesando la intemperie, las putitas que mercan con los viejos, el desprecio de los chicos hacia el hijo de un policía, la reivindicación del robo de los desposeídos, el vino como anestésico de la desgracia, el padre que pierde un hijo en la guerra. Y la guerra está ahí: “Despedí a un batallón/ que iba a la guerra./ Yo estaba triste/ viendo que ellos iban/ sin ninguna tristeza”. Lejos de los suyos, fracasado y pobre, su salud se quiebra. Un amigo de la familia, un militar joven, apuesto y de buena posición, ayuda a su familia y se casa con su cuñada. Más tarde, Takuboku descubrirá que el militar es amante de su esposa. Por entonces ya ha avanzado en la escritura de un diario con extensas zonas escritas en inglés para bloquear la curiosidad de su mujer. “Con pluma lo escribí/ y está en mi diario:/ Que hoy vi un poquito/ por el hueco del escote/ que tenía a mi lado”.

El diario, con más suerte que sus novelas, tendrá un valor póstumo y será traducido a varios idiomas. A los veinticuatro años tiene un hijo, que morirá a las tres semanas. Compone entonces, en el mismo día, Cantos a mi hijo muerto (28 de octubre de 1910): “Era tarde una noche/ cuando yo volví/ de mi trabajo/ y abracé a mi hijo/ que acababa de morir”.

Cada uno de estos ocho tankas es un desgarro: “Los nabos engordaban/ sus raíces blancas/ pero mi hijo/ nació y se murió/ a las tres semanas”. Y también: “Como el que se enfrenta/ a un gran misterio/ puse la mano/ en la frentecita/ de mi hijo/ muerto”. El octavo tanka: “La piel de mi hijo/ de cuerpo presente/ con gran tristeza/ hasta la mañana/ estuvo caliente”.

Dos años después muere su madre. Y un mes más tarde, muere Takuboku. Uno de los tankas que integran Un puñado de arena dice: “Pensé que las palabras/ que no usa nadie,/ acaso sea/ yo solo en el mundo/ el que las sabe”. Lo que puede leerse, además de como arte poética, como epitafio.

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Un puñado de arena. Takuboku (Sin-ichi-Isikaua), Ediciones Hiperión 219 páginas.
 
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