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Domingo, 11 de diciembre de 2011

Tocar el mundo con las manos

China, país conjetural. China, país soñado. Son varios y ambiguos los sentidos que se pueden atribuir a un territorio de espejismos literarios y costumbres inaccesibles. Eduardo Berti logra en El país imaginado, novela ganadora del Premio Emecé, apartarse de las tentaciones del exotismo y de la traducción mecánica para llegar, hasta donde es posible, a tocar los bordes de un mundo narrativo dotado de su propia realidad.

 Por Fernando Bogado

China, desde aquí, es una conjetura. Por más que tratemos de hacerla real con menciones rutinarias acerca del supermercado que está a la vuelta de casa o cuasi místicas cuando recomendamos tal o cual remedio a algún doliente, China es el territorio de lo impensable: no el dato de una economía fuerte ni la brutal confusión de que tal o cual asiático es “chino” sólo por tener los ojos rasgados, sino todo lo contrario... China, para Occidente, desde Argentina, es la geografía de lo soñado. No hay que desmerecer el juego secreto escondido en el título del último libro de Eduardo Berti, El país imaginado, novela ambientada en la China de comienzos del siglo XX que no deja en ningún momento de dar ese fresco aliento que sólo puede tener la ficción más original.

Y claro, “imaginado” no significa por eso fantástico, pese a que las costumbres aludidas en la historia nos resulten absolutamente maravillosas. En un tono contenido, breve, casi como si el relato emanara de un suspiro largado al descuido por la narradora-protagonista, la novela se centra en la vida de una adolescente china de unos catorce años cuyo nombre real no sabemos; sí los acontecimientos que envuelven sus días, sí la pena: apenas comenzado un nuevo año, su muy querida abuela fallece dejando desolado al padre de la niña y librando los muchos libros de botánica y de diversas historias conservados en la biblioteca a la curiosidad infantil de la ya citada infante, atosigada por las duras prescripciones de un padre conservador de las costumbres quien comienza a preocuparse por el destino de su hijo mayor, el cual está dejando de ser un pretendiente apto debido a la edad.

¿Por qué la importancia de esos textos concentrados tanto en historias antiguas como en la forma y nombre de las flores? La niña no demora mucho en encontrarles sentido a esas páginas legadas cuando conoce a Xiaomei, la hija de un humilde vendedor de pájaros ciego cuya belleza hipnotiza a la protagonista. A lo largo de las semanas, las dos niñas se encontrarán para hablar y reconocer la flora que las rodea, demorarse en juegos en donde parece cifrarse el destino y en perpetuar un lenguaje secreto aprendido de la abuela: una lengua femenina, antigua, invisible a los hombres que ellas entienden y modifican a su placer. Entre las dos comienza a desarrollarse, con la misma lentitud y cuidado con el que crece cualquier pétalo, una amistad profunda, un amor irreconciliable que no tiene lugar entre las duras formas de las costumbres chinas. Ling, tal el nombre que elige Xiaomei para bautizar a la anónima protagonista, encontrará muy difícil entender qué es lo que siente cada vez que es absorbida por la inaudita belleza de su amiga.

El país imaginado. Eduardo Berti Emecé 200 páginas

Eduardo Berti, autor de Los pájaros (1994) o el reciente Lo inolvidable (2010), aquí se desembaraza un poco de esa apuesta por lo exclusivamente formal para plantear una obra mínima, mucho más preocupada por los personajes y sus vínculos antes que por los complejos juegos de escritura, cosa que el propio Berti ha confirmado en recientes entrevistas. La reescritura y la referencia al mundo literario, que primó en otra de sus reconocidas novelas como la finalista del Premio Herralde Todos los Funes (2004), aquí se convierte en una reinterpretación, si se quiere, de toda una cultura desconocida que se visita humildemente para contar una pequeña historia. El único gesto de una forma que escape a esta voz susurrada, dijimos, a este aliento, es la intercalación de algunos capítulos en donde el lector es testigo de un diálogo soñado entre abuela y nieta, como si ambas tuvieran la desesperada necesidad de encontrarse en algún espacio, por muy extraño que sea.

El gran logro de Berti es hacer que la escritura misma se vuelva permeable a una cultura que, en sus palabras, lo ha cautivado: los rituales y sensaciones que dejan en los personajes el llevarlos a cabo no funcionan como una estrategia para iluminar al lector occidental acerca de las “maravillas” u “horrores” de ese mundo desconocido sino, muy por el contrario, llega hasta donde puede para rozar la cultura y el pensamiento chino así como, en la misma historia, los personajes tratan de tocar el mundo de los que no están. Por eso los fantasmas que pueblan estas páginas, seres que por derecho tratan de cruzar la frontera entre dos estados, viven en referencia a un borroso límite que parece ocupar cada vínculo personal mencionado.

A medida que la lectura avanza, el mundo infantil de la niña comienza a complicarse una vez que los adultos se adueñan del destino de los más jóvenes: matrimonios arreglados, ceremonias espectrales (literalmente) comienzan a llenar los días de penosas preocupaciones. Ese mundo infantil es también un territorio oscuro que se va dejando con el paso del tiempo, de las páginas, hasta encontrarnos más cerca del presente de la narradora, quien ya atravesada toda esta complicada etapa mira al pasado como si se tratara de una lejana orilla a la que no volverá jamás por más que lo intente. La infancia es esa geografía mentada que, como China o como la propia muerte, hace las veces de un anhelado (inalcanzable) país imaginado.

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