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Domingo, 20 de septiembre de 2015

JOSé MARíA GóMEZ

BAJO CONTINUO

Su carta de presentación fue Los putos, un libro premiado por el Fondo Nacional de las Artes, que desde su título combinaba desafío y precisión en el manejo del lenguaje oral. A partir de ahí, José María Gómez, profesor de música y régisseur de ópera, se dedicó de lleno a la literatura. En menos de un año se sucedieron Los marianitos (El Cuenco de Plata), una visión casi onírica en su profundo realismo de los enfrentamientos entre bandos e internas de las fuerzas de seguridad, y La fusión (Interzona), un relato de oficina en tiempos de las grandes corporaciones. En esta entrevista, José María Gómez repasa su larga preparación para la literatura que hoy lo encuentra en un lugar de originalidad y convicción a la hora de llevar su proyecto adelante.

 Por Juan Pablo Bertazza

José María Gómez escribe con la fluidez del habla pero habla con la dificultad de quien recién empieza a aprender otra lengua.

Si las novelas de este escritor santafesino tienen muy en claro cómo es eso de romper el hielo (“Ahora que tengo tiempo para pensarlo, puedo decir que todo comenzó cuando me presenté en la séptima, a las doce de la noche, en punto, tal cual me había indicado el oficial aquel que una hora más tarde me había pasado por las armas”), a la hora de dar una entrevista, por el contrario, José María Gómez se transforma en un manojo de nervios, agradable y hasta sonriente –pero replegado y bastante a la defensiva–, como si no le salieran las palabras o desconfiara o temiese resultar traicionado.

“Cuando escribo siento total libertad y puedo decir barbaridades porque considero que lo más importante para hacer novelas es precisamente liberarse, en cambio cuando hablo no soy nada espontáneo, quizás porque me siento más responsable de lo que digo por eso de la función social del escritor, y respeto mucho a quienes leen esas opiniones, trato de ser muy cuidadoso con las palabras”, reconoce sorprendido de su propio contraste José María Gómez. El asunto no es menor porque esa disidencia, en algún punto, es marca registrada de su literatura: por un lado los libros de Gómez explotan al máximo la oralidad, pero por el otro suelen reflexionar de manera exhaustiva acerca del lenguaje. En esa delgada línea tan original como disruptiva parecen hacer equilibrio sus historias que, desde hace ya algunos años, empiezan a correr de boca en boca, sobre todo por su, hasta ahora, libro más conocido: Los marianitos, una novela que más que policial (tan de moda de un tiempo a esta parte) se dedica a radiografiar una serie de internas de la federal donde hay tantos garrotazos como enamoramientos, tanta tortura como sexo, eros y tánatos, imaginación y realidad. Dos en uno y al mismo precio.

“Yo trabajo muchísimo con la escucha, tengo una especie de tendencia a prestar atención más a lo que el otro está deseando que a lo que está diciendo, aun cuando mi interlocutor no se dé cuenta, digamos que es un registro que tengo hacia lo humano y eso se traslada a los libros. Tiene que ver con mi formación musical y con el hecho de que, a su vez, yo formé a muchos músicos, una tarea para la cual tenés que ser muy receptivo y cuidadoso porque se trata de descubrir a los verdaderos artistas, a los que están llamados a integrar las orquestas del país y del extranjero. Por algún motivo mientras escribo estoy escuchando como un sonido, un bajo continuo que sostiene eso que estoy diciendo”.

Cuando José María Gómez dice “bajo continuo” hace referencia a una expresión musical correspondiente a la época del barroco que se usa para dar cuenta de la utilización de un acompañamiento armónico: el bajo es el que da ritmo a la melodía, se le dice continuo porque no deja de sonar hasta terminar, y él usa esa expresión tan suelto de cuerpo porque, en efecto, está muy familiarizado con el universo de la música.

