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Domingo, 22 de julio de 2012

En la soledad de los campos de algodón

William Goyen nació y vivió su infancia en Trinity, un pueblo texano que nunca dejó de ser encantadoramente conservador, envuelto en el viento caliente del verano y la nube de chismes de las vecinas. Redescubierta tardíamente, la obra de Goyen se dio a conocer en Argentina mediante la publicación de La misma sangre y Angeles y hombres (La Compañía), ambos traducidos por Esther Cross, quien también tradujo varios de los textos que integran los Cuentos completos que acaban de publicarse en España, por Seix Barral. Esther Cross viajó a Trinity y reconstruyó la vida temprana de un escritor que, según se entenderá a continuación, no llegaría a ser uno de los hijos dilectos del pueblo natal.

 Por Esther Cross

Hace casi cien años, cuando Goyen era apenas un chico que soñaba con ser músico o escritor, Trinity debía ser más moderna que hoy. Era un pueblo texano y conservador de los años veinte. Ahora también es un pueblo texano y conservador de los años veinte. Caluroso y mudo, de quietud explosiva, al andarlo se entiende que los chicos hicieran planes en secreto y que uno de los proyectos de Goyen fuera irse cuando pudiera. El cartel que dice Trinity está sobre un puente impersonal que replica al puente de antes, ahora en ruinas: un esqueleto de hierro donde un celoso colgó a su mujer y el suicida de un cuento de Goyen se tira al río, seco de pura mala suerte, y termina clavado de cabeza en la arena. El pueblo tiene tres cuadras, que abarcan todo: el café Trinity, un negocio que vende al mismo tiempo playmobils y auténticas armas de fuego. Detrás de un vidrio, en plena calle, está la caja fuerte del antiguo banco. Guardaba los tesoros de la gente y hoy, expuesta en la vidriera, es el tesoro. La calle está vacía, pero una vieja brota de una esquina. Avanza con su andador. La ayuda su hija, idéntica, también vieja, con la misma cara agresiva. Un tipo con sombrero y panza ancha se baja de una 4 x 4 y se queda ahí parado, como si eso fuera todo lo que vino a hacer al centro. Hay una peluquería por cuadra. A la salida del pueblo está el Correo con su bandera confederada, y después vienen las casas con sus habitantes, que toman cerveza, afuera, y boquean, mirando fijo. “Los recuerdo, en sus sillas, en el porche, al atardecer. Sentadas en la mecedora, las mujeres hablaban de la gente. Describían y creaban, para la imaginación de los jóvenes, un mundo que era puro drama folk. La herencia de ese pueblito texano se transmitía de generación en generación por medio de sus voces.”

Pero Goyen rompió la secuencia. En vez de pasar la historia a la generación siguiente, habló sobre esas voces, describió la suma de esas generaciones, escribió libros, reveló a Trinity, la abrió al mundo. Escuchó las historias que otros oían solamente, esa mezcla de “la Biblia, la imaginación negra, la fantasía mexicana, el evangelismo del sur profundo, los campos de algodón, la ginebra, el petróleo, las vías, el aserradero” y las transformó en literatura. Desde su cama, tapado con una manta de retazos tejidos por las “mujeres hipersexuadas de la familia”, comprendía las historias que iba a escribir como retazos unidos por la imaginación, mientras repasaba mentalmente la música que no podía tocar porque su padre la consideraba cosa de chicas.

La violencia lo hechizaba. Quería escapar de “ese mundo medieval de terror”, donde vio un negro incendiándose por la calle, seguido por las bestias del Ku Klux Klan. Después iba a descubrir que “no podemos recobrarnos de nuestro lugar de origen” aunque escapemos. También iba a encontrar ese horror, extendido, en el mundo. Iba a verlo en la guerra y las ciudades. Trinity era el mundo condensado. Tuvo que irse para contarlo.

Cuando se fue, se despegó de esa voz, la oyó “como si fuera extranjera”, y entonces pudo “hacer algo con ella”. La distancia fue la condición necesaria para el acercamiento. Goyen viajó toda su vida pero siempre pensó en Trinity, como si cambiara de lugar para ver el pueblo desde distintas perspectivas. “Viví toda mi vida en esos siete años y la manera de redimir esa experiencia fue la escritura. Me pasé los primeros años de mi vida de escritor reportando el mundo de ese pueblo, triste y perdido, y fabricándolo en ficción.”

Lo fabricó realmente porque la escritura, para Goyen, transformaba al narrador y a lo que contaba. Pero no era ingenuo. Se daba cuenta de que al hablar metía el dedo en la llaga. Conocedor del carácter del pueblo –y consciente de lo que hacía–, rebautizó a Trinity y lo llamó Charity en la ficción. “Una vez descripto, deja de ser Charity o Trinity y se convierte en... bueno, Londres o Roma.” Los habitantes de Trinity no fueron tan sutiles. Cuando publicó su primera novela, su madre le retiró el saludo. “Amenazaron con demandarme o echarme del pueblo o el condado si volvía.”

Tenían sus razones. Goyen no imitó los tics pintorescos de Trinity, no calcó con palabras sus postales, que es algo que quizá le hubieran perdonado. En vez de repetir las historias que contaban, contó la historia de los que contaban, captó el alma de los forjadores de la tradición y la historia, que formaban el imaginario del pueblo. Pescó la respiración sexuada y represiva de las señoras en los porches, el secreto de la gran familia social, y la tradujo, la convirtió en escritura. Había visto y oído y había hablado. Era un testigo y cantó –sentía sus cuentos como baladas, rapsodias, temas folk–. Era un traidor. El tiempo no arregló las cosas. Hoy Goyen no integra la nómina de ciudadanos importantes del pueblo. Si una pregunta por Goyen no hay respuesta, lo desconocen.

Cuando tenía siete años, su familia se mudó a Houston, y al dejar Trinity sintió que había perdido su mundo. “Se convirtió en el mundo de mis sueños.” En el pueblo quedan los restos diurnos de ese gran sueño que fue su ficción. El esqueleto del puente, las ruinas del aserradero, las puertas mudas. Hay pueblos que se llaman Louetta y Leander, como sus personajes. Goyen se pasó toda la vida volviendo a ese lugar. Escribir no era un acto de nostalgia, tendiente al pasado, sino de redención y transformación, que apuntaba al futuro. “No creo que el río siga ahí (...) y es probable que haya pozos de petróleo y plantas químicas; por eso tengo que recordarlo y describirlo con fidelidad, de acuerdo con mis sentimientos”, dijo.

Al llegar al pueblo todo sigue igual, listo para que Goyen vuelva a escaparse. En la casa de antigüedades hay un felpudo que dice welcome aunque el negocio está cerrado. Un cartel escrito a mano en la puerta del bar anuncia que reabrirán cuando la dueña salga del hospital. Después vienen las casas vencidas, una mansión con las persianas tapiadas, chalets prefabricados, motorhomes, praderas húmedas, tractores. Se oye el sonido de una sierra y se impone la foto de un postulante a comisario. Es gordo, tiene apellido latino y nombre inglés. En la ruta, brillan las lucecitas del restaurante Rancho Viejo y los primeros murciélagos salen de cacería con las sombras de la tarde.

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Imagen: Esther Cross
 
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