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Domingo, 3 de febrero de 2013

La cautiva

Hablar. Y no decir mucho. O decir demasiado. En Habla Clara, la segunda novela de la ensayista y socióloga María Pía López, la escritura remite a una lengua oral que merodea un crimen. Una mujer en cautiverio logrará reconstruir algunas de las versiones circulantes, atrapar voces y ofrecer un discurso para volverlo legible, en una línea crítica que va de Roland Barthes a David Viñas.

 Por Luciana De Mello

En El grado cero de la escritura, ese primer hermoso texto del Barthes semiólogo, se define la condición de posibilidad de la escritura en cuanto a su ubicación entre la lengua y el estilo, la lengua como un límite extremo, bien común que provee el marco de significación –donde ocurre el habla– y por otra parte el estilo, ese lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, donde se instalan de una vez por todas los grandes temas verbales de su existencia. El lugar de la escritura, entonces, es el lugar de la autonomía, que a pesar de no estar libre de condicionamientos históricos, económicos, políticos y sociales, termina transformándose en el nexo inevitable entre creación y sociedad. El habla, entonces, podría pensarse como un escalón anterior a la escritura en cuanto a su pretensión de autonomía, pero que sin embargo no puede ser aprehendida de manera consciente, no tiene, en ese sentido, los mismos lazos de responsabilidad con la sociedad que sí tiene la escritura. Habla Clara de alguna manera retoma estos problemas y aborda al lenguaje desde su opacidad, desde la inconsistencia del habla y la imposibilidad de la escritura, y lo hace a partir de la forma misma de la novela, donde se pueden contar más de una decena de narradores, entre los que no hay ninguno que se alce como jinete de la narración ni demarque algún tipo de jerarquía a la hora de ordenar la historia, que se va desplegando a pesar de las rupturas gramaticales, narrativas y léxicas que desbordan el relato.

“(...Qué soy. Unos dedos, acaso, sobre el teclado. Qué soy. Acaso unos oídos prestos a la escucha. Qué soy. Puro vacío instrumento en el que se trazan las palabras ajenas. Superficie sin fondo, soy. ¿O qué soy? ¿Otra cosa? ¿Otra que desconozco y ni siquiera intuyo? Soy la que escribe sin palabras propias, salvo estas que se hablan casi a pesar mío. Quizá lo que ahora escribo venga de otra grabación más antigua. Que ya olvidé. O la recuerdo tanto que no necesito escucharla para tipearla. Manoplas yo, orejas yo, prostituta parcial, superficie lisa. Preferiría no hacerlo. También esto alguien lo dijo y lo copio.)”

Este es el primer paréntesis que ocupa casi por completo la primera hoja de Habla Clara y que presenta, a modo de pacto de lectura, a una de las voces narradoras de esta historia, la mujer del subsuelo. Una copista haciendo el silencioso trabajo de transcribir los testimonios que los vecinos le contarán acerca de un asesinato ocurrido en un tranquilo barrio de La Plata. Su trabajo, además de escuchar, es borrar su marca en la escritura, la voz inaudible, el lugar de la falta. Dostoievski, Melville, Barthes y David Viñas narrador en este comienzo de novela que avisa desde el vamos por dónde irá, porque Habla Clara se emparenta también, ya desde el título, con Claudia conversa, donde esta puesta en escena de la crisis del narrador es además una búsqueda de esa realidad formal independiente de la lengua y del estilo, esa misma moral del lenguaje sin la que, para Barthes, no hay Literatura.

Habla Clara. María Pía López Paradiso 110 páginas

Viñas, en Claudia conversa, continúa con la deconstrucción sin escuela –al estilo barthesiano– comenzada en Cuerpo a cuerpo y llevada a una culminación en Tartabul, la última novela de Viñas, y rompe con la lógica de la enunciación delatando desde el habla –mediante el uso desbordante de frases hechas y fosilizadas– los modelos morales e intelectuales de la clase media del interior del país. Esto mismo ocurre en la segunda novela de María Pía López, donde habla y escritura se expanden sobre una trama que –aunque espesa– hace de sostén de las voces que necesitan algo de qué hablar, y en ese sentido la trama se erige más como una excusa sobre la que volcar el ensayo para una tesis que como organizadora del relato en sí.

Si barremos las voces, las reflexiones, los apuntes del subsuelo y dejamos la historia, entonces podemos recomponer la secuencia en la que un hombre mayor, con delirios místico-religiosos secuestra a una chica en Pehuajó. En la ciudad de La Plata, donde ahora viven, todos creen que el hombre es su abuelo y nadie se pregunta cómo es que la chica no va a la escuela ni sale nunca sola a la calle, y –mientras pague siempre al día– no le pedirán identificación de ningún tipo en la pensión donde el hombre alquila una habitación insuficiente. Al hombre lo matan y todo el barrio sale a declarar, ante policías y periodistas, no haber visto ni oído nunca nada raro. Y lo hacen de la misma manera, todos hablan desde el lugar común que sin embargo irá liberando, en el flemático devenir de su habla, el horror de lo que callan, de lo que esconden detrás de tanta palabra suelta. Esta habla poco clara por un lado y el habla de Clara la cautiva, por el otro, ese hablar-pensamiento de un cuerpo y una mente psíquicamente sometidos, que ha aprendido de su captor conceptos como “cósmico” o “placebos” y al que ella, atacando la norma, reproduce como “cómico” o “placenvos”. Al desconocer la norma conjuga el pasado de manera infantil e inventa palabras combinando sus sentidos, multiplicándolos como en una lengua poética. Y es que en el cautiverio tiene que guardar los recuerdos y las palabras que le eran propias, así es como hace lugar en la memoria y esconde lo que todavía es identidad. Sólo la mujer del subsuelo conoce y comprende de qué materia está hecha el alma humana: “La pequeña extranjera recuerda la lengua que mamó y la habla con nostalgia. ¿Y si nadie puede declararse no extranjero porque de ese rincón todos fuimos exiliados?”. La escriba reproduce aunque anota al margen, y en sus palabras ella escucha mucho más de lo que dicen. Su escritura se va confundiendo con el hablar de la víctima y se mantiene oculta en un universo de la palabra como puesta en riesgo, un riesgo que tal vez siempre haya que correr para que esa unión entre creación y sociedad de algún modo exista.

Cuando Caperucita preguntaba y repreguntaba, razona Clara la cautiva, ya sabía o intuía, que el lobo acechaba detrás de lo aparente.

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