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Domingo, 25 de mayo de 2003

RESEñAS

Últimos días del vidente

Mi hermano Arthur
Isabelle Rimbaud

Salvador Gargiulo (ed.)
trad. Romina Doval
Isla Luna
Buenos Aires, 2003
130 págs.

por Mariana Enriquez

Luis Gusmán se pregunta en el prólogo a Mi hermano Arthur qué vida pudo acompañar la obra de Arthur Rimbaud. La otra pregunta, la que trata de responder este libro, es con qué muerte pudo terminar semejante vida. Rimbaud enfermó después de pasar once años en Africa como comerciante de marfil, armas y quizá esclavos. En abril de 1891 encontró que su rodilla se hinchaba hasta paralizarle la pierna. Se hizo trasladar en una camilla, atravesando el desierto durante doce días, hasta que el 9 de mayo de 1891 embarcó rumbo a Marsella, donde comenzaría su agonía. Mi hermano Arthur es la historia de esa agonía: al texto del mismo nombre de Isabelle Rimbaud, la edición de Salvador Gargiulo agrega correspondencia familiar en torno de los últimos e infernales días del poeta.
Isabelle Rimbaud escribió Mi hermano Arthur un año después de la muerte del poeta. Es la primera semblanza de Rimbaud que se conoce, y es una elegía. Isabelle intenta quitarle a Rimbaud toda mancha moral; cuando escribió el texto, aún no había leído la obra de su hermano, pero conocía su fama de anticlerical, antisocial y homosexual. Mi hermano Arthur presenta a un hombre inmaculado, casi un misionero; no sólo quiere reivindicarlo como ser humano sino, apunta Gargiulo, “como un apóstol de una causa asimilable al ideal cristiano”. Isabelle Rimbaud, católica ferviente, fue, además, la única testigo de la supuesta conversión del poeta antes de morir. El libro recoge la famosa carta donde Isabelle narra la entrevista de Rimbaud con el sacerdote, y expone la polémica en torno de la verosimilitud del hecho, pero evita emitir juicios. “Ya no es más un pobre desgraciado –escribe Isabelle–, sino un justo, un mártir, un elegido.” En tanto, las cartas enviadas por Rimbaud no hacen jamás una referencia a la espiritualidad. El lector puede continuar prefiriendo la versión del Rimbaud profano hasta el fin o la del Rimbaud entregado a lo sagrado; ese final queda abierto.
Mucho más apasionante es comprobar en Mi hermano Arthur que Isabelle Rimbaud carecía del genio de su hermano, pero tenía notables habilidades literarias. Escribe Gargiulo: "Su voz cautiva sólo cuando el tono laudatorio se despoja de pruritos religiosos y se convierte en figura retórica, en hipérbole, en pura saturación. Es allí –y en los lánguidos cuadros de inspiración africana– donde debemos hallar el mérito de esta obra".
La correspondencia es clave para que la semblanza sea completa. Y la edición de Isla Luna cuenta con notas al pie notables, que revelan complejidades y ofrece un marco de referencia absolutamente pertinente. Aparecen los testimonios de patrones y colaboradores de Rimbaud en Africa, que no dudan en elogiarlo, y niegan que el exitoso comerciante pudiera tener algo que ver con la poesía. El testimonio más conmovedor es el de su amigo Dimitri Righas, que le escribe: “Le han cortado su pierna y me ha impresionado mucho así como a todos sus conocidos en Harar. Hubiera preferido que me corten la mía mejor que la suya”. Estremecen especialmente las notas que explican los dolorosos e inútiles tratamientos a los que fue sometido Rimbaud: el médico que lo atendió en Aden ubicó su pierna en alto, sostenida del techo por un cable, en una habitacióncalurosa sin ventilación, después del agotador viaje por el desierto; en el hospital de Marsella se lo sometió a electroterapia que, lejos de mejorarlo, le provocaban nuevas neuralgias y desgarros.
No obstante, son las cartas de Rimbaud lo más impactante de este libro. No menciona jamás su pasado literario; su único desvelo es su pierna, o mejor, sus piernas (la que ha perdido, la de madera que le servirá de sostén, y la pierna que le queda, que teme perder). Rimbaud murió de cáncer óseo, pero durante su agonía conservaba las esperanzas de, al menos, sobrevivir como un inválido. En su tono se mezclan la autocompasión, el entusiasmo ciego y la ironía feroz. Así describe su invalidez: “Tiemblas al ver objetos y las personas que se mueven a tu alrededor por temor a que te atropellen y te rompan la segunda pata. Se ríen al verte dar saltitos. Nuevamente sentado, sientes las manos crispadas, la axila deshecha y la figura de un idiota. Te desesperas, tendido como un completo impotente, lloriqueando y esperando la noche, que traerá otra vez el insomnio perpetuo y la mañana más triste aún que la víspera”. Espera con ansia la pierna ortopédica que llegará demasiado tarde, cuando esté completamente paralizado y ya no pueda usarla. “Soy un tronco inmóvil”, escribe. Falleció en noviembre de 1891, y fue enterrado en Charleville.
La impecable y bella edición de Isla Luna se completa con ilustraciones pequeñas, fotos de la granja de Roche donde Rimbaud pasó parte de su agonía con su hermana, del diario de viaje del poeta, de sus empleadores, dibujos de Isabelle sobre su hermano... y también esas fantasmagóricas fotos tomadas en Africa, donde apenas se distinguen los rasgos del poeta. Mi hermano Arthur es un documento de indudable valor biográfico, desmitificador y cruel, páginas dolorosas sobre un comerciante de marfil moribundo y postrado que en su última carta dedica sus palabras finales a su negocio y le dicta a su hermana: “Un diente, un lote: dos dientes, dos lotes”. También dicta: “Estoy completamente paralizado, por eso quiero ser llevado a bordo temprano”. Rimbaud quiere viajar a Suez. Isabelle atribuye ese afán al delirio; pero más bien parece la última y loca huida del viajero incansable.

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