De hecho, Gómez comenzó a escribir de manera seria y sistemática ya de grande, hace unos diez años. Antes, además de garabatear varios relatos y leer mucho y de forma crítica, se mantuvo ocupado como profesor en el Conservatorio Manuel de Falla y régisseur de óperas, título con el que egresó del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. Pero además Gómez dio letra a varias óperas, entre ellas una sobre Juan Lavalle que contó con la música de Augusto Rattenbach, quien además de haber dirigido el Conservatorio es hijo de quien realizó el informe acerca del desempeño de las fuerzas armadas durante la Guerra de Malvinas. Y como si fuera poco, este escritor que se define ante todo como peronista, realizó actividades de gestión cultural en la Universidad de Buenos Aires y, en el Municipio de Morón, fue coordinador de la Secretaría de Relaciones con la Comunidad durante la gestión de Martín Sabbatella.

Después de todo eso, ¿cuándo y cómo fue que decidiste convertirte en escritor?

–Yo siempre quise ser escritor, desde que estaba en el secundario. A tal punto que un día, en un arranque de sinceridad, se lo dije a la profesora, “profe, yo quiero ser escritor”. Ella, sin dudarlo, me respondió: “Pero no, nene, vos tenés que trabajar”. Entonces le hice caso y trabajé hasta que pasaron muchos años y decidí que tenía que hacer lo que yo quería. Pero los que tuvieron la culpa de que siguiera escribiendo fueron los del Fondo Nacional de las Artes que me dieron el primer premio por Los putos, mi primera novela, que en algún punto es una forma de continuación de mi obra de teatro El ángel, y si bien yo tenía muchas dudas con respecto al título –“los putos” no sonaba igual hace diez años que hoy–, con el tiempo me fui dando cuenta que se está convirtiendo en mi carta de presentación, quizás porque salvo el título es un libro muy poético, y el que se anima a trascenderlo se encuentra con un regalo, y con una trampa.

EL CULO DE LA CIVILIZACION

Un regalo y, al mismo tiempo, una trampa. Lo mismo podría decirse de los premios que se fueron acumulando en las vitrinas de Gómez hasta convertirse en uno de los grandes motores de su escritura: en 2012, cinco años después de esa importante carta de presentación que fue Los putos, su novela La Anábasis resultó finalista del Premio Clarín, mientras que Los marianitos, una novela policial (2014), obtuvo una mención especial en el prestigioso Premio Internacional de Novela Letra Sur.

¿Cómo hay que escribir para ganar tantos premios?

–Es que hay que participar en los premios porque si no lo hacés, nadie te edita: a Edgardo Russo, que pobrecito falleció hace poco, le había gustado mucho Los putos y eso que él era muy riguroso a la hora de elegir nueva narrativa, y después de siete años publiqué con él Los marianitos, que a mí es la novela que más me gusta porque se mete con una experiencia colectiva y personal muy fuerte. En La Anábasis, hablo de un policía que debe registrar un hecho criminal en el expediente y se da cuenta de que la mejor manera de reconstruir un crimen es repetirlo. Bueno, lo más parecido a repetir ese crimen es haciendo uso de la palabra, es decir, la posibilidad de poder referirlo y lo que hace falta para eso es enfocar la mirada desde otro lugar, buscar el ángulo de esa experiencia humana que permita descubrir aquello que es mucho más verdadero y real aunque para eso haga falta arrodillarte o ensuciarte descubriendo el culo de la civilización y sus vergüenzas. Así lo hice yo: para hablar de los putos me referí al Edipo invertido, al deseo imposible y obsesivo de encontrar a “ese” hombre pese a que “ese” hombre es imposible o murió, y hablo de lo que significa deambular incansable por los baños públicos para ver entre las bachas aquello que nadie verá jamás. “La rebelión consiste es mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, dijo Alejandra Pizarnik, y lo mismo hice con el tema de los años setenta en Los marianitos: me enfoqué en Perón, en Firmenich y en Montoneros con una luz muy diferente (son todos policías y todos putos, por ejemplo), y registro la tortura horrorosa pero también el goce de un cuerpo joven, hermoso y desnudo porque esa inmensa carne joven fue atormentada pero también gozada y no hay que olvidar que a los jóvenes no se los llevaron por violentos sino por hermosos.

