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Sábado, 2 de marzo de 2002

Agua va

Entrevistado por un diario, Moraji Desai, primer ministro de la India, explicaba que “el secreto de su longevidad y de su energía” tenía una única fuente: “el vaso de su orina bebida cada mañana”.

Por Alejo Shapire, desde París

La Musardine es una pequeña y exquisita editorial parisina que, desde 1995, publica exclusivamente literatura erótica. La casa central, dirigida en gran parte por mujeres que rondan los treinta años, ocupa el primer piso de un edificio ubicado a pocos metros del Cementerio del Père Lachaise. La planta baja, aunque tiene un aire de sex-shop, oficia de librería. Los clientes, hay que admitirlo, son únicamente hombres de más de cuarenta. Con ojos de entendidos escrutan las cuidadas obras editadas arriba, como la Antología del coito o la Enciclopedia de la historieta erótica, cuando no buscan reediciones de los clásicos que circularon durante siglos sous le manteau (bajo cuerda). En estos días, los conocedores se detienen frente al escaparate donde brilla la tapa dorada de un elegante librito de ciento cuarenta páginas: Pluie d’or, pour une théorie liquide du plaisir. En las primeras líneas, el lector descubre la genealogía del ensayo. La mañana del 25 de agosto de 1999 había encontrado a Serge Koster en el cine mirando las primeras escenas de la película póstuma de Stanley Kubrick. Con los ojos bien abiertos, observaba cómo Alice (Nicole Kidman) orinaba sentada en el inodoro frente a la indiferente mirada de Bill (Tom Cruise), su marido. En un movimiento simultáneo, Alice se paró, se frotó mecánicamente la entrepierna con un trozo de papel higiénico, lo dejó caer en la taza y tiró la cadena. Dos horas más tarde, el film concluía cuando Alice le anunciaba a Bill qué necesitaban para salvar su deteriorada pareja: “to fuck”. “Ella se vaciaba, había que llenarla”, ató cabos un Koster extasiado. Deslumbrado por estas secuencias, que se sumaban a su erudita galería de imágenes mentales relacionadas con la orina, el escritor resolvió estudiar la relación entre el amor físico y la micción a partir de los ecos artísticos que ésta produce.
Mea culpa
Antes de pasar revista a las obras que más lo conmovieron, Serge Koster trata de comprender por qué su inofensivo entusiasmo por la rubia substancia es percibido por la sociedad como un asunto tan escabroso. Después de todo, como indica la fórmula química que abre el libro, sólo se trata de sales minerales y un poco de urea, un líquido perfectamente fresco y potable. ¿Es necesario agregar que ni siquiera engorda?
La tesis de Koster es la siguiente: “La orina, como todo lo que, físico y moral, toca la esfera genital –lugar privilegiado del deseo y del asco, funciones de la voluptuosidad y la excreción, lugar de la retención o de la incontinencia–, sugiere imágenes donde se alternan el néctar y la inmundicia, el anatema y la celebración”. Así, la perturbadora ambigüedad que supone la vecindad de los orificios con sus múltiples roles, la mezcla de aromas y sabores, explicaría en parte la aprehensión que suscita el pis. Es entendible entonces que muchos opinen que nada bueno pueda salir de esta promiscua región. Inter faeces et urinam nascimur (“Entre heces y orina nacemos”), recordaba con severidad San Agustín. Para quien abandonara su primera vocación de libertino sexual, estaba claro que la escatológica puerta de entrada al mundo no hace más que remitir a una humanidad condenada al pecado.
La represión religiosa, escandalizada frente a la superposición de las zonas urinarias y erógenas, parió un sinnúmero de oscuros preceptos morales. Aunque, al mismo tiempo, engendró conductas menos católicas. Una de las contrapartidas más elocuentes de esta censura tuvo curso del Medioevo al Renacimiento. En este período, al hombre que quisiese exorcizar su temor a la impotencia sexual, se le recomendaba vivamente “mear en el agujero de la cerradura de la iglesia donde se había casado”.
La visión culpógena de la orina está, sin embargo, lejos de ser una de las prerrogativas del catolicismo. Por un lado, la noción de infracción está presente en varias expresiones populares, de las que Koster retiene aquella de “No mear contra el viento” (enseñada por un librero argentino del barrio de St.-Germain), un dicho que advierte sobre el peligro de ir contra el orden establecido. Pero, sobre todo, el ensayista destaca que,ya en la antigüedad, esta interdicción estaba vigente, llegando a representar un verdadero tabú (“lo prohibido y lo sagrado”) que dictaba sus códigos. Hacia el siglo octavo antes de Cristo, en Los trabajos y los días, el poeta griego Hesíodo dispensaba a su hermano consejos relativos a la observancia y al respeto de los dioses. En el verso 727 podemos leer: “No mees parado, enfrentando al sol; y, desde el momento en que desaparece hasta que se levanta, acuérdate de no orinar ni sobre el camino, ni avanzando fuera del camino, ni desnudo”. Para entender esta ley helénica, Koster apela al poeta filósofo Gaston Bachelard, quien recuerda: “La protestación viril contra el sol, contra el símbolo del padre es muy conocido por los psicoanalistas”. Algo de parricidio simbólico hay en el gesto de Sartre que, parado frente a la sepultura de Chateaubriand, en Saint-Malo, decide aliviar su vejiga sobre la lápida del autor de Memorias de ultratumba.

