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Domingo, 22 de enero de 2012

Todos los nombres

Una vida dedicada a la militancia, la literatura, la historia y la política, quizás en ese orden. Esa vida es la que recorren a lo largo de cinco entrevistas las escritoras Lilia Lardone y María Teresa Andruetto en Ribak, Reedson, Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera (Ediciones de la Flor), una aproximación a la obra de Rivera llevada a cabo entre 2005 y 2008. El resultado es una suerte de biografía conversada donde el ritmo íntimo de la charla no elude el rigor de la palabra y la memoria.

 Por Claudio Zeiger

Un hecho notable para quien haya seguido la literatura de Andrés Rivera es su ya famosa “economía de lenguaje”, un ir adelgazándose hacia el silencio y con un recurso que en la tradición de quien ha vivido gran parte de su vida leyendo, se aprendió a usar con sagacidad: el espacio en blanco. Blancos y silencios, y acumulación, y obsesiones que vuelven y repican como en una larga noche jalonada de nombres, escenas del pasado, personajes hundidos en el tiempo, que pueblan cuentos largos y novelas cortas, nouvelles y, también, estos reportajes.

De nombres y de economía, entre otras cosas, habla Rivera en Ribak, Reedson, Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera, serie de entrevistas hilvanadas en un libro que no podía ser sino breve y sustancioso. La economía de las palabras alcanza desde ya al género entrevista ejercido aquí por dos mujeres muy conocedoras de la obra de Rivera y muy interesadas en situarlo y resituarlo en la escena de la literatura argentina, desde ese lugar desplazado pero no marginal que es la plaza de Córdoba. En efecto, Lilia Lardone y María Teresa Andruetto –las dos son escritoras, las dos han incursionado en el género infantil y juvenil, las dos están evidentemente interesadas por la mirada “de campo”, como lo hacen saber en el prólogo– entrevistaron al parco Andrés entre 2005 y 2008. Las entrevistas, cinco en total, son compactas y arman un relato concreto y austero en el que no falta demasiado, aunque desde luego podría haber más. Hay algunas anécdotas, recuerdos clave de un hombre que ha vivido una vida bien servida, suficientes para dejar al descubierto las dos líneas que arman la figura de escritor de Rivera (y que los extractos de sus libros que se reproducen intercalados entre sus declaraciones, subrayan): la línea histórico-política y la autobiográfica, esta última jalonada por la militancia, la literatura, el periodismo y el trabajo de corrector. La sustancia de la literatura de Rivera es la historia, pero no la representación de la historia sino, como dicen Lardone-Andruetto, la verdad literaria que se produce al traer esa historia al presente, como si esa verdad (esquiva) fuera el resultado de un roce intenso, de un frotamiento, siempre erótico, siempre sensual, con la historia nacional.

Nombres. Nombres y más nombres. Esta “autobiografía” en espejo de Rivera está llena de nombres. Los intrincados nombres de algunas ciudades y pueblos de la historia familiar (inmigración, diáspora, realismo mágico centroeuropeo) que fueron cambiando con el tiempo y los corrimientos de fronteras: Lomza. Proskurov. Bielisky. Nombres de familia: Schatz, Físchale. Los nombres de los militantes y los inmigrantes como Malatesta, Fioravanti. Los nombres de personajes ficticios y de personajes de la historia: Rosas, Paz, Castelli, Bedoya, Raquel Ellendorf, Natalia Duval y así hasta llegar a la serie de los nombres propios: Ribak, Reedson, Rivera. Nombre verdadero (Marcos Ribak), alter ego y seudónimo.

“El precio ya salió firmado por Andrés Rivera”, señala. “Yo vivía en la calle Andrés Lamas y en aquel tiempo estaba leyendo La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. A mí me gustó mucho ese libro naturalista.” El seudónimo tenía que ver con la militancia, aunque “admito que hubiera sido muy difícil imponer un libro con mi verdadero nombre”. Luego, Reedson, el alter ego que incluso llega a morir en la ficción.

Y la “economía”, esa marca riveriana que llevó a identificar sus últimas obras con el destino de la nouvelle, con el adelgazamiento sobre todo a la luz de la novela histórica engordada, recargada de información. Según relata el escritor, su procedimiento de escritura no es un tema menor, y además de método, se trata de un motivo de cuidadoso seguimiento. “Cuando empecé, escribía en la fábrica. Si trabajaba de noche me levantaba a las diez, once de la mañana y algo escribía. La mañana siempre, aun de joven. Uno tiene mucho más energía vital como para enfrentar pocas horas de sueño, ayudado por una ansiedad de dar cuerpo a lo que se escribe. Ahora es diferente, en primer lugar, porque no tengo que trabajar. En segundo lugar, porque mi escritura se ha vuelto tan económica que no estoy muy seguro de llegar a las cien páginas. Llevo anotados los días que trabajo y las horas. Punto final 11 de marzo de 2005, de 12.25 a 13.50, es muy poco tiempo y mala hora. 12 de marzo de las 10 de la mañana a las 12 menos cuarto... eso ya estuvo mejor. El 14 de marzo empecé a las 17.30, quise probar y no hubo caso. No caminó. Voy anotando las carillas que escribo: el 11 de marzo escribí tres carillas a mano, el 12 de marzo llegué a la carilla 9, y el 14 de marzo me quedé en la carilla 9...”

Las propias entrevistas de este volumen parecen ir reflejando en paralelo este universo de nombres y pocas palabras anotadas. Pero no se trata de la parquedad de un escritor al que haya que sacarle frases o historias con tirabuzón, para nada. Rivera narra su vida y sus recuerdos. Se trata más bien de un universo literario que en su integridad y complejidad fue tendiendo a lo breve, aprendido en el rigor del adjetivo borgeano, del sustantivo despojado y el verbo simple. Contra la verbosidad, contra el barroquismo. Contra el coloquialismo confianzudo y también contra la lengua literaria. La escritura de Rivera es una de las que más han permitido reflejar la tensión, la pelea del escritor con el lenguaje. Una sospecha a veces despiadada que recae sobre el lenguaje y también sobre la realidad.

Una realidad que sea la del presente o la historia, o de la historia en el presente, es siempre sospechosa de carecer de sentido.

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