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Domingo, 15 de enero de 2012

Como una buena madre

Emergente de la literatura italiana de posguerra, Natalia Ginzburg ha llegado en pequeñas y sucesivas oleadas a las costas de habla hispana. Traducida y leída por épocas, por rachas que luego se diluyen, últimamente ha sido el turno de su obra ensayística. En Ensayos (Lumen), de reciente aparición, se revela modesta e ingeniosa a la vez, capaz de abordar sin rodeos grandes temas o cuestiones domésticas, siempre con la sencillez y la calidad humana de esta entrañable escritora que tuvo como gran tema los lazos de sangre, hasta convertirse para nosotros en una voz familiar.

 Por Fernando Krapp

A diferencia de la dudosa importancia que se le adjudican posteriormente a muchos escritores olvidados, rescatados por alguna apuesta o capricho editorial, nadie duda de la importancia vital que Natalia Ginzburg tuvo (y continúa teniendo) en la narrativa moderna. Sin embargo, el prestigio literario de Natalia Ginzburg parece no ser suficiente para que los lectores rioplatenses podamos acceder a sus libros con facilidad. Existen algunas viejas ediciones de Fausto –la mítica editorial de Jaime Rest– de Querido Miguel (1973), La ciudad y la casa (1963) por Debate, y Léxico Familiar (1984) por Ediciones del Bronce. A estas perlas inhallables, Acantilado sumó los ensayos reunidos en Las pequeñas virtudes, una biografía de Chejov, y su último libro, una no ficción llamada Serena Cruz o la verdadera justicia. Ahora Lumen parece completar la edición en castellano, con esta publicación de Ensayos.

Quinta hija del matrimonio entre un destacado médico llamado Giuseppe Levi y Lidia Tanzi, Natalia Levi nació en Palermo en una familia pequeño burguesa, palabra a la que la escritora no sabe qué sentido otorgarle. Su infancia no fue ni feliz ni triste; fue apenas aburrida. Educada con tutores y maestros particulares, al calor de la casa materna, porque su padre aseguraba que en las escuelas podía contraer microbios, Ginzburg desarrolló tempranamente la bacteria que germinaría en el síndrome melancólico que su madre llama “sentimiento hebraico”, de la escritura; alimentada por las esporádicas lecturas a escondidas (a pesar de la adhesión familiar al comunismo y un declarado fervor antifascista, ni su padre ni su madre la dejaban leer “determinados” libros) de Proust, algún que otro libro de Colette, Corazón de Edmundo De Amicis o pequeñas novelas de detectives y misterio. “Cuando escribo historias, soy alguien que se encuentra en un país propio, camino por calles que conozco desde chica, entre muros y árboles que son míos”, escribe Ginzburg en el ensayo Mi oficio. Pero así como la infancia de la autora resulta crucial para entender ese mundo endogámico, con sus familias disfuncionales enredadas en la comedia de lo cotidiano, desarrollados posteriormente en sus novelas, dicho mundo quizás no hubiera sido el mismo sin la estimulación de un profesor de literatura, nacido en Odessa, y criado en Turín, amigo de los hijos de Giuseppe Levi: Leone Ginzburg.

En 1933, Leone y Giulio Einaudi dieron forma a la editorial que llevó el apellido de este último. Luego convocaron a Cesare Pavese, quien se encargó de las traducciones de la literatura norteamericana, mientras que Leone hacía lo propio con los rusos y centroeuropeos. Ese mismo año, Italia adhirió al fascismo. Corren los tiempos de Mussolini. Leone Ginzburg fue arrestado por comunista y confinado al sur de país. Tras lograr su libertad, y rondar por diversas ciudades italianas, Leone Ginzburg y Natalia Levi contrajeron matrimonio; ella cambió su apellido por el de casada. En el medio, Natalia Ginzburg tomó parte más activamente, junto con un joven Italo Calvino, en el panorama renovador que significó la editorial Einaudi en el alicaído mundo cultural italiano golpeado por los vientos fascistas. En el año 1940, Leone es nuevamente confinado, y Natalia parte junto con sus dos hijos a la región de Abruzzos, donde eran encerrados la mayoría de los presos políticos del fascismo. Natalia publica bajo seudónimo su primera novela: La strada che va in città (El camino que lleva a la ciudad). Tres años después, Leone fue asesinado por los fascistas, y Natalia se refugió en la casa de sus padres con sus hijos, hasta regresar a Roma para volver a pedir trabajo en la editorial Einaudi, donde fue contratada por jornada completa, como consejera editorial y traductora del francés.

