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Domingo, 16 de diciembre de 2012

Ana todavía vive aquí

Shalom Auslander, judío, neoyorquino, debuta como novelista con una corrosiva comedia protagonizada por una imposible Ana Frank, que está viva, quiere escribir la secuela de su diario y sus editores no la dejan. Una implacable cruza de Woody Allen y Lenny Bruce.

 Por Rodrigo Fresán

Ana Frank es la judía mágica: la heroína del más tremendo de los cuentos de hadas (o, mejor dicho, de brujas) con final infeliz. La santa perfecta, el símbolo inmortal, la figura intocable. O casi. Porque ya lo hizo una vez Philip Roth, en 1979, en su magistral El escritor fantasma, en la que la casi adolescente era ya una mujer sobreviviente y prisionera de su leyenda y simbolismo o, tal vez, apenas una alucinación carnal del en celo y joven Nathan Zuckerman. Y ahora vuelve a hacerlo Shalom Auslander en su debut novelístico de titulo psicótico –Esperanza: una tragedia– a la que definió como “una comedia sobre el genocidio”.

Con una atendible diferencia: mientras Roth es transgresor y traidor a su tribu, Auslander (Monsey, Nueva York, 1970) es ya un blasfemador en serie que, aquí, no toca sino manosea a Ana Frank. Alguien que se estrenó con un libro de relatos (Beware of God, 2006, donde Jehová aparecía como un pollo gigante y asesino en serie) y siguió en vena con Lamentaciones de un prepucio (fenómeno de culto en 2007, también en Blackie Books), una feroz memoir donde se autoflagelaba a la vez que ajustaba cuentas con su entorno ultraortodoxo y unos padres que, sí, decidieron bautizarlo Shalom.

¿Y qué es lo que hace Auslander con Ana Frank? Fácil y no tanto: la presenta no como a la impecable y sensible niña en el anexo sino como a una maloliente y malhablada y senil “loca en el altillo” de novela victoriana hibernando en un pueblo rural llamado Stockton, lejos de todo, pero tan cerca de su pasado inmortal, cortesía de un grupo de alemanes culposos que la importó hace décadas a los Estados Unidos.

A diferencia de sus colegas más o menos generacionales –Chabon, Langer, Safran Foer, Krauss, Bezmogis o Englander– Auslander no refunda o reforma “lo judío” sino que opta por hacerlo volar por los aires. En este sentido, Auslander no está tan cerca de Roth, pero sí pegado a Lenny Bruce o a Randy Newman. Lo suyo, así, está más cerca de la rutina incendiaria del stand-up comedian o del piano inflamable del más ácido de los entertainers no en vano autor de canciones tituladas “God’s Song (That’s Why I Love Mankind)” y “He Gives Us All His Love”. Y es esta filiación directa la que, paradójicamente, acaso sea el único reparo que se le podría hacer a Esperanza. Porque aquí Auslander sacrifica la muy lograda y funcional primera persona singular y narrativa (que tan buenos resultados le diera en Prepucio) por una tercera persona que nos separa un tanto del abrasivo Solomon Kugel. Un fugitivo de la gran ciudad –vendedor de abono orgánico– al que su psicoanalista, Jove, le ha diagnosticado el sufrir de un exceso de esperanza consecuencia de estar pensando, siempre, en las muchas súbitas y posibles y accidentales manifestaciones del espanto. Jove intenta aliviar a Kugel explicándole que él considera a Hitler el hombre más optimista del siglo XX porque “todas las mañanas se preparaba una taza de café y pensaba en cómo hacer del mundo un lugar mejor... Un pesimista jamás construiría cámaras de gas... ¿Alguna vez has oído de algo más escandalosamente optimista que la Solución Final? ¡No sólo el hecho de que pudiese existir una solución sino, además, una solución final!”.

Esperanza: una tragedia. Shalom Auslander Blackie Books 348 páginas

Pero Kugel no encuentra su arreglo definitivo. Está casado con una mujer, la novelista Bree, que sufre de bloqueo de escritor y, además, piensa que Philip Roth ha muerto. Tiene un pequeño y enfermizo hijo, Jonah, al que lo primero que le dijo, el día de su nacimiento, fue: “Lo siento”. Y soporta con entereza a una súper-madre judía y enferma terminal aún más paranoica que él y –más allá de toda realidad y evidencia, nacida luego del fin de la Segunda Guerra Mundial– absolutamente convencida de ser una sobreviviente de los campos de concentración y segura de que todo jabón era un pariente muerto. Y, a no olvidarlo, por las dudas: no son ratones, tampoco es el pirómano local. No: en el ático de Kugel está Ana Frank –“Miss Holocausto 1945... Jesús era judío, pero yo soy el Jesús Judío”– siempre al acecho, con ganas de hacer lío y empeñada en la escritura de la secuela de su best-seller mundial, aunque su editor le ha aconsejado que “siga muerta porque a nadie le interesa una Ana Frank viva. Quieren un mártir. Quieren saber que hemos tocado fondo y que las cosas mejorarán porque ya no pueden ir peor”. Kugel –cansado de las demandas de la despótica Frank– piensa en llamar a la policía para que se haga cargo de la anciana y su madre le lanza un “¿Qué pasa? ¿Acaso no encuentras el número del Dr. Mengele?”.

Y, sí, como alguna vez declaró Auslander: “De las vacas sagradas salen las mejores hamburguesas”. En este sentido, Esperanza –que en sus mejores momentos recuerda a lo más alto de Joseph Heller o de Bruce Jay Friedman– depara los mismos placeres que el mejor y más excesivo Big Mac de varias plantas. Algo que se mastica con una mezcla de culpa y placer, de eructos y risas, algo que cae pesado, pero qué importa si tarde o temprano estaremos todos muertos.

Un crítico afirmó que Esperanza: una tragedia “se lee como el tipo de película que Woody Allen ya no se atreve a filmar”.

Puede ser.

Pero, mejor, podría decirse que Esperanza: una tragedia es el tipo de película que Todd Solondz se atreverá a filmar cualquier día de éstos.

Mientras tanto y hasta entonces, allí arriba, entre sombras, apestando y tóxica, Ana Frank –“mató a seis millones de judíos y se le escapó justo ésta”, se lamenta Kugel– dice estar “cansada de toda esa mierda del Holocausto”.

Oi oi oi.

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