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Domingo, 6 de abril de 2003

T. C. BOYLE Y LA GRAN NOVELA HIPPIE AMERICANA

PAZ Y HORROR

La última novela de T. C. Boyle, Drop City, vuelve su mirada hacia los tiempos heroicos del hippismo, cuando la búsqueda de un mundo mejor formaba parte de la mochila de todo joven californiano.

 Por Rodrigo Fresán

La nueva novela del norteamericano T. C. Boyle (nacido como Thomas John Boyle en Nueva York, 1949, después editado como T. Coraghessan Boyle y, ahora, simplemente como T. C. Boyle) demuestra claramente sus intenciones desde sus dos epígrafes. El primero de ellos pertenece al adorador de los espacios abiertos Henry David Thoreau; el segundo es de Jim “The Doors” Morrison. Y está todo dicho: Drop City –novela número nueve de Boyle y tal vez la mejor de todas– es una ambiciosa saga naturalista y hippie narrando el auge, caída y decadencia de una comuna californiana. Hay que pensar en la Drop City de Boyle como la contracara casi documental y realista de la Vineland de Thomas Pynchon: aquí se narra el fracaso de la utopía mientras que allá se narraba el triunfo de la entropía.
Boyle –novelista extraño, compuesto por partes iguales de Robertson Davies y Robert Coover, alguna vez alumno de John Cheever y John Irving en la Iowa University– fue definido por Lorrie Moore como “una Flannery O’Connor sin iglesia pero con televisión”. Y en Drop City la antena de Boyle vuelve a emitir una nueva variación sobre su aria de costumbre: el ascenso en busca de la gracia y la caída en desgracia al ritmo del latido del corazón de las tinieblas. Pero en estas casi quinientas páginas libres de toda intensión satírica y prisioneras de una intensidad crítica –igual procedimiento utilizó Boyle en su reciente aproximación al mundo de los ecologistas radicales, Un amigo de la tierra– el asunto aparece mucho más vívido y feroz que en libros anteriores. Así, cuando los melenudos habitantes de Drop City se ven obligados a buscar nuevo santuario en Alaska y colisionan con los habitantes del pueblito fronterizo de Boynton, la batalla entre leoninos pioneros como Sess Harder y acuarianos vagabundos como Ronnie “Pan” Sommers –batalla tan unplugged como eléctrica– está servida y ya a nadie se le ocurre proclamar eso de “haz el amor y no la guerra”.

Espacios abiertos, lugares cerrados
Drop City no es la primera oportunidad en la que Boyle investiga con fervor dickensiano la vida sectaria y la existencia alternativa. Ahí están las familias en conflicto de El fin del mundo; los cultivadores de marihuana de Budding Prospects; los extranjeros profesionales y los inmigrantes amateurs de Oriente, Oriente y The Tortilla Curtain; los inventores y adelantados psicópatas en El balneario de Battle Creek, Encierro Riven Rock y Música acuática. A Boyle parecen gustarle las novelas masivas –en todos los sentidos del adjetivo– y tal vez por eso no vacila a la hora de justificarse: “Si uno es un artista ambicioso como yo, ¿por qué no voy a ser mesiánico?, ¿por qué no voy a intentar ser Tolstoi?” Sí, hay algo inequívocamente tolstoiano en la obra de Boyle, y ese algo está más que nunca presente en Drop City. Esa vocación tan novelística del fresco social como telón perfecto –en ese sentido, más allá de su look tan freak, Boyle es más hijo de Sinclair Lewis y Theodore Dreiser que primo de William Gibson o hermano de David Foster Wallace– contra el cual proyectar las conductas privadas, una moraleja final donde la unión no hace la fuerza sino la debilidad, y el descubrimiento de que free love arrastra cadenas invisibles pero no por eso menos pesadas. En este sentido, todas las ficciones de Boyle son la aproximación más noble e interesante a ese animal raro y difícil: la novela histórico-política contemporánea. Eso que buscaba y encontraba Tolstoi en sus días. Y, ya que estamos, pensemos en el iluminado Tolstoi de los últimos años como en uno de los primeros hippies dispuesto a revolucionar el mundo desde su Shangri-La, su Xanadú, su Yasnaya Polyana.

La biblioteca de humo
Boyle afirma que “la mayoría de la gente malinterpreta lo que yo digo porque lo digo muy serio aunque la mitad de mis palabras sean ridiculeces. Después de todo, Jesucristo es mi modelo a seguir”. Y si Drop City parece reclamar sin gran dificultad el título de “Great American Hippie Novel”, cabe preguntarse cuáles fueron los materiales literarios que nutrieron a los fieles superstars de entonces. Hay biblias inevitables y anteriores al Big Ying-Yang donde ya se predica la magia del viaje peligroso y el Camino de Oriente –como El filo de la navaja de Somerset Maugham, Siddartha de Herman Hesse y El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien– que fueron rápidamente adoptadas por los jóvenes de ayer como manuales de instrucciones cuya lectura debía ser compaginada con la de firmas como Joseph Heller, Kurt Vonnegut, Ken Kesey y Richard Brautigan.
Muchos de estos nombres aparecen en el recién editado The Portable Sixties Reader a cargo de la especialista beatnik Ann Charters: una antología de seiscientas páginas donde se remontan fuentes y se rastrean estantes habitados por sacerdotes y sacerdotisas tan variados como Norman Mailer, Susan Sontag, Malcolm X, Sylvia Plath, Lenny Bruce y, por supuesto, monos y estéreos donde sonaban Bob Dylan y Country Joe McDonald, porque es tanto más fácil oír que leer mientras se flota.
Se supone que era un mundo mejor o, por lo menos, más inspirado y lo suficientemente poderoso como para perpetuarse en el eco de la New Age y la antiglobalización fashion. Lo que no evita la atendible paradoja que el redescubrimiento de sus ruinas –tanto en Drop City y en Vineland como en esas novelas protagonizadas por los hijos de Woodstock estilo Shampoo Planet de Douglas Coupland o S. de John Updike o El circo invisible de Jennifer Egan o La playa de Alex Garland– nunca resulte un paisaje demasiado agradable y produzca la triste sensación de que si bien Drop City o Vineland no se hicieron en un día es más que probable que se hayan deshecho en cuestión de segundos.

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