Tiempo después, en el año 1988, tras la publicación del libro Fragmentos de memoria del editor Giulio Einaudi, Natalia Ginzburg escribió un ensayo titulado Memoria contra memoria. Uno podría esperar una semblanza, alguna nota laudatoria sobre los buenos viejos tiempos, un agradecimiento camuflado, un tanto pendenciero por haberla sacado de la calle viuda y con tres hijos; pero no, todo lo contrario. Ginzburg, con la entereza y aparente simplicidad de su prosa, costea todo desborde sentimental para reclamarle a su antiguo jefe una sola cosa: sinceridad. Porque a Ginzburg poco le importa cuándo pasó tal y tal cosa, si ese libro fue importante o no, si tal anécdota ocurrió en verdad o no, o, ay, qué habría sido de Italia si Einaudi no hubiera existido; lo único que ella quiere es sinceridad. Tema que si bien no es tratado frontalmente por la escritora, dramaturga, crítica, poeta y activista política italiana, en ninguno de los textos de Ensayos, es el tema de su propia vida.

Fragmentos extraídos de Ensayos, de Natalia Ginzburg, Lumen, 448 páginas

Ensayos reúne dos libros: Nunca me preguntes y No podemos saberlo. El primero se consigue en una vieja edición española mientras que el segundo es la primera traducción al castellano, a cargo de Flavia Company. Ensayos, en rigor, está conformado por colaboraciones que Ginzburg escribió para la prensa italiana en un período que va desde 1965, cuando era una escritora con cierto renombre en el panorama literario italiano, hasta 1990, cuando ya consolidada obtuvo una vacante de diputada por el Partido Comunista. Los temas son variados: cotidianos, como la limpieza de una casa, la larga búsqueda de conseguir un lugar donde vivir, el turismo sedentario, el uso de las palabras o la pereza. La literatura, tanto la escritura como la lectura, y el cine, sobrevuelan todos los textos vinculando un tema con el otro. Ginzburg no analiza un determinado hecho artístico –una película nueva, una novela nueva– con una mirada crítica, como ella misma afirma en otro ensayo del mencionado Las pequeñas virtudes, no tiene la cualidad “hacer cultura”. Cuando ve la película Dillinger ha muerto no está mirando el género sino la forma que tiene el cine actual de enfriar el corazón del espectador. Cuando relee Corazón siente una nostalgia extraña por una forma arcaica. Cuando piensa en la carencia de crítica italiana lo hace pensando en la ausencia moderna de la figura paterna. Su punto de vista nunca intenta imponer un gusto ni una estética. Sus argumentos derivan, naufragan en la contradicción, buscan extrañas epifanías donde conectar con el lector desde un costado emotivo, de ahí que la definición de “ensayo” que mejor se atiene a sus textos guarda poca relación con la exposición (e imposición) de ideas, y se emparienta mucho más con una forma teatral y musical, un bosquejo; ensayo y error. Sin embargo, los ensayos de Ginzburg no están exentos de una clasificación aristotélica; sus argumentos generan una determinada afección en el lector. El argumento no está relacionado ni al tema ni a la ética sino al pathos. Su intencionalidad no es vertical sino horizontal; recuperar la lengua, en términos de Bajtin, como un medio de comunicación. De ahí, el hecho de que todos los textos estén atravesados e hilvanados por la necesidad imperativa que tiene Ginzburg de escribir en primera persona (salvo contados casos, donde paradójicamente emplea la tercera persona para distanciarse de su propia autobiografía).

