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Domingo, 24 de marzo de 2013

Hecha la ley, hecho el poema

A pesar de su brevedad, Ley de vida (Ediciones En Danza) no puede leerse ni rápido ni de un tirón. En gran medida porque es la suma de una vida y una obra, un libro permanente, el que el poeta Mario Trejo labró a la par de su personaje de la noche y la lisergia beatnik. Palabra por palabra, verso a verso, todos los géneros más tenues, del haiku al aforismo, del graffiti a la consigna, tienen lugar aquí. Una voz potente que se escondió detrás de su leyenda para resurgir en el momento justo, en un futuro que no hay que confundir con la trascendencia ni la posteridad.

 Por Guillermo Saccomanno

Cuando Cortázar, en Rayuela, contaba que un personaje se había encrespado a lo Hokusai o aludía al estado de ánimo de otro definiéndolo como un arenque a la Kierkegaard, había ahí un gesto sesentista de porteñizar París. Hay una anécdota de tono cortazariano que lo pinta, en esta sintonía, a Mario Trejo: en una proyección de Hiroshima mon amour en la Facultad de Medicina se quedó, sin escrúpulos, dormido. Sin embargo, Trejo no era un desconocedor de la nouvelle vague. Perdón por la anécdota personal que viene ahora: cambiando mails, hace unos años, nos acordábamos de Anna Karenina. Trejo me escribió: Manuit chez Maud avan toute chose, sauf la belle Anna, la plus que Belle. Tu n’a rien vu Berazategui. ¿Qué tal un Merlot? Quasi un homónimo. ¿Dónde estaba yo en la segunda batalla de la Marne? Sólo lo sabe Arolas. El ingenio, digamos, aplicado con la intención de restarle almidón a lo “literario”, irle al hueso. Por ejemplo: El valium nuestro de cada día, dánosle hoy, Señor. El mismo gesto, contrariar el prestigio de lo “lírico”, recorre Ley de vida, el libro que Mario Trejo (1926/ 2012) labró a lo largo de cincuenta años. Y cuál es su sentido, puede preguntarse el lector. Apuntes diversos, todos coherentes, signos de una miscelánea privada que nunca, en lo fragmentario, pierden la noción de totalidad. Porque Trejo, ante lo efímero busca atraparlo en una frase, una ocurrencia, un destello, esas esquirlas que componen este libro tan breve como intenso, tan cortante como nervioso.

De entrada, conviene advertirlo, Ley de vida no puede leerse de un tirón. La dificultad no proviene ni de su valor testamentario (Trejo se está riendo de esto que escribo, lo sé) ni del respeto que impone una obra compuesta a lo largo de tantos años y de la admiración a la que predispone un poeta que durante toda su existencia escribió un libro único que modificaba cincelándolo en cada publicación, El uso de la palabra. El freno que Trejo obliga a quien se apure en la lectura no es gratuito. Sus textos, aun los más cortos, esos más fugaces, obligan a participar de una metafísica que articula la búsqueda de la belleza con un sentido de la existencia. Y lo que impresiona es que, en su captación de una idea, una imagen, lo que puede en ocasiones parecer un juego de palabras, una humorada, a medida que se avanza (insisto, deteniéndose, haciendo un alto reflexivo ), de pronto se tiene la sensación de que Ley de vida tiene el carácter de una “summa” existencial y poética, ambas fusionadas –existencia y poesía– en una coherencia de la que da cuenta no sólo la biografía de su autor, largamente apartado de los circuitos “profesionales” de la poesía, constituido en leyenda y reconocido como tal. Valéry le decía a Mallarmé, “de usted se habla a lo lejos de noche en voz muy baja en boliches de provincia”, registra Trejo. Y, por elevación, con esta anécdota, ilustra su caso. Más bien nos encontramos con un apartado estoico, que en su última época –y bastante antes de que la enfermedad lo arrinconara– más de uno en el ambiente literario se preguntaba si estaba vivo.

En esa marginación de la que Trejo se burlaba con sorna piadosa, había una insularidad que procedía de su exigencia. Soy pueblo, por eso el vulgo me es ajeno. Soy popular, por eso no ejerzo el populismo, anotó. Curioso fenómeno, un poeta que se sintió antes popular que elitista, se convirtió en una escritura a la que no todos accedieron y acceden. Algunos, como dije, porque ya en vida lo pensaban muerto. Otros, porque al encarar su lectura, enfrentarse a Trejo es enfrentarse a uno mismo y también a los lugares comunes de la tilinguería midcult de la poesía como cosa fina, elevadísima. Un ejemplo: “El porno evoca malamente al Reich (el único, el último): el mundo anda mal porque folla poco y mal”. Sin embargo, algunos de sus versos ya circulan míticos y se convirtieron casi en refranero: 1) “De dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo:/De la derecha cuado es diestra/ De la izquierda cuando es siniestra”. 2) “El mejor modo de esperar es ir al encuentro”. 3) “La palabra lobo no muerde, / El que muerde es el lobo.//La palabra no muerde. /El que muerde es el poeta”.

