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Domingo, 14 de junio de 2015

TODO SOBRE MI MADRE

Cuando desde el Equipo Argentino de Antropología Forense le avisaron que habían hallado los restos óseos de su madre, secuestrada y desaparecida en 1976, Marta Dillon pudo empezar a cerrar la historia de su vida y, en un mismo movimiento, abrirla al tiempo de la memoria y la escritura. Ese recorrido cristalizó finalmente en Aparecida, una extraordinaria “memoir” que, apelando a recursos narrativos de ficción, logra recrear al gran personaje de Marta Taboada, una abogada y militante de los años ’70, a partir tanto de su ausencia como de los tenues retazos del recuerdo. Un relato diferente sobre una época y sus ideales que son revividos, a pesar de las críticas, con amor y compasión.

 Por Claudio Zeiger

Es curioso que quien transita por los caminos de la autobiografía, la crónica, el diario íntimo, el periodismo, las memorias, termine desembocando con tanta naturalidad en la literatura, decantando en una narrativa en la que como se suele decir en forma de cliché (los clichés no dejan de ser verdaderos aunque estén gastados) “la realidad supera a la ficción”. Pero que, justamente por eso, por esos excesos de lo real, necesita finalmente tomar distancia de los géneros más preciados para contar la realidad. Esos caminos que recorrió Marta Dillon en libros como Vivir con virus (sobre la cotidianidad del HIV) o Corazones cautivos (historias de mujeres presas) y por qué no en la biografía de Carrió, Santa Lilita (que Dillon gallardamente no borra de su curriculum), se retoman en esta otra historia donde se cuenta el reencuentro de Marta con su madre desaparecida a partir de la recuperación de sus restos. Pero la diferencia, notable, estremecedora, no tiene que ver con lo que lógicamente se presupone a priori –la imbatible fuerza dramática de la historia– sino con la forma absolutamente libre que encontró la autora para escribir todo sobre su madre (todo, que, en principio, es todo y nada, puro efecto de la larga ausencia). Todo lo posible. Pero sin mandatos. Ni familiares, ni militantes. Escrito en gran parte en contra de cierta idea de familia, recrea los vínculos de las nuevas familias del siglo nuevo, pero recupera una utopía o borrador de familia comunitaria que se ensayaría en los años setenta, y que llegó a atisbar de chica. Escrito con la sinceridad de quien admite que “incluso los que declamamos que no hay olvido ni perdón tenemos nuestro propio sistema de amnesia”, no toma hacia los padres desaparecidos y combatientes la postura reactiva que campea en algunos relatos de los hijos.

Es obvio que el nivel de calado que alcanza Dillon en Aparecida tiene que ver con cierta madurez en la profesión, con el factor tiempo macerando los recuerdos, con lo inclaudicable de la búsqueda de los restos de Marta Taboada –que aparecieron finalmente en 2010–, y con la premisa libertaria de indagar en los recuerdos hasta las últimas consecuencias, sin negar la verdad aunque duela ni cerrarse las puertas de la emoción, el sentimiento, la vida trabajada por el dolor, el silencio, la pasión, a veces extremos, extremas.

Es difícil transmitir la experiencia de lectura que depara Aparecida porque es difícil transmitir cualquier lectura que te hace llorar y pensar a la vez, cuando estamos acostumbrados (telenovelas, melodramas) a que cuando el llanto irrumpe, la reflexión se corta al instante. Puede señalarse especialmente el cambio de registros: paradójicamente, ciertos momentos de aspereza jurídico forense –perseguir los rastros de unos huesos por morgues, cementerios, hospitales, buscar testimonios, transcribir la información pura y dura del Equipo Argentino de Antropología Forense sobre clavículas, cráneos y dientes– vienen a “aliviar” la carga lírica de aquellos momentos cuando la hija trata desesperadamente de atrapar a la madre en las telas de la memoria. Aun así, es mucho lo que queda en el recuerdo de la hija que tiene poco más de diez años cuando la madre desaparece y unos dieciocho cuando mal o bien se plantea empezar a investigar. La intensidad de los momentos del secuestro, los días posteriores de agobio y secreto familiar, de escenas equívocas, el hiato hasta el momento de “las bolsas del huesos” de 1984, la segunda búsqueda que arranca en los años noventa. Ese recorrido es el de un libro que va incorporando a ese núcleo indisoluble los hechos de la vida cotidiana que no para, que se suman, que se van acumulando para terminar de comprobar, al final del camino que cuando el cuerpo, a su manera, se hace presente, viene a decirnos que la verdad de la Historia siempre había estado ahí, mucho más cerca de la superficie de lo que todos podíamos suponer.

