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Domingo, 10 de enero de 2016

MARIO LEVRERO Y FRANCISCO GANDOLFO

CORRESPONDENCIA LUMINOSA

Durante años, entre 1970 y 1986, Mario Levrero y el poeta y mítico imprentero Francisco Gandolfo mantuvieron una corrrespondencia que, entre Rosario y Montevideo, sostuvo una amistad cálida atravesada por un lenguaje y un universo en común y, sobre todo, por una reflexión a dos voces sobre el hecho creativo, más allá de que Levrero se dedicara esencialmente a la narrativa y Gandolfo a la poesía. La editorial rosarina Iván Rosado acaba de publicar un volumen que rescata esa correspondencia y permite reconstruir uno de los capítulos más secretos de la literatura rioplatense.

 Por Mercedes Halfon

Las amistades entre escritores suelen dar tela para cortar, más si pervive un registro de las palabras volcadas en esa historia común. Borges y Bioy son un buen ejemplo, pero hay otros casos de amistades literarias menos publicitadas e igual de atrapantes. La de Mario Levrero y Francisco Gandolfo es atípica como sus dos protagonistas. Superó varias fronteras: en principio, geográficas, pero también de edad e incluso de género. Mario Levrero residió mayormente en Uruguay, mientras que Francisco Gandolfo vivió toda su vida en Argentina. Los separaban veintiún años. El primero era narrador, y el otro, poeta. Claro que ninguna de estas distancias es infranqueable si hay afinidad y son precisamente esas diferencias lo que hace su interlocución tan rica. Buena parte de su diálogo acaba de ser dado a luz por la editorial rosarina Iván Rosado. Se trata de un volumen de más de 200 páginas con la correspondencia completa que estos dos míticos autores rioplatenses mantuvieron a lo largo de quince años, entre 1970 y 1986. El libro –prologado y anotado por el también poeta y ensayista Osvaldo Aguirre– cuenta con un anexo donde algunas entrevistas, reseñas de la época y reproducciones de las mismas cartas, enmarcan la conversación y la robustecen con comentarios de otros allegados al círculo literario al que, por cariño y complicidad, pertenecieron. También hay fotografías –Levrero con su madre y uno de los hijos de Gandolfo en la puerta de su librería en Piriápolis; Francisco Gandolfo, su mujer Evelina y Levrero posando con el fósil de una gigantesca mandíbula de ballena en un museo de Colonia– que regalan estampas entrañables, redondeando el volumen.

La de ellos es, entonces, una amistad hecha de libros. En sus cartas se cruza también la conformación de cada uno como escritor. Francisco Gandolfo había nacido en Córdoba en 1921, quinto hijo de dos inmigrantes italianos. Trabajó desde niño, vendió diarios hasta que entró como aprendiz en una imprenta, donde adquirió un oficio que lo acompañó durante toda su vida. En 1942, en esa “especie de monasterio” que era, en sus palabras, el servicio militar, empezó a leer y escribir de forma sostenida. Guiado por un maestro de Mendoza, leyó la tradición poética española. Y así estaba, obnubilado escribiendo sonetos gongorinos cuando en un viaje a probar suerte en Buenos Aires conoció a Rafael Alberti. Después de leerlo, éste le recomendó enfáticamente la lectura de César Vallejo y Pablo Neruda. El conocimiento de la vanguardia latinoamericana fermentó lentamente en su obra, que iba a tomar una nueva dimensión con el correr de los años. En 1948 se mudó a Rosario, donde se instaló con su mujer y su hijo mayor, Elvio, recién nacido. Trabajó de lo que sabía hasta que en 1960 logró por fin comprarse una máquina que le permitió instalar su propia imprenta. Tuvo seis hijos, con quienes trabajó en ese mismo negocio, la imprenta La Familia, que todavía funciona en el mismo lugar. El mito de Francisco Gandolfo es éste, un imprentero y padre de familia, alguien que trabajaba de sol a sol y en la noche escribe sus versos parado, mientras las máquinas trabajan, para no quedarse dormido.

Pero detrás de esa –sin duda cierta– imagen extendida del rosarino, como afirma Osvaldo Aguirre en el prólogo, hay un trabajo sostenido como poeta y una reflexión en permanente avance, que no fue relegada, sino que ocupó un primerísimo primer puesto en su vida. Es a esa faceta a la que permite acceder la correspondencia con Mario Levrero, en la que el principal tema de discusión era la literatura. En 1968, Gandolfo fundó con su hijo Elvio la revista El lagrimal trifulca, sin dudas una de las publicaciones de poesía más relevantes que existieron en nuestro país. En el comité de redacción estaban también Samuel Wolpin, Hugo Diz, Eduardo D’Anna y Juan Carlos Martini. El primer número es contemporáneo y afín a una revista que se publicaba en Montevideo, Los huevos del Plata, que contaba entre sus filas con el joven Levrero. Las conexiones se hicieron rápidamente y ya para el tercer número del Lagrimal se reseñaba Gelatina, un breve relato del uruguayo. Un año después, éste viajaba a Rosario y se alojaba en la casa de los Gandolfo. La amistad ya estaba sellada.