Ensayos se relaciona con el mencionado libro de ensayos –más extensos– Las pequeñas virtudes, pero también traza puntos de diálogo y comparación con Léxico familiar, su novela más famosa, con la que obtuvo el premio Strega en 1963. Allí, Ginzburg construye una novela autobiográfica que desestima el contenido de la memoria en función de recrear una lengua muerta; la lengua de su familia. El argumento es volátil; sus palabras se apoyan sobre la pista de hielo de la memoria seleccionando caprichosamente detalles, situaciones y, sobre todo, términos que sus padres y hermanos usaban en el día a día. Escribir crítica es una forma de escribir sobre uno mismo, plantea Ricardo Piglia; por lo tanto, leer libros, ver películas, buscar una casa para vivir, todo está relacionado con los intereses que desarrolla una persona en distintos momentos de su vida, y cada libro elegido, cada película disfrutada, nos habla directamente de un momento distinto de nuestra historia; su propia vida como escritora e intelectual también se encuentra en juego. El uso de la primera persona no solo dota de afecto a sus observaciones sino que Ginzburg sostiene el peso de las palabras con su propio cuerpo. La primera persona hace que el distanciamiento entre la escritora y su tema se acorte hasta disolverse y fundirse; por otro lado, ese uso exacerbado del yo está intensamente relacionado con la renovación literaria que Ginzburg llevó a cabo junto con Calvino, Pavese y en distinta medida, Pasolini, en la literatura italiana de posguerra.

El neorrealismo italiano encontró en la narrativa norteamericana, sobre todo en Hemingway, una lengua acorde para describir la nueva realidad de posguerra. La literatura de Ginzburg no solo se atiene a esas “normas” neorrealistas, sino que desarrolló una forma de escribir acorde a una manera de redescubrir la realidad. Así como las confinadas a prisión redescubren el ámbito doméstico una vez liberadas, Ginzburg planteó una literatura que redescubriera esos espacios domésticos tensionados entre la dinámica familiar con sus temáticas (la incomunicación entre padres e hijos, la herencias, los traumas, el detalle macabro de lo cotidiano, la abrupta incidencia del azar que destruye todo) y el entorno político (el fascismo, el miedo, los muertos políticos); trazan un camino que construye un puente colgante entre la asfixia del campo y el aire de la ciudad.

Ginzburg tampoco teme meterse en los grandes temas, abstractos, desarrollados por la sociología, la filosofía, la psicología, y lo hace sin necesidad de caer en ninguna de esas lógicas. La vejez, la muerte, la infancia, el perdón, el aborto, la religión, la política; ella trata esa clase de temas con la ventaja de quien llega siempre tarde a todo, y logra obtener de un pantallazo el panorama de sus mecanismos, y destilar con una lírica contenida en frases como la siguiente: “La vejez significa en nosotros, sobre todo, el fin del estupor. Perderemos la facultad de sorprendernos y de sorprender a los demás, y esto hará que nos adentremos de a poco en el reino del aburrimiento. No llegaremos a ser ni sabios ni serenos, además nunca hemos amado la sabiduría ni la serenidad, en cambio siempre hemos amado la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores”.

Con la facilidad de un chico para entender el misterio de las cosas sin necesidad de atajarse con palabras ajenas, Ginzburg siempre encuentra una nueva manera de ver y de entender el arbitrario mundo que nos rodea. Una vez más, no le importa manifestar una opinión, sino hablarnos directamente sobre el tema sin dar vueltas. Con precisión pero sin liviandad, con claridad pero sin simpleza, y sobre todo con sinceridad y calculada belleza. Ese léxico que termina construyendo la literatura que elegimos para nuestras vidas (si lo hemos hecho), se convierte en palabras familiares y logra ejercer sobre nosotros hasta afectarnos con la sabiduría de una madre severa, austera y generosa.

Quizás el epíteto de “madre” no contribuya a tejer laureles de prestigio literario sobre Natalia Ginzburg, más bien todo lo contrario; se convertiría en pesada, tediosa, y en algo que ella misma hubiera detestado: ser aburrida. Pero lo cierto y más sincero para decir es que sus libros crean esa influencia en nosotros; como una madre literaria a la que volvemos cuando nos peleamos con nuestros amores para encontrar una voz que nos entienda, nos hable sin reparos, nos converse sin poses ni intermediarios, de igual a igual, y entable con nosotros una conversación con palabras claras que limpien el ruido de nuestras horas.

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