Podría seguir citando: “Dudarás de tu Padre y de tu Madre/ Del Estado y la Sociedad”. Así, blasfemo y solitario (lo uno por lo otro), pensaba Trejo. Y en su bibliografía caben, sin empujarse, ensamblados, tanto el Evangelio según Mateo como Lao Tsé, Homero y Damon Runyon. Más que lecturas, calle. Léase rante: yeca. Es decir, la poesía entendida como experiencia trascendente.

“El coño es una herida absurda”, señala. Entonces un reclamo erótico puede ser: “Voto de castidad. /Nena, sobame el Ego, de sexo hablamos luego”. Y sin perder el temple, puede acotar: “Yo tuve, yo tengo, yo tendré quién sabe cuándo y dónde. Soy un campeón que cada día lucha por el título. Yo escribo este poema. Yo ejecuto la poesía”. Como digresión y no tanto, el verbo “ejecuto” alude al asesinato o la partitura. Por qué no pensar su polisemia. Lo que puede conectar con: “Todo arte verdadero tiene como telón de fondo la muerte”. A quien le pueda parecer cáustico, Trejo le contesta: si no es cruel no es realidad. Es que Trejo no se engrupe ni se la cree: ésta es su fe. “Tributo al Gran Ciego”, titula una de sus visiones. Y a continuación escribe: “Evitó los futuros apólogos: cada obra, cada línea fue su propio, su incesante comentario”. (Y debo admitirlo, desde que empecé este libro tuve la sensación de que Trejo me miraba, por encima del hombro, compasivo y cachándome).

En “Gigante de lo breve”, Mariano Schuster, al prologar Ley de vida, establece una lista por lo menos inabarcable de antecedentes en los que podría anclarse este Trejo, un vasto historial de sentenciadores y aforistas que puede incluir a Heráclito, Diógenes, Epicuro, Lichtemberg, La Rochefoucauld, Baudelaire, Nietzsche, Chamfort, Cioran y más acá, entre otros, Baldomero Fernández Moreno, su hijo César, Antonio Porchia y Roberto Juarroz. A propósito de Lichtemberg, acá quizá conviene un subrayado: “Entre la espada de Damocles y la navaja de Occam elijo el cuchillo de Lichtemberg: carece de hoja y no tiene mango”.

El aforismo no es un género fácil. Su escritura se debate con igual peligro y felicidad entre la pavada y el facilismo canchero versus el atrapar un rayo (que sería el caso Trejo). Pero, cabe preguntarse, ¿no puede ser un aforismo el recorte de un poema, los versos que uno, lector, ha subrayado? Por qué no filiar entonces en Trejo lo que hay de súbito en un insight poético. Estas reflexiones pueden ser pertinentes a la hora de internarse en su libro póstumo.

Tentación de describir el acto de escribir, así, con este texto se abre Ley de vida. Y luego, un poema, el que le da el título al libro: “Ley de vida/ Ley de noche/ Ley de juego// Tras cartón está la muerte/ Dijo el Malevo// Ley de vida/ Ley de muerte// Ley debida/ Muerte debida”. Si éste es el comienzo, el final es dantesco. Es decir, se cierra como uno de los tres cantos de La Divina Comedia: E quindi uscimmo a rivedere le stelle. Lo que va desde la tentación primera a la definición de escribir y una ley (por qué no, una elección, una conducta) de vida al concluir con la referencia a Dante, el libro se presenta como camino recorrido, descenso y ascenso. Los aforismos son una parte importante del libro, pero están también meditaciones, poemas, dardos. Escritura de urgencia y arrebato en el que se juega no sólo una operación de la lengua sino también un cuestionamiento de su manejo, Ley de vida es paradojalmente un texto final, sin retorno y, a la vez, uno iniciático. Como si se tratara de un texto sagrado (para Trejo la poesía tenía este carácter), impone sus señales como mantras. Es preciso detenerse, avanzar despacio, volver atrás y, como lo requiere la misma escritura, ponerse a pensar. Autorretrato, confesión, enumeración de iconos personales (Duke Ellington, Charlie Mingus, por el lado del jazz), juegos de palabras que no son tan lúdicos como parecen y que se nutren fusionados en la marca de Carlitos Rimbaudelaire.

Todo arte tiene como telón de fondo la muerte, escribe Trejo. Y no se pone luctuoso sino más bien realista y sabio. No hay nada más honesto que la necesidad, afirma. Y en este sentido, su declaración remite a Rilke aconsejando al joven Kappus: No escriba a menos que sea necesario. Los fragmentos de Trejo cumplen con unción esta premisa. Run, Rabbit, run, escribe. Rápido que la muerte se acaba. Todo lo que vivimos, desde el momento en que nos reconocimos mortales, son restos de futuro. “Kill me future.” Pero esto no es todo: el libro ha llegado a su fin y uno sabe que nunca habrá de escribirlo. Entonces, epitafio: Aquí yace el que esperó toda su vida el momento perfecto.

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