La sonrisa vertical
El aguafuerte data de 1631. En un paisaje bucólico, Rembrandt pinta una campesina agachada que levanta su pollera con la mano izquierda por delante y con la diestra por detrás. Mientras con una mirada inquieta vigila con ansiedad el horizonte, temiendo ser importunada, la mujer hace sus necesidades (en palabras de Koster, sirve simultáneamente “el champagne y el caviar”). El título de la reproducción, conocida como “La mujer que mea” o “La mujer escondida”, forma parte de un díptico que completa “El hombre que mea”. Pero en este caso se trata de un varón arrogante y grosero que, de pie y con las piernas separadas, larga un vigoroso chorro paralelo al de su intimidada vecina. El sexo de pie y el sexo agachado, sexo fuerte y sexo débil: ¿se trata sólo de una diferencia fisiológica? En 1995, la revista Elle preguntaba a sus lectoras: “¿Qué haría usted si tuviera un pene por 24 hs?”. “Haría pis parada”, respondía una de ellas. ¿Cuestión práctica, higiénica o de “competencia vertical”?, duda Koster. La respuesta aparece quizás en boca de las feministas alemanas que, en setiembre del año 2000, impulsaron una muy seria campaña para obligar a los hombres a mear sentados, reprochándoles las salpicaduras en la periferia del retrete. Esta reivindicación puede parecer menos ridícula si, con Koster, consultamos el Dictionnaire érotique de Pierre Guiraud. En estas páginas, al tratar el tema de la orina, el autor subraya “como síntoma de envilecimiento, la ecuación establecida entre mujer y meona en el lenguaje popular”. En francés, ambas palabras funcionan como sinónimos; lo mismo ocurre si buscamos la entrada “meona” en el Diccionario de la Real Academia Española.
Imágenes del naufragio
Instrumento de la humillación y la rebeldía, símbolo de la dominación machista, la micción puede –es lo que intenta demostrar Koster– abrir un luminoso sendero hacia la felicidad.
Al no contener elementos nocivos para la salud, la ingestión de pis fue muchas veces elogiada como parte de una buena higiene de vida. Uno de los más célebres adeptos de la uroterapia fue Gandhi. Su ejemplo parece haber cundido en la clase política hindú. Entrevistado por un diario, Moraji Desai, primer ministro de la democracia más grande del mundo, explicaba que “el secreto de su longevidad y de su energía” tenía una única fuente: “el vaso de su orina bebida cada mañana”. En literatura, otro de los que salió del closet (¿o hay que decir del toilet?) fue el escritor ermitaño J. D. Salinger. Es al menos lo que pretende su hija Margaret en The dream catcher, las memorias que publicó en setiembre de 2000. Koster se pregunta si las décadas de reclusión del autor de El cazador oculto tiene alguna relación con el ascetismo del Mahatma. En todo caso, la presencia de la orina en la historia de la literatura es una constante. O, como dice Koster con el preciosismo que caracteriza su prosa: “El Verbo, encarnado, no tarda en convertirse en diluvio”. Porque para el autor, el nexo entre la escritura y el mear, entre el “pisseur d’encre” (“meador de tinta”; el castellano prefiere la versión sólida) y el fluir de la pluma es evidente,desde el Flaubert que prefiere aferrarse a su “pluma masturbatoria” mientras se abstiene de ver a su amada, al “meador de páginas” por excelencia: James Joyce, quien le escribe en 1909 a Nora: “I love your cunt not so much because it is the part I block but because it does another dirty thing” (“Me gusta tu concha no tanto porque es la parte que yo lleno, sino porque hace otra cosa sucia”). Koster podría haber citado la escena del Ulises donde aparece Leopold Bloom. Luego de comer un riñón de cordero, su plato favorito, el hombre se sienta en el inodoro y, mientras lee el periódico, se despacha con un monólogo interior en el que se mezclan comentarios sobre un artículo y descripciones del placer que le procura “sentir sus aguas fluir silenciosamente”.
Las escenas rescatadas por Koster de las páginas más húmedas de la literatura van del realismo cómico del Gargantúa de Rabelais inundando la campiña francesa, a la mirada clínica del pintor viendo orinar a su modelo en El aburrimiento de Moravia. En el medio aparecen los Ensayos de Montaigne que, aquejado por un cálculo hereditario que llevó a su padre a la tumba, se pregunta si “es preferible dejar caer el agua” o retenerla. Los poemas eróticos de Georges Bataille celebran, en La señorita de mi corazón, “el pipí sobre mi muslo desnudo” regado por la amada; sin mencionar a otros “meteorólogos del deseo” como Pierre Louys, Jean Cocteau y, por supuesto, el Marqués de Sade.
