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Domingo, 16 de febrero de 2014

VOLVER A BORGES, CON BORGES

Los cuentos de Fernando Alfón interpelan varios fantasmas que sobrevolaron la literatura argentina con piezas breves, fantásticas y originales, algunas alegorías y otros tantos dibujos.

 Por Fernando Krapp

Para los escritores nacidos de la década del setenta hacia acá, la pregunta sobre cómo escribir después de Borges no parece tener demasiado peso. No porque haya habido ya alguna respuesta (y probablemente no la vaya a haber en años), sino porque quizá muchos evadieron la envergadura de plantearse el cuestionamiento al ubicarse en un sector paralelo para buscar algunas formas que no tuvieran mucho que ver con la problemática borgeana. De algún modo, Carver (y el realismo sucio norteamericano) tuvo un considerable impacto en la narrativa de los noventa, seguramente la forma que mejor se acopló al contexto, así como ciertos géneros menores olvidados (el terror por caso, incluso el fantasy) fueron y están siendo reafirmados y reformulados por numerosos autores noveles. Por esa misma razón, sorprende Cuentos que caben en el umbral. Fernando Alfón, escritor platense, docente universitario nacido en 1975, retoma aquella duda existencial ineludible para una generación que comenzó a publicar en la década de los sesenta y setenta, pero no lo hace en función de evadirla o de buscar un territorio nuevo, sino que parece asegurar y replantear la pregunta de un modo retórico: la única manera de escribir después de Borges es, justamente, desde el propio Borges. Cuentos que caben en el umbral toma para sí los grandes temas borgeanos: los sueños, las genealogías, los laberintos, los dobles. Y lo hace también desde los mismos procedimientos; las genealogías, las mitologías apócrifas, la invención del pasado, las formas breves, las fábulas, el cuento clásico. Alfón toma todos estos elementos pero a la prosa límpida y clara le da por momentos una impronta oral, como si los cantares de gesta o las fábulas chinas fueran escritos con la voz rasposa de un cantor de tango. La estructura de estos cuentos responde a una lógica interna cuyo significado se puede percibir en los dibujos que acompañan a las solapas separadoras: al principio, un barco anclado sobre la tierra para separar el prólogo, el comienzo de un viaje estático, inmóvil. La primera parte corresponde al dibujo de un bosque, en ella sus relatos breves hablan de islas desiertas, de descubrimientos, de sueños con persecuciones salvajes; los relatos parecen perseguir el tema del origen de las cosas y los descubrimientos (no es casual que casi todos esos relatos hablen de hallazgos marítimos). En la segunda parte, el dibujo es un castillo donde antes estaba el bosque. Los relatos se relacionan con estructuras familiares, tríadas y variaciones sobre temas kafkianos. El dibujo de la tercera complejiza todo: el castillo se convierte en un laberinto. Aquella aventura iniciada en los primeros relatos comienza a tener un tinte refractario; los espejos, los reflejos improbables, las claves ocultas de los sueños. Como en El hacedor, la forma de los cuentos de Alfón reclama dentro de sí una lógica que sólo puede encontrarse por fuera del relato, pero que en esa carencia está justamente su valor, llamémoslo, universal. Y al igual, también, que en los grandes escritores borgeanos, Italo Calvino o George Perec, Alfón señala que la aventura de buscar puntos de contactos que atraviesen horizontalmente el texto como nodos interconectados, que puedan pasar de China a Moreno, de la India a La Plata, de personajes inventados a emperadores orientales, no deja de ser una aventura literaria, una forma de concebir el origen de las cosas desde el núcleo mismo de la invención. No por nada, el último dibujo de la solapa final es un lagarto que se come al laberinto, donde antes había un castillo, donde antes había un bosque, donde antes había un barco.

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