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Domingo, 30 de septiembre de 2012

Soy todo oídos

A partir del próximo martes, tendrá lugar en el Museo del Libro y la Lengua de la Biblioteca Nacional (Las Heras 2555) el Coloquio sobre Delito, memoria urbana y escritura en Argentina, con distintas mesas redondas de especialistas en la materia. La ocasión, como corresponde, obedece a una efeméride estremecedora: hace cien años llegaba a su clímax criminal y era apresado el Petiso Orejudo, el más célebre de los criminales argentinos. Dos de los organizadores del evento cuentan aquí la historia del delito que cubrió cien años a partir de una figura que persistió en la memoria y las pesadillas de varias generaciones.

 Por Diego Galeano y Javier Sinay

Echenle la culpa a Juan José de Soiza Reilly. En 1933, el célebre periodista viajó a Tierra del Fuego y entró en el penal de Ushuaia para entrevistar, enviado por la revista Caras y Caretas, a varios de los presos que cumplían condena en la cárcel del fin del mundo. Soiza Reilly habló con los reos más famosos del país: con Mateo Banks, el chacarero de la ciudad de Azul que había matado a seis miembros de su familia y a dos peones para quedarse con todo; con Miguel Ernst, alias Serruchito, que se había deshecho del cadáver de su socio, Augusto Conrado Schneider, cortándolo en partes y arrojándolas a los Lagos de Palermo; con un tal Pascualín, navegante descripto como “un pirata de los canales fueguinos a quien consultan los mejores marinos”, que le contó exactamente cómo había hecho el anarquista Simón Radowitzky para convertirse en la única persona que logró escapar del presidio. Y, por supuesto, con Cayetano Santos Godino, el asesino de niños mejor conocido como Petiso Orejudo. Todo lo que rodeó a Godino tuvo ecos de drama y ópera. Por eso no es extraño que la revista Caras y Caretas se refiriera a él –en un avance de las crónicas de Soiza Reilly– como “una página triste de humanidad”.

Cuando Soiza Reilly conoció a Godino, el Orejudo tenía 36 años. Llevaba 21 años preso. Había conocido primero el reformatorio de Marcos Paz y después la Penitenciaría Nacional. Finalmente, había recalado en Ushuaia. “Tengo una enfermedad mental en la cabeza –le dijo el reo–. Me falta la memoria.” En su crónica, publicada en el número 1805 de la revista, el 6 de mayo de 1933, el periodista puso lo suyo para tapar los baches del Orejudo. El fue quien contó la historia de los dos gatitos criados por los presos más malos y asesinados a sangre fría por Godino: “Como quien rompe una astilla de madera, le quebró el espinazo”. La paliza que le dieron los demás reclusos lo dejó en el hospital durante veinte días. Echenle la culpa a él: el mito del Petiso Orejudo es incandescente.

En el año 2012 la leyenda popular que rodea a Godino sabe de los gatitos y de la golpiza, y asegura que el Orejudo no sobrevivió a esas piñas, a esas patadas. Pero en verdad el célebre asesino murió once años más tarde a causa de una úlcera. Tenía 48 años. Nunca había vuelto a salir de la prisión fueguina.

El martes 2 de octubre, el Museo del Libro y de la Lengua de la Biblioteca Nacional (ubicado en Las Heras 2555) abre sus puertas al Coloquio sobre delito, memoria urbana y escritura en la Argentina, que –para pensar la vinculación entre crimen y cultura (con foco en las narrativas del periodismo, la literatura y la producción científica)– toma como excusa los cien años transcurridos desde el auge y la caída del Petiso Orejudo, cuando en 1912 este hijo de inmigrantes calabreses concretó tres de sus cuatro asesinatos (y tres de sus siete intentos de homicidio) y resultó, finalmente, capturado por la policía. Allí se presentan el jurista Carlos Elbert, el escritor Alvaro Abós, el criminalista Raúl Torre y el psiquiatra forense Daniel Silva, en la primera mesa; y la historiadora Lila Caimari, el periodista Rodolfo Palacios, el escritor Leonel Contreras y el periodista Osvaldo Aguirre, en la segunda mesa. La obra El Petiso Orejudo, de Julio Ordano, con dirección de Adrián Cardoso, también estará presente con dos escenas.

“El Petiso Orejudo, así como Estropeado –el personaje del cuento “El niño proletario”, de Osvaldo Lamborghini– fue el blanco de todo lo que su época barajaba entre la modernidad científica y el cromagnonismo retórico”, anota María Moreno en su libro El Petiso Orejudo, publicado en la colección Memoria del Crimen por Editorial Planeta. Y sigue: “Literatura postochentista dispuesta a difundir que el puerto de Buenos Aires es la gran vagina que expulsa sobre la ciudad una inmigración bacteriana –en la cama del cocoliche sólo se podría parir un degenerado–-, sociología biologista, psiquiatría fantástica, estética policial, todo converge en ese cuerpo con orejas en pantalla que posa para los legajos policiales contra un fondo de nubes de cartón pintado, con traje marinero, un hilo en la mano o desnudo, las piernas separadas, exhibiendo un sexo elefantiásico”.

En efecto, cuando fue detenido, Godino fue sometido a todo tipo de pericias: como señala Osvaldo Aguirre en Enemigos públicos, era el delincuente con el que soñaban tantos médicos, criminólogos, periodistas y hombres de Estado. Pero pese a su paulatino olvido y a su muerte opaca, el Orejudo dejó una huella profunda en la cultura nacional. Las estrellas de la criminología teorizaron sobre él; los escritores de literatura policial (de uno de los países donde el género se practica con más vehemencia) soñaron con él; en la “prisión del fin del mundo” los turistas todavía se sacan fotos en su celda, abrazados a un muñeco de yeso en tamaño natural; y obras de teatro y largometrajes lo evocan.

El centenario de los crímenes del Petiso Orejudo (1912-2012) sirve de excusa para un debate que pretende ir más allá de las efemérides, de la redondez del número. Cayetano Santos Godino es el único criminal de la historia argentina cuyo nombré perduró, cómodamente, en la memoria popular de varias generaciones: de aquellos que lo vivieron, pero también de sus hijos, nietos y bisnietos. La gran cantidad de tinta que sobre el Petiso se gastó en los diarios, en los magazines ilustrados, en las fotografías que circularon, así como los minutos de radiofonía, de representaciones teatrales y cinematográficas: todo eso permite comprender su perseverancia en el tiempo. Pero esa perseverancia también necesita ser comprendida.

Así, la leyenda del Petiso Orejudo fue tejiéndose con los años gracias a su capacidad de sacudir los viejos temores populares sobre la figura del monstruo. Además supo activar, a través de la categoría de anormalidad, los discursos de una criminología profana, que estiró su existencia de papel de diario y radioteatro, pese al creciente descrédito científico de las ideas lombrosianas. Allí, en los intersticios de todos esos discursos, recala el mito urbano del Petiso Orejudo.

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La estatua del Petiso Orejudo en el penal de Ushuaia, una de las atracciones con las que se fotografían los turistas.
 
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