Otra de las claves de Los marianitos es que si bien remite a los setenta resulta, en algún punto, atemporal.

–Sí, porque si bien yo quise escribir sobre los años setenta, también hay ahí casos del aquí y ahora que tienen que ver con la policía federal, todos saben que está formada por un montón de grupos de pertenencia con sus características, fidelidades, formas de obediencia y códigos, una forma de sentirse protegidos y cuidados. Por otra parte, hay algo atemporal en el uso del lenguaje, en eso de referir a la violencia para hablar de erotismo. Y claro que existe una relación especial con el arma en tanto falo, y con el uniforme como si fuera una segunda piel, por otra parte en esa época no había mujeres en la policía como hay hoy y eso tenía también sus consecuencias. Ahora estoy siguiendo con el tema de Los marianitos, me parece que queda mucho por decir ahí: estoy escribiendo sobre padres apropiadores que amaron y criaron a los chicos pero, claro, no son los padres, hombres que además se adueñan de las palabras y escriben expedientes. Trato de contar toda la relación paternal: cuando el tipo lo lleva al pibe a ver el mar, cuando le compra una ropa, cuando le conoce a la primera novia hasta que, en determinado momento, aparece un crimen que termina destapando todo.

¿Cuáles son tus principales influencias literarias?

–Tengo toda una teoría que, en cierta forma responde a esa pregunta. Para mí toda persona que quiere ser escritor tiene que haberse leído muy muy bien, a tal punto de poder recitarlas casi de memoria, tres novelas: la primera es Glosa de Saer, la novela política más importante de este siglo, donde el tipo se mete en esas corrientes subterráneas profundas casi imposibles de glosar para hablar de algo que compromete a la sociedad y a cada lector. Yo nací en Andino, que es un pueblo de la provincia de Santa Fe, y Saer en Serodino, donde hice el colegio secundario, y ahora mi familia está haciendo muchos esfuerzos para que la municipalidad compre la casa donde vivió Saer. La segunda novela es Boquitas pintadas, no sólo por sus procedimientos novedosos sino también por meterse con las ambiciones y sueños de la gente corriente, y la tercera es Eisejuaz de Sara Gallardo, que para mí constituye la búsqueda y la escucha de una forma de decir para que nos asomemos bien profundamente no a un “ser” sino a un “estar”. Es una locura ese libro, y recién ahora se lo está reconociendo gracias a los comentarios de tipos como Leopoldo Brizuela.

EL OFICINISTA

Volviendo ese don que tienen las novelas de Gómez de romper el hielo gracias a su diestro manejo a la hora de recrear el lenguaje oral, vale la pena tener en cuenta que cuando el hielo se rompe suele aparecer agua y, entonces, el asunto es aprender a navegar en lugar de ahogarse. Cuenta Gómez que, desde hace algunos años, cuando no está escribiendo ninguna novela, se dedica a hacer reseñas de obras de teatro y películas.

Pero aclara también que, en pleno proceso de producción de una novela, se mete hasta el cuello en el vasto océano del lenguaje para pescar las palabras justas.

“Conviene atenerse a eso, no descuidarse porque si no, te ahogás. Y no es que te ahogás literalmente: lo terrible es que seguís escribiendo pero lo que escribís hace agua por los cuatro costados. Ocurre a menudo y es fácil darte cuenta con determinados libros que a las veinte páginas decís: este se ahogó”.

