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Domingo, 25 de mayo de 2003

El amor después del amor

Marguerite Yourcenar.
Qué aburrido hubiera sido
ser feliz
Michèle Goslar

Trad. Núria Pujol i Valls
Paidós
Barcelona, 2002
420 págs.

Por Rubén H. Ríos

El destino de Marguerite de Crayencour (cuyo anagrama dará nombre a la escritora) es el cuerpo, como se ha dicho tantas veces, pero también la fragilidad o la sensualidad, la ternura o la aspereza, las pasiones tristes o clandestinas de los otros seres con los que traba relación. Desde la infancia aristocrática en el castillo de los Cleenewerk de Crayencour en Mont-Noir, tiranizado por su abuela paterna Noémie, hasta sus últimos días en la isla de Mount Desert en el estado de Maine, donde vive largos años con su traductora al inglés Grace Frick, es difícil no reparar en lo que Goslar pone en escena con mano suave y piadosa: cómo dejan su marca los otros en Marguerite Yourcenar. Buena parte de su obra, quizá con excepción de Memorias de Adriano (1951), se edifica con esas escoriaciones y muescas, con esas huellas afectivas que los demás trazan –secreta escritura– en su vida sentimental.
Imposible, por el mismo ensamble de la biografía, escindir la muerte temprana de la madre (a nueve días de dar a luz) y la posterior separación de la niñera Barbe Aerts (la verdadera madre durante siete años, según la autora) del deslumbramiento siguiente por Jeanne de Vietinghoff (escritora moralista y mística, mujer casada con un homosexual, amante de su padre y educadora sentimental de Marguerite Yourcenar en su inclinación amorosa primera y última hacia los varones que aman a los de su mismo sexo). La pareja de Jeanne y Conrad de Vietinghoff será una obsesión para la escritora, que investigará sus vidas, y un modelo de vínculo afectivo e íntimo: la primacía del amor que se entrega por entero al otro, un amor sacrificial y cuasi religioso que fracasará tempranamente con André Fraigneau –prendado de “uranismo”, de acuerdo con la fórmula poética de Gide– y en la ancianidad con el fotógrafo Jerry Wilson. Lo mismo sucederá, dentro de claves heterosexuales, con el psicoanalista Andreas Embiricos. Sin embargo, se concretará (si bien de modo invertido, donde ella será la amada y no la amante) en los enlaces lésbicos con Lucia Kiriakos, muerta en 1941 durante un bombardeo, y en especial con Grace Frick.
La gran aventura de Marguerite Yourcenar ha sido, pese a todo, la literatura. Quizá, también, los viajes en el espacio y el tiempo. A su manera, viajes sentimentales, una línea de fuga incesante a través del mundo por trenes y transatlánticos, autos y aviones, museos y galerías, conciertos y librerías, premios y universidades, poemas y novelas, traducciones y obras fallidas (o no, nunca lo sabremos), devoradas por las llamas. Salvo la participación en una marcha durante el Mayo del ‘68, en París, donde se hallaba para presentar Opus Nigrum, o su prédica en contra del maltrato a los animales, no hay en ella opiniones políticas o compromiso social. Sobresale, en cambio, en sus conferencias o en ciertos textos, un rechazo visceral hacia la época, de orden espiritual, como si el hundimiento de lo sagrado y la trascendencia del individuo –un poco como pensaba Henri Thoreau, el solitario pensador de la “desobediencia civil”– en la sociedad de consumo rebajara la dignidad de los hombres. De ahí su admiración por Gandhi (que admiraba a Thoreau) y una vaga esperanza en la rebelión.
Es curioso cómo el amor quiere prolongarse en la muerte, en la eternidad. En el cementerio de Somesville, en Mount Desert, yacen sepultados los restos de tres cuerpos unidos por ese tenue hilo en la vida: Grace Frick (muerta en 1979), Jerry Wilson (en 1986) y Marguerite Yourcenar, la primera mujer elegida miembro de la Academia de Letras francesa, fallecida en 1987 a causa de un derrame cerebral. Ella deseó que fuera así. Las tumbas de su pareja por más de veinticuatro años y del joven gay que consoló y enturbió su vejez y la suya propia son testimonios mudos del anhelo de perduración del fuego de la vida hasta en la muerte. La biografía de Michèle Goslar –filóloga y directora del Centro Internacional de Documentación Marguerite Yourcenar de Bruselas– reconstruye o resucita (al menos en el simulacro de las palabras) ese deseo siempre fantasmático por el otro que no apagan del todo ni los sepulcros.

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