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Domingo, 14 de agosto de 2016

BORIS GROYS

ARTE EN VIVO

Filósofo, crítico de los medios y observador de los cambios que se produjeron en el arte desde el apogeo de las vanguardias a su transfiguración en el mundo globalizado, Boris Groys no es un pensador ajeno a polémicas y enfoques provocativos. Pero también se trata de un hábil desmontador de lugares comunes anquilosados en el pensamiento occidental. De eso dan muestra dos libros notables que confluyen en Argentina por estos días: Introducción a la antifilosofía (Eterna Cadencia), aguda colección de ensayos sobre el giro deconstructivo que empieza con Kierkegaard y encuentra altos exponentes en Alexandre Kojève y Jacques Derrida, y Arte en flujo (Caja Negra), sobre las relaciones entre vanguardia, museo e Internet.

 Por Fernando Bogado

Hay un conjunto de lugares comunes en la práctica artística y en la filosofía que se repiten sin mucha reflexión al respecto o se dan por sobreentendidos. Por ejemplo, la idea de que las vanguardias históricas (surrealismo, dadaísmo, futurismo, etc.) presentaron un mismo proyecto: el de volver a reunir arte y vida; y que ese proyecto fracasó rotundamente hasta el punto de que los museos, la entidad misma que las vanguardias querían tirar abajo, son ahora el espacio donde ellas sobreviven, como si sus obras produjeran el mismo impacto y la misma sensación de pérdida que presenta hoy cualquier fósil de dinosaurio. Otro lugar común, ahora más filosófico, indica que cualquier discurso de esta índole trata de interpretar al mundo, cuando, a partir de Marx, se percibe la sensación de que lo que hay que hacer es cambiarlo. Digamos, el proyecto marxista se muestra, en esta rápida lectura, como algo por cumplir, una promesa o un llamado antes que una realidad. Y, finalmente, algo que tiene tanto la impronta hegeliana como la lógica neoliberal que se impuso en todo el mundo luego de la caída del Muro de Berlín: tanto la historia como el arte han llegado a su fin, no hay nada nuevo para ofrecer, lo único que se puede hacer es aceptar este fin y seguir adelante, casi como un duelo eterno. Estos lugares comunes son los que la obra de Boris Groys (Alemania, 1947), precisamente, busca poner en un entredicho, en una lectura que tiene tanto la impronta de la filosofía continental (atravesada por Hegel, Marx y Derrida) como las relecturas que el mundo soviético-oriental ha impuesto en varias formulaciones contemporáneas, recalando sobre fenómenos culturales que evidencian una lógica del mundo capitalista tan patente como sorprendente (basta con revisar la trascendencia de Slavoj Žižek para entender a lo que nos estamos refiriendo con esta aparente “moda”).

Groys, nacido en Berlín Oriental pero formado en la Unión Soviética, en la Universidad de Leningrado, en filosofía y matemática, ocupa un lugar preponderante dentro de la escena intelectual contemporánea por varios motivos. En principio, pone en entredicho, recurriendo a un modo de lectura que recuerda bastante la estrategia deconstructiva del propio Jacques Derrida, las lecturas naturalizadas y tomadas por absolutamente ciertas de varios filósofos o de varios sucesos artísticos. Por ejemplo, podemos pensar, después de las vanguardias, que la figura del museo alberga los restos de prácticas artísticas que perdieron su legitimidad, su capacidad de impresionar al público, el pulso vital que las mantenía, del mismo modo en que un cementerio alberga los restos de lo que alguna vez fue un hombre que respiraba. Sin embargo, el museo, en la actualidad, no es el lugar en donde se va a ver el arte del pasado y a reflexionar sobre diversas prácticas catalogadas, sino que es el espacio mismo en donde la práctica artística tiene lugar, siempre bajo el plan de un proyecto curatorial que se impone por sobre esta idea de exhibición tradicional. En el artículo “Entrar en flujo”, del libro Arte en flujo, lo que vemos es una reflexión en torno a la importancia de la figura del curador (un “pequeño dictador”) como aquel que diagrama una experiencia particular: la de la participación del público en una muestra. Esa muestra rompe los límites entre las obras exhibidas y se convierte en un gran evento que, en líneas generales, se “vive”, no se contempla. Y, en la medida que se vive, no se puede tener de él como registro una “obra” en un sentido clásico, relativamente mortuorio, que la vieja idea de museo impone. Muy por el contrario, lo que vive sólo puede ser documentado, registrado, por ejemplo, en un video o en una grabación de algún tipo que trate de capturar lo evanescente de esa experiencia. A diferencia de lo que creemos, en el museo el arte puede, por fin, respirar.

