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Domingo, 8 de julio de 2012

Crecer de golpe

En su primera novela, Federico Falco sitúa una novela iniciática en Córdoba y en los años ochenta, con sensibilidad y un lenguaje ajustado.

 Por Damian Huergo

Es improbable que las personas recuerden su nacimiento. Ni siquiera una vida de psicoanálisis puede sacar lo que se guardó –ese día– bajo la alfombra de lo inconsciente. Sin embargo, hay una fecha de nuestras vidas, una etapa, que suele relatarse como una especie de segundo nacimiento: el tránsito de la infancia a la adolescencia, esa zona liberada del desarrollo hormonal donde se mixtura en un presente cruel el pasado y el futuro de cada individuo. En eso anda Tino, el personaje que con sólo once años empuja –por un ambiente serrano, marcado por australes, telefonía pública, pornografía en papel y otras marcas ochentosas– las historias de Cielos de Córdoba, primera novela de Federico Falco.

Es habitual comparar a los protagonistas de las novelas de iniciación con Holden Caulfield. Pero si la intención es asomarse al universo de Salinger con el espejo deforme de la crítica comparada, será en el reflejo de la inolvidable Franny Glass –a pesar de la diferencia de edad y de género– donde vamos a ver las acciones de Tino. Al igual que la antiheroína de Franny and Zooey, Tino deberá lidiar con el caos de los adultos, no desde la rebeldía o la irreverencia –como la mayoría de los chicos en la pubertad–, sino desde su madurez prematura: Tino atiende a su madre moribunda y acompaña a la vieja ciega Alcira en el hospital; habla con médicos y enfermeras; se encarga de las compras, de que haya un plato de comida caliente en la cena, y apaga las luces del Museo de Ufología cuando su padre sale de excursión tras huellas extraplanetarias. Tino, por decantación y no por decisión propia, debe actuar como el padre de sus padres. Y, mientras tanto, en soledad, a fuerza de golpes y braceadas en el río abierto, crece.

Cielos de Córdoba. Federico Falco Editorial Nudista 94 páginas

Tino, tímido, solitario, aislado de sus compañeros de escuela, tiene al silencio como banda sonora de su paso inaugural a la adultez. Con una prosa minimalista y simple, pensada más como premisa que como conclusión, Falco logra que el silencio retumbe en la historia como latidos. Así, suena en un cuarto de hospital mientras Tino observa a una chica vegetando en una cama. Silba en las noches en que espera en el cielo el rayón de una luz no identificada. Estremece en la sierra callada cuando se masturba en el río frente a una perra que protege a su cría. Respira en un patio pueblerino tras develar el iceberg de su deseo sexual aún oculto y reprimido. En esos instantes de silencio y soledad es donde Tino se define, donde empieza a construir la persona que lo aguardará en su juventud.

Cielos de Córdoba se suma a un clasicismo que parece retornar –con características regionales y no costumbristas– a cierta narrativa argentina, como sucedió recientemente con El viento que arrasa, de Selva Almada. Ambos libros tienen en común –además de tener infantes protagonistas que pugnan con padres que tienen un pie en la tierra y otro en el cielo– la elaboración de un lenguaje sin arcaísmos ni erudición. La abundancia de diálogos ayuda a reproducir una lengua natural donde la sabiduría reside en cierta espontaneidad oral y no en los golpes de efectos artificiales. Al igual que en su anterior libro de cuentos, La hora de los monos, allí aparece el mejor Falco. Es decir, cuando no busca impactar con giros intencionalmente enrarecidos y logra la empatía del lector confiando en las acciones simples para mostrar la complejidad de los personajes. Por ejemplo cuando la vieja ciega reconoce el busto de Perón sólo mediante el tacto.

En el cuento “El pelo de la virgen” Falco ya había encarado –en primera persona– el despertar sexual de un preadolescente de un modo violento, cerrado y pegajoso. En cambio, en Cielos de Córdoba, quizá por extensión, el relato asume otros riesgos, ligados más a la vida adulta que a la infancia abandonada apresuradamente. La sordidez del texto no le quita luminosidad ni ternura. Al contrario, como las cicatrices tras el paso por el quirófano, muestra en su doblez el dolor que se fue y la posibilidad de continuar.

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