Entiendo que el disparador del libro es el hallazgo de los restos de tu mamá. ¿Habías escrito antes sobre ella de esta forma como finalmente salió? ¿Lo habrías hecho, en todo caso, sin ese desenlace?

–Es difícil pensar qué hubiera hecho en otro caso. El tema de la aparición de los huesos me conmovió por el modo en que irrumpe la muerte aun a tantos años de sucedida, y por cómo se hace presente de manera física, concreta, la persona ausente. La verdad es que todas las veces que había escrito sobre mi mamá siempre había sido de manera muy idealizada, sin llegar al fondo, sí, al hueso. No sé si ahora pude correrme de una visión idealizada, me cuesta mucho pelearme con ella, tampoco sé si lo necesito. Pero desde siempre me interesó el tema de la recuperación de los cadáveres, si se le puede llamar así a la bolsa de huesos, porque hace presente la cuestión del cuerpo, lo que se ama, lo que se toca. Entrevisté a muchas personas que recuperaron restos y lo que me contaban me llenaba de una ternura que sólo puedo explicar con esa frase del libro que dice “el lenguaje del amor se inscribe”, y por la locura de que esos huesos son tan livianos que se pueden llevar en brazos como acunándolos. Como si los hijos o hijas pudieran llevar en brazos a quienes debieron darles cobijo. Y algo más: la situación del desaparecido es siempre endeble, dudás de todo, no sabés cuánto hubo en los recuerdos de tu fantasía, cuánto de lo que te cuentan con ánimo de consuelo. La historia de la recuperación, los rastros del último día, eso da bordes concretos y ubica la vida de quien no estuvo en una línea de tiempo.

Este es sin dudas tu libro más personal después de Vivir con virus. ¿Cómo ves las relaciones entre los dos libros?

–Los dos tratan de mi propia vida, no se puede escribir sobre padres y madres sin hacerlo desde el propio ombligo. Vivir con virus fue de todos modos una desesperada manera de sobrevivir, de separarme del destino de mi madre en relación con la muerte joven, de reclamar mis goces como una manera de aferrarme a las cosas concretas y sabrosas de este mundo. En este libro, la supervivencia es un hecho. Soy una mujer madura, ya sé de qué se trata envejecer y desde esa distancia puedo mirar a la mujer que fue mi madre y a la chica y la joven que fui, y también entender de qué se trata tener un cuerpo, decir ésta es la que soy. Este no es un libro sobre el ansia de vivir sino un libro que pone a la muerte en su lugar y deja que la vida transcurra. Creo que en este sentido, es más riesgoso.

Hay un momento de Aparecida donde le reconocés a tu madre, y por extensión, me parece, a su generación, el haberte ayudado a rescatar la propia subjetividad frente a las demandas sociales de ser madres y padres, la tensión entre sostener la familia y la “realización personal”. Me parece que más bien silencioso, este tema recorre el libro.