LA POLITICA COMO ESTETICA

Arte en flujo: Ensayos sobre la evanescencia del presente. Boris Groys Caja Negra 224 páginas

La clave de esta lectura se encuentra en un término acuñado por Richard Wagner en su trabajo de 1849, La obra de arte del futuro, en donde defiende el término “Gesamtkunstwerk”, o sea, la “obra de arte total”, aquella que puede poner en relación diferentes prácticas en un mismo espacio y borra los límites entre el adentro y el afuera de la obra, tal como sucede en una exhibición curatorial contemporánea en donde todo se percibe como arte. “En ese texto, Wagner critica la autonomización, especialización y co-modificación del arte en la sociedad burguesa”, señala Groys. “Para superar la idea del arte como puro entretenimiento, él propone un proyecto unificador estético-político que elimina la diferencia entre el artista y el espectador, entre el afuera y el adentro de la obra. Gesamtkunstwerk es el nombre de esta obra de arte total que coincide enteramente con la sociedad (Wagner, hay que tenerlo presente, habla acerca de esta sociedad que coincide con la obra de arte en la medida en que es una sociedad comunista). Este proyecto unificador fue, durante mucho tiempo, el proyecto principal de la modernidad: bajo diferentes formas, los artistas han tratado de poner el contexto de aparición de sus obras de arte bajo su control. Ese es el significado de los proyectos de las vanguardias rusas y de Bahuaus, por ejemplo, y ese es también el significado de la posterior crítica institucional y del mercado del arte”.

Esta idea de Gesamtkunstwerk es fundamental en el trabajo de Groys, hasta el punto de que uno de sus libros más conocidos, Obra de arte total Stalin, escrito en 1987 y publicado en Alemania en 1988, luego de su emigración de Rusia hacia Alemania Oriental, es quizás uno de sus textos más polémicos y una inmejorable carta de presentación para un pensador que parte de la provocación para ponerse a trabajar. Allí, discute esa especie de afirmación cerrada que considera que las vanguardias rusas terminaron con la llegada de Stalin, y que el realismo socialista fue el canto fúnebre de las experiencias de los artistas rusos de las primeras décadas del siglo XX. Groys considera todo lo contrario: el proyecto stalinista es, en verdad, una Gesamtkunstwerk que operó de manera multimedial, como cualquier obra de arte contemporánea, llevando a su concreción el proyecto vanguardista a través de un camino particular, al mismo tiempo que ocupaba todas las esferas posibles y absorbía dentro de sí a los espectadores. Stalin no es el fin de la vanguardia rusa, sino su realización.

Lo que se pone aquí en discusión, en definitiva, es el tipo de vínculo entre la esfera artística y la política en el siglo XX y lo que va del siglo XXI. Según Groys, “la politización del arte es posible solamente por la auto-estetización de la política. El poder político siempre se presenta como espectáculo, un show tal como lo señaló Guy Debord. Y sólo porque el poder político se presenta a sí mismo en una forma estética, el arte tiene un componente político, estrictamente, proponiendo una estética que sería alternativa con respecto a la estética del poder”.

