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Domingo, 22 de abril de 2012

Tan triste como ella

Dos por tres Italia ofrece una joven revelación femenina, a la manera del desencanto generacional que ya es tradición en la literatura norteamericana. Después de Melissa P, es el turno de Viola Di Grado, quien ofrece una sugerente novela de colores sombríos y un trabajo muy minucioso con el lenguaje.

 Por Violeta Gorodischer

Una chica italiana llamada Camelia emigra a Leeds, Inglaterra, junto con su familia. Su padre, periodista, muere en un accidente de autos cuando viaja con su amante. La madre enloquece al recibir la (doble) noticia y abandona el habla para siempre. Así empieza esta novela narrada por la joven Camelia, que arañando los veinte ya debe cuidar de su madre-hija en una casona gótica, mientras Leeds aparece de fondo como una ciudad apocalíptica. O como el decorado inmóvil de un invierno sin fin. Interesante apuesta de la también joven Viola Di Grado para este debut literario, que cruza tristeza post adolescente con prosa poética y un neodecadentismo más propio del siglo XXI. “Leeds es como esos tipos sádicos que restriegan un trozo de carne en las narices de su perro y después se lo comen: cuando sales a la calle ves ese sol colgado en el cielo y te sientes un poco más feliz. Piensas: ‘quizá deje de nevar’, cierras los ojos para sentir su calor, pero entretanto el sol se fue, dejando un cielo opaco y blancuzco como un muslo de pollo”, describe Camelia, inaugurando ese clima lúgubre y alucinado que se mantiene durante toda la trama. La ironía, también constante, se agradece como un respiro.

Setenta acrílico treinta lana. Viola Di Grado Emecé 237 páginas

Mientras tanto, en el cruce que la misma autora define como un “surrealismo hiperrealista”, vemos aparecer a Wen, un delicado joven chino que regentea una tienda de ropa salida de otro tiempo. Un espejismo de agua en la asfixia cotidiana de Camelia. Es que jugando entre la seducción y la histeria, Wen querrá enseñarle su idioma a la chica, fascinada por todo lo que él representa. De pronto los ideogramas chinos abren un panorama de múltiples significados superpuestos a la realidad tal y como la conocemos: son un soplo de libertad ante la tiranía de lo impuesto. El mismo soplo que se vislumbra cuando la narradora busca ropa en los tachos de basura y encuentra prendas incompletas, siempre falladas: mangas en la cola, escotes que llegan al ombligo, pantalones de tres piernas... En una crítica al dictado de la moda (los labios negros y las orejas gatunas de Di Grado sugieren que la elección trasciende al personaje) usarlas es su forma de evadir a “las fieras de Shopping”. Más lejos aún: por qué no leerlo como una metáfora de la falta (la falla) que a todos nos atraviesa. Como sea, ahí está la triste Camelia, eternamente disfrazada. Una narradora emocional y antisocial que no tiene amigos, escucha a Björk, mira películas islandesas y, por momentos, recuerda a Amélie Nothomb en la reminiscencia oriental, la mordacidad o lo siniestramente absurdo de las situaciones. Claro que, ante las comparaciones, a Di Grado se le borra la sonrisa. Más de una vez renegó públicamente de la semejanza, usando la cita del filósofo chino Zhuang Zi, referida a la imposibilidad del lenguaje para hablar de nada que no sea de nosotros mismos. La elección no es casual: Di Grado se licenció en Lenguas Orientales y también hace gala de esa sabiduría cuando justifica la escasez de palabras (“soy una anoréxica verbal”, asegura Camelia) o cuando admite el obsesivo cuidado de las frases que demora la trama en busca de oraciones efectivas. “Es algo muy taoísta”, plantea la escritora. “Las palabras conllevan convenciones y connotaciones de las que no somos conscientes. Comunicarse es básicamente imposible, porque estás verbalizando tu visión de las cosas y no cómo son realmente.” De ahí que la incomunicación ocupe un lugar central en Setenta acrílico treinta lana. Desde el diálogo exclusivamente a base de miradas que entabla Camelia con la madre, hasta su propia incapacidad para hacerse entender en inglés, el dolor inscripto en el cuerpo en forma de cortes autoinflingidos, la humillación traducida en sexo con alguien que no se desea o las letras que, a lo Boris Vian, fluyen en forma de vómitos sobre el teclado, sobre la alfombra o la calle.

Nada diremos del final del libro, y no solamente para ahorrar sorpresas: en esta novela no importa mucho qué pasa sino cómo se cuenta. Más allá de que el desenlace resulte abrupto. Más allá de que los silencios ganen relevancia. Más allá del gusto amargo o de la sensación ambigua.

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