libros

Domingo, 31 de enero de 2016

ANDRéA DEL FUEGO

LOS SOÑADORES

En su segunda novela, Las miniaturas, la brasileña Andréa del Fuego construye, con una notable prosa poética, un universo extraño: el de un edificio donde burócratas llamados “oneiros” le entregan a la gente objetos pequeños, disparadores para que puedan soñar. Pero cuando ocurre un error en el reglamento administrativo, se corre el riesgo de pérdida de sentido, tanto dentro como fuera de la novela.

 Por Luciana De Mello

La anterior fue la última reseña. Esta sentencia atroz sucede con cada libro antes de abrirlo: tan fatal como infantil, aparece siempre el mismo miedo que tiene de impreciso lo que un sueño tiene de premonitorio: ¿Y si hubiera una cantidad finita de sentido? ¿Qué pasaría frente a la constatación de este supuesto? No es tan desquiciado pensar que esta es la naturaleza del sentido. Cuánta gente que no lo encuentra, que se queda sin, que se mata porque. Instantánea, surge la primera consecuencia provocando un miedo aún mayor: ya no será posible seguir leyendo. De alguna manera, si leer es reorganizar la propia experiencia recortando, levantando y descifrando las frases que quedan suspendidas en la mente como aceite tornasolado sobre el agua, la sintaxis sería el agente calibrador. El reordenamiento de la experiencia a través de las palabras que dicen lo que deseamos, lo que soñamos, lo que tememos. Palabras que en definitiva, dicen lo que somos. El miedo, entonces es quedarse sin palabras y ahí, rauda, aparece entonces la obsesión: hay que agregar más palabras al propio vocabulario. ¿Cuántas y cuáles son las palabras de las que estamos hechos? ¿Cuántas las combinaciones posibles que podremos organizar durante una vida? Así aparece la repetición, la necesaria repetición para que la rueda siga girando. Porque, en definitiva, se lee lo que se puede, lo que una tiene ahí guardado y vuelve a mirar una y otra vez matizando, ocultando o descollando tonos. Y en este sentido, la lectura de un sueño es como la de un libro: “el pueblo sueña y va a jugar. Hay que interpretar, no es porque soñó con un gallo que el bicho tal vez sea gallo. Puede ser vaca, si estuviera cantando en una estancia, por ejemplo. Debe ser por eso que es difícil acertar, el sueño no es lo que aparece en él, es, pero con cosas que uno ya tenía de antes y eso se mezcla” dice uno de los personajes de Las miniaturas, la segunda novela de la brasileña Andréa del Fuego.

Frente a la Catedral que se erige en la Plaza de la Sede, kilómetro cero de la ciudad de Sao Paulo, se alza el Edificio Midoro Filho, invisible a los ojos de los soñantes humanos. El Edificio, a través de sus oniros, administra los sueños de las personas a base de un riguroso manual, reglamentando el uso de las miniaturas que cada oniro puede presentar como objetos de estímulo para el soñante. Las miniaturas entonces se ordenan, alfabéticamente, en los cajones de la oficina de cada oniro: panadero, paja, pan, prisión, pez, puente, playa, puerta, puñal, procesión, paloma. “Cuanto más rápido el servicio, más personas atendemos y aumenta así la diversidad de miniaturas en la gaveta; significa más letras del alfabeto para trabajar.” dice el oniro protagonista de esta historia. Oniro, Madre, Oniro, Hijo, los capítulos -nombrados como sus narradores- se van intercalando en esta secuencia que convierte al oniro, una vez más, en vínculo de enlace entre una madre y su hijo, vínculo que enhebra, cobrando cada vez mayor espesura temática, el sentido de la repetición. Hay una regla que los oniros deben respetar para que el Edificio de los sueños no se derrumbe: jamás atender a dos personas de la misma familia. Allí es donde reside la trasgresión de este oniro: obsesionarse por ese parecido físico entre ellos que sin embargo contiene deseos diferentes. Hay, dentro del Edificio, un horror a la repetición, repetir las miniaturas con el mismo soñante causaría la destrucción del sistema que mantiene al Edificio en pie. Madre e hijo, ese cordón que los une, representa por momentos lo siniestro, visible en todo lo diminuto con poca vida que habita del otro lado del Edificio espejado: un bebé a punto de morir, una madre que explota a su hijo en silla de ruedas, un perro agonizante y diminuto abandonado por su dueña en el asiento de un taxi: “Cortar ese vínculo entre los dos fue mi primera voluntad, pero romper la relación no quitaría la semejanza de los rostros. Siendo uno la continuación del otro, tengo a la misma persona en deseos distintos”. Sin embargo el ordenamiento, como en la gramática, como en las matemáticas, no existe sin la condición de repetición. Así el sueño que separa a la madre del hijo es el mismo que causará el colapso. La madre despierta sueña con que su hijo sea publicista y el hijo dormido sueña que su madre le come la cabeza. El contraste entre la pretendida lógica interna del Edificio con el mundo caótico y sin sentido de la vigilia se conjuga con la idea de sueño que genera la publicidad, donde las palabras justas puestas entre imágenes y oraciones breves disparan miniaturas que se comen el mundo.

Las miniaturas. Andréa del Fuego Edhasa 119 páginas

En todo caso, tanto dentro como fuera de la novela el riesgo es siempre la pérdida del sentido. Que la repetición de las palabras, de las miniaturas, un día ya no alcance, dejen de sugerir cualquier tipo de sueño. Por eso Andréa del Fuego vuelve a lograr con esta novela una ficción necesaria, haciéndose fuerte en ese gesto de grieta que se va agrandando a medida que avanza la historia. Porque es justamente la grieta lo que genera el espacio que posibilita la lectura transversal a la trama. Compuesta por una sintaxis quebrada, por momentos elíptica, donde se combinan imágenes tan efímeras como contundentes que se filtran como las miniaturas en los sueños, la prosa de esta autora no se aleja de la trama sino que la constituye, están unidas, no hay un camino hacia, el artificio simplemente desaparece. Andrea del Fuego vuelve a escribir ese tipo de textos que se agradecen por convertirse en escudos contra la linealidad del sentido, escrituras umbrales cuya lectura es para, como diría el oniro narrador, “cierta gente inquieta, desconfiada con el hecho de que el soñante se quede en ese reposo, esperando que la sugestión de un hacha muestre un corte, que un puente los cruce, que una vuelta al mundo gire dentro de un acuario infantil.”

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