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Domingo, 6 de marzo de 2016

JOHN FOWLES

LA DAMA Y EL OBSESIVO

Cuando se publicó, en 1963, en Inglaterra, El coleccionista de John Fowles fue leída como una novela de terror que sentaría las bases para el arquetipo del perfecto psicópata. Pero también generó lecturas muy críticas acerca de su elitismo, el desprecio hacia las masas y lo nuevo. El mismo Fowles se encargaría de refutar esas críticas. Recién reeditada, es muy interesante confrontar hoy día la lectura de esta perturbadora novela con nuevos contextos y una manera diferente de entender la cultura juvenil y también el sistema de clases vigente en toda sociedad.

 Por Mariana Enriquez

En 1963, cuando se publicó El coleccionista, la primera novela publicada del británico John Fowles, no sólo fue un éxito sino que la editorial pagó la mayor cantidad conocida en Inglaterra, hasta el momento, por un debut. Y sólo dos años después, la llevó al cine William Wyler, con Terence Stamp como protagonista. Fowles tenía 37 el año de su publicación, era graduado de Oxford y su carrera, hasta el momento, había estado focalizada en la enseñanza: un tiempo en la Universidad de Poitiers, en Francia, y varios años como profesor de inglés en la escuela Anargyrios y Korgialenios de Spetses, una isla griega en el Mediterráneo. Inspirado en esa experiencia en Grecia y en sus lecturas –los existencialistas, Sir James Frazer, algunos ocultistas–

Fowles publicaría El mago en 1965; más tarde tendría otro éxito con La amante del teniente francés (1969). Pero fue El coleccionista, este extraño y perturbador libro, el que le daría un nombre y también la posibilidad de dejar la enseñanza y dedicarse a la escritura.

La trama y el escenario de El coleccionista son inmediatamente reconocibles: hoy se trata del lugar común del asesino serial y el acosador obsesivo, el personaje que encierra a su objeto de eventual disección, desde la Annie Wilkes de Misery hasta el cruel Buffalo Bill de El silencio de los inocentes. Frederick Clegg es un empleado público con una vida afectiva limitada: no tiene amigos, el desapego con su familia es evidente y su único placer es coleccionar mariposas. Un día, de manera sorprendente, gana la lotería. Es mucho dinero. Le permite ir a buenos restaurantes con sus tías, ayudarlas, pagarles viajes –es huérfano, quizá una explicación de sus dificultades emocionales–. En Londres es donde ve por primera vez a Miranda Grey, una estudiante de arte por quien desarrolla una obsesión malsana. La sigue, la observa. Trata de olvidarla y no lo logra. Trata de tener sexo con una prostituta y se descubre impotente. En Londres, además, se siente fuera de lugar, especialmente cuando se decide a gastar su dinero en el elegante West End: Clegg es un empleado, no tiene una buena educación y aunque ahora es rico, le cae encima el implacable sistema de clases británico. No se cambia de status social con ganar la lotería, se da cuenta, y el resentimiento le crece como un hongo.

En este contexto es que decide comprar una casa de campo en las afueras de la ciudad, acondicionar la bodega subterránea como una habitación y prepararse para atrapar a Miranda, la mariposa humana. Su plan es muy bueno, su ejecución también y sin mayores problemas, la chica artística, rubia, hermosa, está bajo su poder. Clegg es meticuloso, la casa es una prisión impenetrable y aislada: no hay posibilidades de escape. Es el perfecto psicópata: cree que Miranda es desagradecida, después de todo le armó una habitación tan bonita, con discos y ventilador. ¡Hasta la deja bañarse sin mordaza! Cree que es el desprecio de la gente de la clase de Miranda lo que lo obligó a esta decisión: tiene que obligar a la chica a amarlo y conocerlo en esta situación extrema, porque de otra manera jamás tendría una oportunidad con ella. La primera parte de El coleccionista es una inmersión en la mente endurecida de Fred Clegg; asistimos, también, al desarrollo de sus frustraciones sexuales y su incipiente perversión pero siempre tras el velo de su mecánica voz narrativa, llena de justificación, autocompasión y una total ausencia de empatía.

