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Domingo, 26 de julio de 2015

KARL OVE KNAUSGARD

EN BUSCA DEL CHICO PERDIDO

En el marco del proyecto de autoficción que llevó a poner el foco sobre la figura del escritor noruego Karl Ove Knausgard, ahora es el turno del tercer volumen, cuyo título orienta con certeza acerca de su contenido: La isla de la infancia. Más compacto, menos caudaloso que las entregas anteriores, ofrece el retrato nada mitificado de un niño educado marcado por un padre autoritario y asfixiante, que busca sus propias líneas de fuga y, en definitiva, arribar al momento de liberarse de esa infancia que lo tiene encerrado en su isla.

 Por Mariana Enriquez

La historia ya es conocida: en 2009, el prestigioso y premiado escritor noruego Karl Ove Knausgard no sabía qué hacer con su literatura –hasta el momento, novelas entre el ensayo y la ficción, con preocupaciones metafísicas– y, ante el bloqueo, decidió escribir su autobiografía, sin parar, sin limitaciones, sin pensar demasiado en la cronología y con una disciplina de veinte páginas por día. Llegó a las 3500 páginas: el detalle de su adolescencia, de su infancia, de sus amores, derrotas, presentaciones de libros a las que no va nadie, digresiones sobre el arte y las revistas culturales, más digresiones sobre la virilidad, la familia, el amor, los hijos y los tíos comunistas. Todo ese derrame resultó un éxito sin precedentes en su país y la posibilidad de convertirse en un autor de fama internacional. Pero, ¿se rendiría el resto del mundo ante este esfuerzo de autoficción monumental, hermoso y por momentos aburrido? La vida de Knausgard no es particularmente anecdótica ni heroica: es una existencia más o menos prosaica comandada por su aguda inteligencia; en prosa, sin embargo, consigue que un parto sea tan intenso de leer como un naufragio y que las discusiones literarias sobre autores desconocidos fuera de Escandinavia resulten apasionantes. Y así fueron cayendo bajo su peculiar y adictiva atracción escritores famosos como Jonathan Lethem, Jeffrey Eugenides, Zadie Smith y Hanif Kureishi que dijo: “Es un desnudo frontal de cuerpo entero. Y encima lo hace con talento. Eso es ser un artista”.

La saga Mi lucha –el título, provocador, se refiere a la faena de la vida cotidiana pero es imposible no pensar en la referencia a la autobiografía de Hitler– le trajo a la autoficción literaria una ambición inédita y, además, un claro enfrentamiento al espíritu de época, más irónico, inclinado hacia el fragmento y la cita pop. Estos son libros graves, que se toman en serio incluso cuando recurrren al humor, a veces amargos; a Karl Ove Knausgard lo llamaron “el Proust noruego” y él mismo describió a la saga como “un pacto fáustico”, aseguró que no volvería a emprender un proyecto así y se dedica a escribir el guión para la adaptación cinematográfica de su novela Ute av verden de 1998, mientras vive en Suecia con su esposa, la poeta Linda Boström y sus cuatro hijos.

Ahora acaba de editarse La isla de la infancia, parte 3 de Mi lucha. Y esta tercera entrega es un libro muy diferente a La muerte del padre y a Un hombre enamorado. No hay digresiones ni tangentes ensayísticas. Salvo al principio, cuando Knausgard reflexiona sobre la ficción de la memoria: en esta novela, a diferencia de las demás, debió reconstruir desde la nada episodios de su vida, porque La isla de la infancia comienza cuando la familia llega a la urbanización en la isla de Trom con el futuro escritor en su cochecito de bebé. Escribe: “No es nunca la exigencia de veracidad lo que decide si la memoria reproduce un suceso correctamente o no. Lo decide el interés personal. La memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible por satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, las menos, las recuerda nítida y correctamente”.

Cuál de todas estas estrategias de la memoria predomina en La isla de la infancia no es explícito, pero la niñez que se desprende está lejos del idilio: el padre es terrorífico, autoritario, en ocasiones violento y a veces perverso en sus castigos; la madre parece alegremente despreocupada ante esta tiranía. Y Karl Ove crece miedoso, llorón, mediocre en los deportes, arrogante en sus triunfos educativos. Sus compañeros lo llaman “femi” que es una manera de decirle “maricón”; él es una especie de niño metrosexual, que se preocupa por la ropa y el estilo mientras fracasa en todos sus breves e intensos noviazgos, alimentados por horas de revistas pornográficas. El paisaje es fundamental: una isla donde, a pesar de la latitud, es posible disfrutar del verano, los paseos en bote, los bosques. El niño, sin embargo, no es demasiado aventurero, es más bien cobarde: este es un retrato poco halagador del pequeño Karl Ove, un personaje que no resulta encantador, un chico apocado y aplanado por la figura de ese padre temible, un hombre devorado por una ira sin motivo ni propósito. Esta es una infancia gris y un libro repetitivo, fascinante en su recolección vívida y al mismo tiempo algo vacío, como si cada página de desayunos con cereales y leche agria, cursos de natación, chicas saltando al elástico, discos de Magazine, partidos por televisión, visitas a los abuelos, robo de golosinas, lectura de comics y novelas de aventuras dijera “esto es todo lo que hay. Esta aglomeración de días y detalles y olvidos y dolores y nada más, esto es la vida”. En ese sentido, El país de la infancia es el anti libro de recuerdos de la niñez: esa “magia” asociada a los primeros años está ausente y así revela el artificio que hace casi obligatorias las travesuras luminosas o su reverso, el chico que crece en el infierno traumático. No hay ninguna de las dos cosas: esta es una infancia sin estridencias, llena de pequeñas miserias y pequeños triunfos donde sí, la figura oscura del padre domina todo pero tampoco es la sombra de un monstruo predador. Karl Ove Knausgard cree que la tercera parte de su trilogía es la menos lograda. En cualquier caso, es la más convencional, la más compacta y la que de manera más directa se refiere a la construcción de la identidad en los primeros años sin rodeos ni las ya famosas digresionesensayos ni intervenciones de la voz del autor desde el presente.

La isla de la infancia Mi lucha: 3. Karl Ove Knausgard Anagrama 498 páginas

Knausgard también admite que le resultó muy difícil hacer el ejercicio del recuerdo porque, admite, tiene un agujero negro hasta los seis o siete años e incluso más tarde: por ejemplo, apenas se acuerda de su mamá. Para tratar de provocar recuerdos, dice, tuvo que recurrir a las fotos. Y escribe: “El único significado que se puede extraer de ellas es el que les ha proporcionado el tiempo. Y sin embargo esas fotos forman parte de mi y de mi historia más íntima. Lleno de sentido, vacío de sentido, lleno de sentido, vacío de sentido, que tiene sentido, que no tiene sentido, ésa es la ola que atraviesa nuestra vida y que constituye su emoción fundamental”. Esa es la ola que atraviesa, claro está, Mi lucha: el afán de darle sentido a la existencia a través de la literatura.

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