Los diarios de escritores son una inagotable fuente de testimonios de ondinismo. El 10 de junio de 1888, en el Journal de los hermanos Goncourt (donde Alphonse Daudet aparece como un insaciable coprófilo), se cita al autor de La cabrita del señor Seguin, quien refiere “la confidencia de Emile Zola quien, un día, admitía que tendría una propensión para amar la niña que oliera a pipí”.
Paul Léautaud, “que sólo exageraba a la hora de describir las dimensiones de su pene”, descubrió su gusto por “esta linda chanchada” a los sesenta años, literalmente de la mano de su chérie: Marie Dormoy. El 14 de diciembre de 1933, Léautaud anota en su Journal particulier: “Ella me deja entender en su carta del domingo pasado que, sola en su casa todo el día, había pensado en el placer que siente al hacerme hacer pis agarrándome y que había pensado en cierta combinación. Logré luego de mucho insistir que se explicara. Se trataba simplemente de masturbarse mientras yo le hacía pis encima. Tiene decididamente una agradable faceta de puta”. Sexólogos sin saberlo, Marie Dormoy y Paul Léautaud, implícitamente, señalan todos los componentes del ondinismo: “exhibicionismo, voyeurismo, fetichismo, y otros ismos que sin duda ignoro”, resume Koster.
Golden Shower
“El poder del goce de una perversión –decía Roland Barthes- sigue siendo subestimado. La ley, La Doxa, La Ciencia no quieren entender que la perversión, simplemente, hace feliz.” Hoy, en épocas de una supuesta “miseria sexual” aparejada con la banalización de la pornografía, que hace de la urofilia una oferta más del menú de los canales premium, el debate sobre la normalidad parece caduco. La explicación de Freud, según la cual hay “regresión” cuando la libido no concluye en cópula, está para Koster “impregnada de opiniones morales marcadas por la ideología de su tiempo”.
El literato prefiere el análisis del psicoanalista húngaro Sandor Ferenczi, un discípulo del vienés que propone otra tesis: “Toda la existencia intrauterina de los mamíferos superiores” podría no ser más que “una repetición de la forma de existencia acuática anterior”, mientras que “la sequía de los océanos” correspondería el nacimiento, el ser arrancado de la cómoda cuna prenatal, de donde provendría, recapitulado, reiterado, alimentado por el inconsciente, “la atracción por la regresión talasal (de Thalasa, en griego Mar), es decir la noción de un deseo de retornar al océano abandonado en los tiempos primitivos”. Esta sensación de “beatitud fetal” se cristaliza con toda su fuerza en una pintura: Dánae (1907) de Gustav Klimt. El óleo está inspirado en un episodio de la mitología griega. Dánae era hija de Acrisio, rey de Argos. El oráculo había pronosticado que el hijo de Dánae mataría a Acrisio, por lo que éste encerró a su hija en una torre de bronce. Sin embargo, Acrisio no pudo evitar que su hija fuera seducida por Zeus, quien metamorfoseado en lluvia de oro, engendró en Dánae el hijo no deseado por Acrisio. El recién nacido sería llamado Perseo. Cuando el rey conoció la noticia, encerró a su hija y a su nieto en un cofre y los arrojó al mar y fueron recogidos en la isla de Séfiros por Dictis, hermano del tirano Polidectes.
La Dánae de Klimt parece flotar en la tibia oscuridad del líquido amniótico. Es una pelirroja desnuda, acurrucada entre elegantes mantas, en posición fetal; tiene los párpados bajos, sus labios y muslos permanecen entreabiertos. Entre ellos deja penetrar el torrente dorado cargado de “simiente, amor y muerte”, tres tópicos constantes en la representación del meo. Dicho de otro modo: “Eros y Tánatos, ineludiblemente”, la imagen que propone Koster para concluir su ensayo. Porque si la orina está en boca de todos, es tal vez porque su fórmula química contiene, entre otras cosas, el secreto de todo principio y de todo fin.

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Gustav Klimt. Dánae (1907)
 
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