La segunda parte de El coleccionista es el diario de la víctima. Miranda escribe en secreto, reproduce las conversaciones con su captor, planea fugas que terminan mal. Y al darle voz, Fowles enfrenta al lector con un dilema: Miranda no causa una inmedita identificación. Es esnob, es caprichosa y su arrogancia de clase a veces incluso supera su claustrofobia y su terror. Cuando Clegg, en un raro permiso, la lleva a tomar té a la sala de la casa, Miranda desprecia a los gritos la decoración cursi de patos de porcelana y cuadritos. O se ve obligada a mencionar que la ropa que él le compra es “espantosa”. Estos desplantes no parecen únicamente motivados por el pánico y la bronca. Ella bautiza a Clegg “Calibán”: después de todo, ella se llama Miranda, como la hija de Próspero en La Tempestad de Shakespeare; ella es la hija del poderoso y Calibán es menos que humano, un siervo incluso aunque sea un captor. Escribe Miranda: “Soy demasiado superior para él. Me doy cuenta de lo asquerosamente engreída que suena esta frase, pero es verdad que lo soy”.

Es 1963: los Beatles recién despuntan, está por nacer una nueva forma de ser joven que había tenido sus primeros destellos en el rock de Elvis, la sensualidad herida de Marilyn, la vulnerabilidad de James Dean y la novedosa belleza masculina de Marlon Brando. En Inglaterra, las escuelas de arte están al frente de esta revolución y Fowles lo percibe. Miranda es parte de esta generación y es una chica todavía atrapada entre dos mundos: en su diario surge la figura de G.P., un pintor mayor que ella que la seduce y la maltrata con sus pretensiones y su misoginia (no cree que ella pueda llegar a ser una gran pintora simplemente porque es mujer). “No tienes ni la más remota posibilidad”, dice G.P. “Eres demasiado guapa”. Miranda, afuera de la casa, también está atrapada. No de la misma manera, claro, y es posible que si Clegg le tuviese compasión y la liberase, ella podría ver que G.P. no es un profesor Higgins, sino un adulto pedante y posiblemente mucho menos talentoso de lo que su narcisismo le permite creer. Pero ella no puede pensarlo así, todavía. Está prisionera de Clegg pero también de sus propios prejuicios y del lugar social para chicas como ella, que pronto quedará destartalado, pero todavía no. Así se entiende la metáfora del coleccionista: Miranda será una mariposa, pasa por una metamorfosis, su esnobismo liberal, si se le da la oportunidad de crecer, mutará en mayor entendimiento de su posición y la de los demás: es inteligente. Es una chica de apenas 20 años.

Incluso hasta hoy, El coleccionista es leída como una novela de terror. Cierto que lo sucede es terrorífico y que Clegg será el modelo para la mayor parte de los psicópatas de ficción de aquí en adelante, pero hay mucho más en esta novela de Fowles: un duelo psicológico de poder –tema que tanto le gustaba, también presente en El mago–, el trasfondo del sistema de clases británico, el retrato de esa juventud rebelde que aún está desconcertada.

El coleccionista. John Fowles 291 páginas Sextopiso

Fowles fue acusado de misógino y hasta de fascista: en su siguiente libro, Aristos, una colección de ensayos, se pronunció enérgicamente en contra de una lectura que en aquel momento se hacía del libro: que se trataba de cómo la elite intelectual se veía atacada por las hordas maleducadas. En el prólogo sostiene lo contrario: escribe que El coleccionista es una exploración, a través del género, de cómo los privilegiados deben comprender que no hay libertad sin la educación de las masas, y que las diferencias no deben naturalizarse. Ese subtexto sigue siendo fuertísimo y aun así la novela no es un artefacto de época ni tampoco exclusivamente “británico”: se sostiene como thriller claustrofóbico, como estudio de personajes y como un perturbador y pionero manual para sociópatas.

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