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Domingo, 29 de diciembre de 2013

LA CASA DEL SER

Volver a Medellín para restaurar una vieja casa de la infancia. Con ese hilo narrativo, Fernando Vallejo arremete contra todo una vez más en Casablanca la bella, y como siempre, logra destellos de genialidad literaria aun en medio de un proyecto que parece agotado en su repetición incesante.

 Por Sebastián Basualdo

“Si como dicen la luz viaja (cosa que dudo), y a trescientos mil kilómetros por segundo (cosa que también), el Sol que estoy viendo en este instante no es el actual sino el de hace ocho minutos, que es lo que tardó la luz en llegarme. Pero es que en esta situación hay dos: el Sol y yo. En cambio si en mi telescopio de Ojo de Aguila veo el Universo de despuesito del Big Bang, ahí no hay dos sino uno, yo por partida doble: el que ve y el que fui”, dice el narrador de Casablanca la bella, y es justamente a partir de esta especie de extrapolación donde el escritor colombiano Fernando Vallejo asume nuevamente su voz, la primera persona que por encima del artificio literario encarna una manera particular de ver y representar el mundo, tan filosa como recalcitrante. Incomoda por momentos, Fernando Vallejo. Es cierto. ¿Un francotirador de provocaciones? Sólo si se lo escucha de una manera liviana. No hay impostura ni mucho menos una pose: ningún material para ese basamento dura diez novelas, sin contar las biografías y sus ensayos. La sinceridad siempre carga con el reflejo de la crueldad y la sospecha. “¡Al carajo con la tiara, que santo es más que papa! Yo soy más que vos, Bergoglio. A mí en Antioquia me rezan. ¿A vos dónde? En Argentina no valés un Maradona, el cocainómano castrista que puso a Dios a meter un gol con la mano. Argentinos tramposos, ladrones, se robaron los fondos de pensiones de los viejitos italianos. Se afanan lo que pueden, lo que agarran. Desde un mundial de fútbol hasta un cónclave.” La sinceridad, queda dicho; no la verdad. Las mentiras del arte son su verdad, como dijo un escritor. Sin reparar mucho en algunos lapsus de verborragia disfrazada de ira como una boleadora suelta en medio de un descampado, cuando en Casablanca la bella se narra una historia, cuando se pone en funcionamiento la maquinaria imaginativa, surge nuevamente ese escritor genial de La Virgen de los sicarios, prosa mordaz, de un ritmo electrizante, frenética, rigurosa y veloz como un par de patines puestos a andar sobre hielo; nada desentona en esa voz violenta y lúcida en función del hombre personaje que reflexiona sobre los puntos más álgidos de la hipocresía social. “Definición de puta: ‘Mujer que hace ganancia de su cuerpo, entregada vilmente al vicio de la lujuria’. Y yo os pregunto, señorías: Una mujer que vende un riñón para darles comida a sus hijos, ¿hace también ‘ganancia de su cuerpo’? ¿Y ‘vicio de la lujuria’? ¿Qué lujuria, por Dios, puede haber en una mujer que se acuesta con un barrigón patizambo, boquituerto, hexadáctilo, de pene escaso, puntiagudo y rojizo?”

Casablanca la bella. Fernando Vallejo Alfaguara 185 páginas

Todo acto individual, todo modo de pensar individual, hace temblar. Fernando Vallejo mueve los cimientos de la casa. La palabra es la casa del ser, decía Heidegger. El concepto y la metáfora valen por partida doble al pensar en Casablanca la bella. “O sí, yo, el dueño de Casablanca. Porque han de saber que la compré. A ciegas, desde México la compré, dándole poder a un abogado y sin la menor idea de qué había adentro. En cuanto a mi infancia, me la pasé viendo a Casablanca desde el balcón de mi casa, la de enfrente, donde nací, la de mis padres, una casona boscosa que se hizo célebre por el homicidio que allí ocurrió, voluntario o involuntario, culposo o no, Dios sabrá, de uno de mis hermanos (veinte) muerto a manos de otro (dejándome diecinueve). Para no confundir la casona de mi niñez con Casablanca, llamaré a aquélla Casaloca. Sí, mal que les pese a mis padres, que en el infierno estén, ‘Casaloca’ un manicomio del que me fui a los once años, comienzo de mi vida pública con un hatillo terciado al hombro en el que había empacado mi escasa ropa, dando un portazo que hizo cimbrar la calle y que remaché con un solemne ‘Adiós, hijoeputas’, salí al camino, a torear el mundo y sus pederastas.” Naturalmente, dialogando con sus libros anteriores y sobre todo con El desbarrancadero, la novela gira alrededor de la compra y restauración de una casa situada en el barrio Laureles, en Medellín. Pero Casablanca es algo más que una casa en el proyecto final de su nuevo propietario; regresar a Colombia luego de años de vivir en México tiene algo de cierre y cuentas a saldar en los recodos laberínticos de la memoria. La compra de los materiales para su restauración asume la dimensión de un rito: salir a la calle, recorrer los barrios, los centros comerciales, es poner a la ciudad de Medellín en una vidriera, bajo la lupa de una conciencia crítica y alucinatoria; porque también hay lugar para el delirio en Casablanca la bella, un ir y venir a los temas recurrentes de Fernando Vallejo: la violencia en la moral, la política, la ciencia, la tecnología, los medios de comunicación. Prácticamente no hay paradigma que se mantenga en pie o no sea objeto de ridiculización con ironía y humor negro. Sin embargo, no deja de haber también cierta pureza en la mirada pesimista de esa devastación, de ese lenguaje que todo lo corroe; de algún modo, el autor de El fuego secreto se las arregla para dejar incólume una zona donde podría salvarse algo de la mirada adánica que tiene todo niño. “No puedo dormir. ¡Qué noche negra! Sufriendo como un condenado a la víspera de su ejecución, esperando el amanecer en el corredor de la Muerte. Pero al revés. Soy un condenado a la vida. Amanece, se me ilumina el alma, se están disipando las tinieblas. Buenos días, señor Sol.” Surgiendo entre los escombros de las palabras se erige Casablanca la bella: la inauguración tiene una fecha muy precisa y sus invitados van colmando una lista extensa de nombres que ya están muertos, o acaso todavía vivos mientras exista un hombre que pueda recordarlos para ajusticiarlos con una palabra.

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