–Como digo en el libro, no es posible sobrevivir a la locura de la maternidad si no guardás como una gema tus propios intereses, si no podés dejar a los niños en otra parte, si no podés permitirte sentir que tu vida no está expropiada por los deberes de madre. Pienso en los ideales de los ‘70 de manera un poco idílica. Entiendo que los hijos de una eran también de las compañeras y en menor medida, de los compañeros. Digo idílica porque no fue así aunque lo intentaron. Ahora todo es más individualista, madres y padres se miran unos a otros viendo si lo que hacés está bien o mal, pero no entregás tan blandamente a los hijos al cuidado de otros. Los cortos años que viví con mi mamá, de todos modos me dieron la certeza de que es imposible criar sin una buena dosis de egoísmo y sin una cantidad importante de redes que te permitan moverte, divertirte, compartir.

Si bien Aparecida no es una obra de ficción, tiene una narrativa atrapante.

–Para mí es más ficción que otra cosa. No porque las cosas que cuento no hayan pasado sino en el sentido de que está escrito pensando más en la escritura que en los hechos. Hasta pienso que en algún momento mi familia se podría enojar, decir “no ¡esto no fue así!”. No me importa. Me importa más que sobreviva una esencia, como un perfume, tal vez algo que podría resumirse en ese cargar con el corazón de mi madre latiendo en los intervalos en que el mío bombea o bombeaba. Quise que se pudiera leer el peso del silencio, el ansia de saber lo que nadie puede decirte, la estrategia que deja siempre una pregunta pendiente para que no se acabe una búsqueda que pocas veces va hacia el fondo, porque no estoy muy segura de qué es lo que queremos saber de nuestros padres o madres los HIJOS, si en realidad nadie sabe mucho de sus padres y madres.

¿Cómo ubicarías tu libro entre las narraciones que de una forma o de otra buscan indagar en los ’70?

–No sé qué podría agregar a las narrativas existentes sobre el terrorismo de Estado. Tal vez algo específico en la toma de distancia que permite la aparición de un cuerpo, porque entonces ella está ahí y yo del lado de la vida a la que me aferro con todo lo que puedo, o sobre la salvajada de la burocracia del Estado y todas las instancias administrativas que sirvieron para consumar la desaparición. Y también de cómo para levantar banderas a veces también hay que bajarlas. Mi madre no es todas las desaparecidas. Aunque la comparta con todas mis amigas hijas, es mi madre. Y una vez individualizada también puedo reclamar por todas.

¿Cuál es tu mirada o balance actual sobre la militancia y los militantes de los ’70? En definitiva también: ¿cuál es el balance político sobre tu madre?

Aparecida. Marta Dillon Sudamericana 206 páginas

–No sé si puedo hacer un balance general sin tirarte un choclazo sobre las diferentes responsabilidades, la militarización y también la soberbia. Es muy variopinta la militancia de los ‘70 y se tiende todo el tiempo a generalizar cumpliendo con la premisa de los represores: quitar identidad en nombre de un conjunto que ellos definían y catalogaban como los subversivos. Sobre mi madre sí puedo decir algo más, y es eso que tiene que ver con reponer en la historia el valor de un corazón generoso. Creo que mi madre tenía uno bien grande, me consta. Y son esos motores los que podrían mover finalmente el mundo en otra dirección. Creo que ella había aprendido sobre todo a maternar, y eso tiene una ética particular, dar cobijo y a la vez ir a la guerra, poner la palabra para que sobreviva aun cuando no haya cuerpo, inscribir la chance de moldear el propio destino, construir el nido y a la vez estar listo para abandonarlo. Para mí es puro amor rajarse aun a costa de dejar los hijos, porque quien se queda a toda costa vive vidas prestadas, y eso es una enseñanza de mierda. Esta vida es la única oportunidad que tenemos, yo vivo a fondo y sé que mis hijos valorarán ese gesto por encima de cualquier otro porque podría impulsarlos, como a mí, a perseguir su deseo, al que sea, no sé si alguien es capaz de decir “yo” con toda convicción, y las más de las veces hociqueamos frente a ese enunciado. Pero el intento vale.

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