La verdad que su hasta ahora última novela, La fusión. Memorias de oficina (Interzona) ni siquiera traga un poco de agua y logra hacer pie en todo momento. Quizás sin el nivel de corrosión de Los marianitos pero con la elaboración y el trabajo de quien ya cuenta con una trayectoria literaria, el libro desanda las andanzas del oficinista José María quien, muy joven y recién ingresado al mundo laboral, y en plena década de los años noventa, pretende ascender al puesto de jefe de sección que detenta el contador Gómez quien, a su vez, titubea en su puesto básicamente por desconocer los nuevos usos y costumbres del mundo laboral en tiempos de fusiones y multinacionales, asuntos rimbombantes relacionados con tópicos abstractos y poco tangibles como calidad de gestión, inserción de la empresa moderna, ingeniería de mercado, racionalización de recursos, actualización y optimización.

En esa especie de otra interna en la que se va disputando ese lugar de poder, desfilan y gravitan los otros trabajadores que, por acción u omisión, influyen también en sus deseos. Todos ellos tienen la particularidad de pasar más horas juntos que con sus respectivas, familias aun cuando desconocen casi todo acerca del otro.

“Esa proximidad y relativa familiaridad con extraños, precisamente eso es lo que me pareció muy propicio para que se desarrollen vínculos personales que van desde afinidades especiales y amorosas (hay un alto porcentaje de esas relaciones que terminan en un hotel alojamiento del centro comercial de la ciudad al mediodía) hasta recelos, competencias y odios virulentos que desencadenan situaciones de las más extrañas”, acota Gómez quien, en un acto de sinceridad, se sorprende de que no haya muchas más novelas y relatos acerca de ese apasionante mundo de las oficinas, aun cuando podría vincularse su novela a una importante tradición que se remonta a Kafka, Bartleby de Melville, y puede pasar también por algunos de los últimos libros de Guillermo Saccomanno y películas como El placard, en la que el personaje de Daniel Auteuil lograba dejar sin efecto el despido al que lo había sometido su empresa alegando una supuesta homosexualidad.

Pero además del notable trabajo con la palabra de todos los días (a los personajes de Gómez no se los lee, más bien se los escucha) vuelve a estar presente en La fusión la reflexión en torno del lenguaje, en este caso, ampliando hasta el infinito todas las posibilidades y acepciones de la palabra “fusión”, tal como se lee promediando el libro: “La fusión no era entre empresas: era entre estilos de gestión, decía, ni siquiera se trataba de una cuestión de ejecutivos sino de personas que servían y que no servían para los nuevos tiempos. La palabra fusión siempre me había interesado. Como dice el diccionario, es una unión de intereses, ideas o partidos, es decir, una cuestión muy simple –siempre que no se refiera a una fusión nuclear, que es otra cosa, porque en ese caso el encuentro de las partes, de los dos núcleos, produce una catástrofe”.

En ese sentido, además de llevar a las oficinas y a los años noventa, el tema de las internas que ya había explorado con Los marianitos, esta novela propone una especie de camino zigzagueante que atraviesa todo el tiempo dos extremos: la fisión y la fisura, el momento en que todo lo deseado se vuelve realidad y todo lo contrario que, lamentablemente, suele suceder mucho más a menudo: “En general andamos todos fisurados por la vida pero es cierto que, en algunos momentos, se produce la fusión. Pensá que José María es de Caballito, pertenece a una clase media inestable y relacionada con el último progresismo que hubo en la Ciudad de Buenos Aires, ese progresismo que votó a Alfonsín. Lo que tiene José María es que compra el discurso naciente de los noventa: antes la oficina era la de La tregua, que a mí entender es una de las mejores películas que dio este país. La novela de Mario Benedetti fijate que daba cuenta de una oficina gris que dejó de existir con la globalización de la empresa corporativa, cuando las mismas funciones que existieron desde siempre pasaron a tener nombres rutilantes y extranjerizantes, y esos oficinistas empezaron a sentirse importantes, como si ese discurso envuelto en regalo de navidad no hiciera otra cosa que legitimar su función”.

Y es palabra de este singular escritor que sólo cuando empieza a fundirse con alguno de sus personajes, logra hablar como escribe.

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