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Domingo, 27 de abril de 2014

OLOR A GLORIA URBANA

Oscilando entre el megabestseller y las novelas en las que funde documento periodístico y narrativa de calidad, Arturo Pérez-Reverte siempre se las ingenia para ser interesante, política y literariamente. En El francotirador paciente se sumerge en el mundo de los graffiteros de la calle, otra vez entre el testimonio y el gran arte, entre lo bajo y lo alto de la alta cultura con la consigna de que “si es legal, no es graffiti”.

 Por Juan Pablo Bertazza

Una forma de insinuar la figura en el tapiz del último libro de Arturo Pérez-Reverte sería la siguiente: una novela sobre el graffiti, escrita en el interior del universo de una de las expresiones artísticas más anárquicas que quedan por parte de un miembro de la Real Academia Española, que ocupa el sillón T de la venerable institución desde el año 2003. Sin embargo, esto también sería insuficiente. Ya en la década del ‘90, Arturo Pérez-Reverte tenía un programa nocturno de radio llamado La ley de la calle, donde daba voz a marginales de toda índole y diversos ámbitos, un programa de culto que terminó cerrando sin muchas explicaciones el director de la radio nacional española, Jordi García Candau, a quien Pérez-Reverte terminaría deseando, literalmente, que “os den morcilla”.

Por todo eso, la última novela de Pérez-Reverte no implica una novedad sino más bien un gran transformador que cataliza y actualiza parte de su obra narrativa y trae a cuento gran parte de su pasado: su experiencia como corresponsal de guerra en conflictos como la guerra del Golfo, el Líbano y hasta la guerra de Malvinas (plasmada luego en su libro Territorio comanche), y la escritura, por ejemplo, de La reina del sur acerca de la narcotraficante Teresa Mendoza, para lo cual el escritor español vivió una temporada en el infierno del cartel de Sinaloa.

En todo caso, lo más interesante de El francotirador paciente, la novela en cuestión, es su imperturbable ambigüedad, su falta de definición ante la legitimidad o no (a esta altura obsoleta, por supuesto) del arte del graffiti, un arte callejero, urgente y salvaje, que opone su autenticidad a la estéril arbitrariedad de las galerías de arte: “...olía a pintura fresca, a escritura en condiciones. Para ellos, el mejor olor del mundo. Olor a gloria urbana, a libertad ilegal, a fama dentro del anonimato”.

Más que una apología del graffiti, El francotirador paciente constituye, con su oxímoron del título y todo, una violenta paliza contra el arte convencional, una propuesta muy semejante a la de la última novela de Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, que lo hizo merecedor del Premio Goncourt, y donde Jed Martin, un mediocre pintor y fotógrafo, se convertía en un aclamado artista gracias a su obsesión por los mapas Michelin y un imprevisible golpe de suerte.

“El arte sólo existe para despertarnos los sentidos y la inteligencia, el arte no es un producto sino una actividad, un paseo por la calle es más excitante que cualquier obra maestra”, dice Sniper, protagonista de esta novela a quien Pérez-Reverte ubica entre Banksy y Salman Rushdie, un graffitero madrileño tan célebre como mítico que a manera de hormonas sintéticas, alimenta artificialmente su obra con una multitud de enigmas: los pocos que pudieron verle la cara mantienen con él una lealtad absoluta, aunque alguno sospeche un poco de las verdaderas intenciones artísticas de este artista, terrorista según algunos que, cuanto más parece incrementarse el interés y, por supuesto el valor de sus obras, más se repliega sobre sí mismo.

El francotirador paciente. Arturo Pérez-Reverte Alfaguara 302 páginas

Claro que, a lo largo de su combativo itinerario artístico, Sniper no sólo va acumulando aerosol, códigos urbanos, aplausos manchados de pintura y lugares imposibles para estampar su inconfundible firma –pozos, terrazas, vagones de tren y de subte– sino también algunos incidentes por lo menos sospechosos que incluyen la ¿muerte? del hijo de un millonario dispuesto a todo con tal de atraparlo y arrancarle la máscara de su célebre anonimato.

Al igual que sucedía en La reina del sur (cuya versión de novela, pese a no gozar de buen rating en Canal 9, fue el puntapié inicial para el auge de la temática narconovelística en nuestro país), alguien se propone trascender todos los obstáculos para encontrar, como sea, a un personaje que se confunde con su propia leyenda.

En La reina del sur era el propio Pérez-Reverte quien accedía luego de mucho esfuerzo a Teresa Mendoza para encararla y plantearle que le quedaban dudas acerca de un episodio fundamental de su vida. En El francotirador paciente será Alejandra Varela, una especialista en arte urbano con algunos aires de Lisbeth Salander, quien aborde la misión imposible de dar con el paradero de Sniper, en primer lugar, y luego convencerlo de participar en un muy jugoso proyecto editorial, algo que entra en franca colisión con su inclaudicable bandera artística, que reza “Si es legal, no es graffiti”.

En cuanto a su calidad literaria, El francotirador paciente podría ubicarse entre el tono comercial de El capitán Alatriste, megabestseller con versión cinematográfica protagonizada por Viggo Mortensen que consagró a su autor y lo convirtió en el escritor español más leído del mundo, y la notable La reina del sur, cuyo importante valor documental queda incluso relegado por la calidad literaria del libro.

Con algunos problemas menores (da la impresión de que la novela terminó de escribirse en forma abrupta y la conducta de Sniper se vuelve, por momentos, bastante inverosímil), lo más sólido de El francotirador paciente es, paradójicamente, la sensación de incertidumbre que deja el libro, no ya sólo en aspectos relacionados con el mercado del arte y el arte del graffiti sino directamente acerca de lo que significa el ser humano: lo que implica conocer a una persona o, mejor dicho, el hecho de nunca terminar de conocerla. Algo que explicó el propio Pérez-Reverte en una de sus columnas periodísticas acerca de la guerra de Malvinas, en referencia al trato cordial que le dispensaban mucho de los militares que, se enteraría luego, escondían tras esa amabilidad su condición de crueles torturadores: “... en la vida el malo no lleva la M de malo puesta en la frente”.

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