PERFORMANCE FILOSOFICA

Introducción a la antifilosofía. Boris Groys Eterna Cadencia 288 páginas

El libro Introducción a la antifilosofía, parte de una idea que vincula al discurso filosófico con el artístico, idea que le permite a Groys revisar en esta colección de artículos diferentes propuestas que, de una u otra manera, exhiben los principales nudos teóricos del pensamiento de la Modernidad. El nacimiento de la figura del filósofo es el nacimiento del “consumidor de verdad”, tal como sostiene en el prólogo de este trabajo. Digamos, alguien que busca la verdad pero que, cada vez que le parece encontrarla, ejerce una crítica o levanta el gesto de la sospecha para desacreditarla y ponerse nuevamente en esa búsqueda infructuosa y al mismo tiempo totalmente necesaria. Para decirlo mal y pronto, el hombre se transforma en un sujeto que sabe dos cosas cuando entra al mercado filosófico: que no hay ninguna verdad, porque todas son susceptibles de una crítica que las desacredita; y que hay demasiada verdad, por la enorme cantidad de producciones filosóficas que se presentan como críticas de otras posiciones y como representantes de una auténtica, indudable verdad.

El giro “antifilosófico” con respecto a esta figura del filósofo como “consumidor de verdad” es mucho más profundo de lo que imaginamos: a partir de los trabajos de Marx y Kierkegaard, la tarea ya no es criticar la verdad como si de un sommelier especializado se tratase, sino de hacer, de producir, y de transformar el discurso filosófico en un conjunto de órdenes. En ese sentido, uno de los artículos más interesantes del libro está dedicado a la figura de Alexandre Kojève, el reconocido filósofo ruso que impartió en Francia, entre 1933 y 1939, un curso fundamental sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, curso al que asistieron figuras claves del pensamiento francés como Jacques Lacan, Georges Bataille, Raymond Aron, Jean Hippolyte, André Breton o, indirectamente, Jean-Paul Sartre (quien no asistía pero “leía los apuntes”). Kojève desató, en ese curso, una polémica que continua hasta nuestros días: la historia, estrictamente, ya había llegado a su fin, por lo tanto, no se puede producir un conocimiento filosófico nuevo, sino sólo repetir la cima de la filosofía occidental, que no es otra cosa que el libro de Hegel del cual se convirtió en una especie de intérprete. Groys desarma esta afirmación de Kojève a través de una lectura mucho más cercana a la crítica artística: ese querer repetir el “libro” parece tener un funcionamiento cercano a la lógica religiosa, que interpreta y se ata a lo que dice el texto y, al mismo tiempo, el acto de repetir en contextos diferentes (que es lo que se proponía el mismo Kojève con sus cursos en Francia) es, en última instancia, la lógica misma de la performance artística contemporánea, que encuentra la “novedad” en esta repetición en un contexto diferente.

“Me parece a mí que la posición del filósofo cambió recientemente”, acota finalmente Groys. “El filósofo se transformó más en un performer, alguien que no está más escondido detrás de sus textos. En este sentido, el filósofo se convirtió en parte del espectáculo político. De paso, esto era algo muy claro y evidente para personas como Marx y Bakunin al mismo tiempo que le resultó claro a Wagner, quien participó con Bakunin de la revolución de 1848. Ellos también quisieron cambiar el contexto de su filosofía a través de la revolución. Aquí, el proyecto filosófico y artístico coincide. Tanto el artista como el filósofo elevan la pregunta en torno al poder con el objetivo de poner el mundo en el que su discurso o su práctica artística es situado bajo su control, digamos, para imponer su arte o su discurso en lugar de simplemente practicarlos. Eso es lo que Kojève escribió: no es que el Rey se tenga que convertir en filósofo, tal como lo querían Platón o Aristóteles, sino que el filósofo se debe convertir en Rey a través de la revolución. Ese sería el verdadero fin de la historia”.

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