La correspondencia también permite seguir la etapa inicial en la escritura de Mario Levrero. Quizás el último autor de culto en el panorama de la literatura uruguaya –un “raro” en la constelación de Felisberto Hernández, si bien poco tienen en común estos autores– del siglo XX. Su fama fue aumentando a partir de los años 80 pero, siempre manteniendo un perfil bastante bajo. Generó un creciente grupo de seguidores en Uruguay como en Argentina, llegó a ser un reconocido tallerista, pero no tuvo un gran reconocimiento, salvo al final: una beca Guggenheim que le permitió dedicarse únicamente a escribir en los últimos años de su vida. Levrero comenzó a publicar a fines de los 60, en editoriales de Montevideo y Buenos Aires. En las cartas dirigidas a Gandolfo se registran las reflexiones y comentarios en torno a estas primeras novelas breves, la denominada trilogía involuntaria: La ciudad, París y El lugar; junto con la redacción de algunos cuentos que quedaron incluidos en La máquina de pensar en Gladys.

Es interesante que esta correspondencia misma, por su tono, temas y el tipo de escritura que habilita en Levrero, podría integrarse a la última etapa de su obra. El discurso vacío y La novela luminosa son ejemplos de esta zona un poco inclasificable, mezcla autobiografía, ensayística y pequeños relatos aislados, como burbujas en un contenido maleable. A esta clase de proyectos levrerianos se los ha llamado las “novelas por comodidad”, ya que por extensión pertenecen a ese género, pero no parecen muy interesados en construir una gran trama; por el contrario, buscan debilitar la idea de ficción, volverla parte de lo más cotidiano y aparentemente menos memorable. En esa sutileza de hechos mínimos y reflexiones metafísicas que refulgen en lo diario está toda la autenticidad y lucidez de una obra que impuso un estilo.

Esta Correspondencia, entonces, permite acceder a la “cocina” de escritura de estas dos voces con mucho en común, una rareza que se afianza en la complicidad, en la amistad que traban en las bromas mutuas, hablando de sus asuntos. La edición en manos de una joven editorial de Rosario (Iván Rosado coordinada por los artistas y gestores Ana Wandzik y Maxi Massueli) y al cuidado de Osvaldo Aguirre, un poeta y crítico en plena actividad –especializado además en la escena literaria del litoral– también habla de un contexto de lectura contemporáneo: tanto Francisco Gandolfo como Mario Levrero siguen siendo leídos, provocando entusiasmo y reediciones.

¿De qué hablan estas misivas cargadas de humor, poesía y experiencia? Muchas de las cartas iban acompañadas de envíos de materiales originales. Textos que Gandolfo le mandaba a Levrero esperando una devolución, aun sabiendo que esta podía ser despiadada: “Yo, Padre Francisco, criador de hijos, negociante y aficionado a las letras, te agradezco la amable atención que tuviste de interesarte por mis cuentos, de modo serio y analítico, pese a que los mismos no sean de tu simpatía intima”, escribe en el año 74. Y es precisamente esa franqueza la que estimula a Gandolfo a continuar mandándole papeles para discutir, convirtiéndolo en lector privilegiado de sus textos a los largo de todos esos años en los que lo llamó, cariñosamente y entre otros apodos, “temible exégeta”. Levrero también comparte preocupaciones literarias, algunas veces de un orden más risueñamente mundano: “No estoy escribiendo ni novelas, ni cuentos, ni poesías, ni chascarrillos. El hecho de que la literatura no me dé para vivir me obliga a luchar por imponerme sobre el inconsciente (fuente de toda creatividad) y buscar organizarme, lo más rápidamente posible, para cambiar de profesión (algo más lucrativo). A mi edad, no es fácil. Pero la realidad me lo impone, y más vale escritor inhibido vivo, que fértil escritor fallecido por hambre”. La situación política que atraviesa el Río de la Plata evita ser mencionada, más que veladamente, en las cartas: “No son tiempos propicios”, anota el uruguayo.

Los temas incluyen las bambalinas de sus sendas creaciones en total confianza –”a ese texto que te pasé le di una última biaba” dice Francisco en el 80–; comentarios sobre el éxito o fracaso de sus publicaciones; narraciones de tertulias, encuentros con amigos o con ese tercer partícipe de la amistad que es Elvio Gandolfo; preocupaciones filosóficas o espirituales. Si hay algo que comparten estos autores es una búsqueda de cierto carácter existencial y hasta terapéutico en el arte. Asi como el rosarino piensa “versos para despejar la mente” y muchas veces despunta en el verso sus lecturas y preguntas filosóficas; el uruguayo ha elaborado una compleja concepción de la capacidad del arte para hipnotizar, e incluso sanar, como lo desarrolla en El discurso vacío.

Mario Levrero-Francisco Gandolfo. Correspondencia. Edición de Osvaldo Aguirre Iván Rosado 216 páginas

Además de ser un modo íntimo y profundo de conocer a dos escritores singulares, esta Correspondencia tiene el interés de meterse, como un espía silencioso, en sus concepciones literarias. Es una clínica de escritura y ética artística. Un libro atrapante y vital, justo como Levrero escribía a Gandolfo en 1986 –en la última carta fechada que aparece en el volumen– requería ser toda buena novela: “Debe estar más atada a ‘lo real’, a los tics cotidianos, a los tiempos vitales, y desatarse ocasionalmente el vuelo cuando el lector esté totalmente convencido de la realidad de lo que está percibiendo”. Algo así pasa en este libro.

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