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Domingo, 30 de marzo de 2003

ANIVERSARIOS

GOTICO TARDIO

Hace quince años moría Beatriz Guido, una de las figuras claves en la transformación de los escritores argentinos y, sin duda, la que más lejos llevó su doble rol de novelista y guionista.

por Alejandra Laera

“La palabra mentira, con sus connotaciones delictuosas, con su aura melodramática, respondía al gusto de Beatriz”, escribió hace unos años Edgardo Cozarinsky, recordando gozosamente a Beatriz Guido. El acierto de la frase radica en que, además de describir un tono y un estilo, define un personaje. Porque las fabulaciones de la escritora, con sus historias y sus jóvenes protagonistas, empezaban en la propia construcción del personaje Beatriz Guido. Construcción retrospectiva, por cierto, en la que la hija de Angel Guido, el creador del Monumento a la Bandera, y de Bertha Eirin, una actriz uruguaya que dejó los escenarios para instalarse en Rosario con su marido, asombraba una y otra vez a los amigos de la familia. Fue ella misma quien hizo famosas sus anécdotas de la niñez recitándole de memoria sus versos a Leopoldo Lugones, escandalizando a Gabriela Mistral por su afición a las noticias policiales o alarmando a Ricardo Rojas por su nacionalismo precoz y delirante. Tal era su tendencia a la fabulación que cuando tuvo que datar su vocación le puso un origen infantil y novelesco: la edad de cuatro años, cuando inventó su primera mentira.
De allí en más, y hasta el momento en que publica su primera novela, se acumulan todos los episodios de iniciación: el viaje a Roma para estudiar filosofía, un par de libros olvidados, un matrimonio pasajero. La culminación de esa etapa la marcan dos acontecimientos cruciales: el encuentro decisivo con Leopoldo Torre Nilsson, con quien formó una de las parejas más famosas del ambiente intelectual, y el premio Emecé ganado en 1954 con esa primera novela, La casa del ángel, que la condujo directamente al éxito.
A partir de allí, el delito y el melodrama, esas riesgosas aristas de la mentira, se reconvierten en el campo de la ficción y son el sustrato de casi todos los tópicos de la literatura de Beatriz Guido: la casa y los espacios prohibidos, el cuerpo y la pérdida de la inocencia, la caída de una clase social o la decadencia de una tradición. Sustentan, por ejemplo, la ambigüedad del deseo y la violación de Ana en La casa del ángel, la inocente perversión infantil y la ubicuidad moral de La caída (1956), la venganza como entrega ciega de los ideales y los cuerpos en Fin de fiesta (1958). Un universo que parecía seguro y estable hasta que la mirada adolescente vuelve a posarse sobre él. A través de esa mirada, las luces de la naturaleza terminan cediendo frente a las sombras de las mansiones urbanas, la protección de los mayores se convierte en disciplinamiento y la inocencia pudorosa se revela como vergüenza ante la superficie desnuda de la piel.
En ese universo redescubierto, el delito y el melodrama configuran una suerte de gótico novelesco que sirve para procesar una nueva sensibilidad. Leída desde lo gótico, la ficción de Beatriz Guido es más que la representación de la crisis de valores producida entre los años ‘30 con el fracaso de la ética republicana de un Lisandro de la Torre y los ‘50 con la revitalización del caudillismo provocada por el peronismo. O sea: es más que la clave oligárquico-familiar en la que se desteje la política conservadora narrada entre Fin de fiesta y El incendio y las vísperas (1964). Es que la gran fabulación de Beatriz Guido no está en las ensoñaciones de sus protagonistas sino en su modo idealizado de imaginar la clase alta, pero también el republicanismo de los años ‘30.
Por eso, si bien es cierto que la crítica a los valores tradicionales no supera el plano de la moral y las costumbres, también es cierto que de allí surge esa nueva sensibilidad que venía aflorando en las últimas décadas y que la novela recoge, ahora, por primera vez. Leída desde el gótico, entonces, la ficción de Beatriz Guido, de La casa del ángel a Piedra libre (1976), cifra esa nueva sensibilidad en un erotismo que nace en el encuentro de lo deseado y lo prohibido: en las puertas cerradas o la posesión de la tierra, en las estatuas desnudas o los disfraces decarnaval. Esa sensibilidad de lo femenino —es decir, de ese pasaje adolescente en el que los ritos de iniciación diferencian lo femenino para siempre— pasa por el tamiz gótico para resultar en un erotismo que, en pleno flirt con lo siniestro, admite la convivencia de los ángeles y las mortajas, los niños y los locos, las tres gracias y los pecados de la carne. Ese erotismo es el que condena a Ana en La casa del ángel, el que enceguece a Albertina en La caída, el que no puede comprender Adolfo al observar a Mariana en Fin de fiesta, el que podría redimir a Inés en El incendio y las vísperas.
Hecho de murmullos y de elipsis, ese universo, sin embargo, fue fabulado, casi por entero, en el barullo de los sets de filmación. Porque si el personaje Beatriz Guido se construyó en los contornos de la mentira, la escritora lo hizo en el ambiente de los estudios donde Torre Nilsson filmaba sus películas. Vale decir: con Beatriz Guido, y más allá del juicio crítico que merezca su literatura, aparece una nueva figura de escritor en la Argentina. Se trata de aquella que componía febrilmente sus novelas en los sets, que inventaba sus historias pensando en su posterior adaptación al cine, que reescribía los diálogos de sus ficciones en su función de guionista. En ese sentido, la dupla Guido-Torre Nilsson no fue fundamental solamente en el campo cinematográfico. En el campo de la literatura, su importancia está en que Guido se convirtió, a la vez, en una novelista del set y en una guionista profesional.
Por eso mismo, de ese tipo de escritor surgido en los años ‘50 que participó sistemáticamente del mundo del cine, y entre los que se contaron figuras tan disímiles como David Viñas, Augusto Roa Bastos y Marco Denevi, la trayectoria de Guido se recorta no únicamente por su coherencia de estilo sino porque nunca abandonó ese rol. De hecho, después de la adaptación de La casa del ángel en 1956, fueron filmados casi veinte guiones suyos, de los cuales más de la mitad se basó en sus propias novelas o relatos. Además de la colaboración sostenida con Torre Nilsson, que termina con el estreno de la censurada Piedra libre a fines del ‘76 y tiene en la adaptación del relato “La mano en la trampa” uno de sus mayores hallazgos, Beatriz Guido filmó en los ‘60 con Fernando Ayala y, ya en la década del ‘80 y con resultados muy desparejos, con directores como Nicolás Sarquis o Manuel Antín. Pero si en algún momento se creyó que el cine pudo haberla apartado de la literatura, ella lo negó; por el contrario, en más de una ocasión insistió en que gracias a él logró visualizar mejor las escenas de sus novelas y perfeccionar los diálogos entre sus personajes.
A quince años de su muerte, ocurrida en marzo de 1988, mientras cumplía funciones diplomáticas en España, Beatriz Guido debe de estar incómoda en su tumba. Después de una vida agitada, mundana y por momentos snob, prefiriría ver su féretro, al estilo de sus ficciones novelescas, adornando las imponentes escalinatas de algún edificio barroco o sorprendiendo a los curiosos en el sombrío templete de un jardín. Allí estaría pergeñando su última fabulación. Una fabulación que, acaso, sólo resignaría para cumplir su mayor deseo: “Querría que hubiera ataúdes dobles, como camas matrimoniales”.

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