libros

Domingo, 14 de agosto de 2016

ANA MARíA SHUA

COMO UNA BUENA MADRE

Con unos cuarenta libros en su haber, Ana María Shua es una de las autoras más prolíficas y también versátiles de la literatura argentina, una de las primeras en experimentar el tan en boga microrrelato y en abordar tramas y personajes que eran apenas emergentes en su época, como sucedió con Soy paciente y Los amores de Laurita. Ahora, con Hija, es el turno de presentar una maternidad ambigua y llena de interrogantes, en la que se ponen en entredicho cuestiones de género, de identidad y parentesco quizás inimaginables años atrás. En esta entrevista Shua refiere los conflictos y peleas internas que le plantearon su nuevo libro y por qué decidió incorporar en sus páginas un diario de escritura.

 Por Violeta Serrano

Una esperaría ropa, zapatos o incluso frazadas. Y sin embargo, en los estantes de varios armarios de la casa de Ana María Shua hay, sobre todo, libros de Ana María Shua. Por decenas. Repetidos a veces, otras no. Sobre los muros de las paredes descansan colgados dibujos, una imponente escultura de madera y distintas fotos. En el living hay una especialmente grande que retrata a sus niñas cuando lo eran: Paloma, Vera y Gabi. Las tres crecieron maceradas en literatura. Fueron, siempre, sus críticas más feroces cuando les leía para ver cómo respondían a sus relatos para chicos. Ella, Ana María, ya lo sabemos, es escritora. Desde siempre. Aunque no desde siempre ejerció como tal a tiempo completo. Antes de eso trabajó durante quince años como creativa publicitaria. La misma ocupación que ha elegido para Esmé, el personaje de la madre en su última novela: Hija. “Yo a los 34 años dejé la publicidad. Ya empecé a escribir mis primeros libros mientras trabajaba como publicitaria. Esmé no era escritora y se quedó con eso y con la decadencia que eso comporta. Un creativo publicitario pierde muy rápidamente la frescura y juventud y vienen detrás las nuevas generaciones. Hay que estar muy en el mundo actual para poder hacer ese trabajo. Aprendí muchas cosas. Lo más importante para mí fue no depender de la inspiración. Cuando dejé las agencias pensé: así quiero trabajar con mi literatura, como si el día que no se me llegue a ocurrir nada, me despidiesen”.

Pero nunca ocurrió. Ana María Shua es una de las escritoras más prolíficas y versátiles de la literatura argentina. Ha desarrollado su arte en todos los géneros. Desde su primera novela publicada, Soy paciente, que ganó el premio de la editorial Losada en 1980, hasta esta última Hija, ha tenido tiempo para casi todo. Para recibir reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura o la beca Guggenheim, para ver llevada al cine Los amores de Laurita, para hacer suyo el sello de adaptar clásicos para niños respetando lo máximo posible el original, para inventar literatura infantil propia, para ser catalogada como la reina del microrrelato en Hispanoamérica cuando incursionó en el mercado español gracias al editor de Páginas de Espuma, Juan Casamayor, y, justamente, de replicarle a los “gallegos” que desconocían el resto de su extensa obra, más allá del trono del microrrelato que ella inauguró, ya en la Argentina de 1984, con La Sueñera. Es cierto que no hubo muchos antes que hubiesen publicado un libro dedicado en exclusiva a ese género. Está, por supuesto, Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy. Pero hasta entonces, no mucho más.

“En realidad Soy paciente es la primera novela que salió, pero yo ya tenía otros dos libros, La Sueñera y Días de pesca, un libro de cuentos. Empecé con 25 páginas en las que estaba todo. Llegó a tener 200 páginas y después se estabilizó en 120. Y en esa época escribiendo a máquina me llevó un tremendo esfuerzo”.

Dice que se acostumbró a narrar así por su trabajo en la agencia publicitaria. Y a no fumar mientras escribía le obligó después la vida. Creyó que no iba a poder. Pero sí. Sustituyó el cigarrillo por el jugo de paraguas. Así le llama a los cortaditos de café descafeinado que se toma de mañana, con apenas leche, como si fuera su nafta para ejercer el oficio. Y la máquina de escribir pasó a ser una computadora. Cuando tiene entre manos una novela sólo la desarrolla en su lugar habitual de trabajo. Para el microrrelato, por ejemplo, puede salir. Incluso le hace bien producir a mano, en cualquier café. Pero sin música. Ana María Shua siempre escribe en silencio. Se reconoce “sorda musical”. Y, sin embargo, poeta.

“Poetisa, decíamos entonces”. Cuando tenía apenas diez años la decretaron como la poetisa oficial en su clase del colegio. Luego, a los 16, ese pasado cristalizó en el libro El sol y yo. Hoy se atreve a innovar también en ese campo y, como es habitual en ella, lo hace tendiendo a la síntesis. Así que actualmente experimenta con los haikus.

¿Los pensás publicar?

–No por ahora. Está bien tener algo inédito.

Y ríe. Porque se diría que ya lo ha publicado todo. Hasta algunas veces con pseudónimo, después de malas experiencias como la que tuvo en los 90 con El marido argentino promedio. “Me encasillaron. Fue feo para mi carrera. Era de un humor costumbrista. Muy sencillo. No es que fuera mal recibido sino que tuvo mucho éxito y tapó y borró totalmente todo lo demás. Dejé de ser escritora y me convertí en experta en maridos”.

Ni el humor ni el foco en el personaje del marido son el punto fundamental de Hija. En su última novela, Ana María Shua se propone indagar en un sentimiento dificilísimo y poco ortodoxo: el de una madre que, poco a poco, como una intuición irremediable, va dándose cuenta de que su hija, la única que tiene, no es buena persona. Con la responsabilidad que eso conlleva. Toda una proeza que, si no hubiera sido escrita por la prosa aireada de Ana María Shua resultaría, sin duda, asfixiante.

Por decisión propia y con el apoyo de su editora, Mercedes Güiraldes, Hija incluye un diario íntimo de la escritora que relata al lector cómo es el proceso de la gestación del libro que tiene en sus manos. Toda vez que terminamos un capítulo de la historia de Hija, aparece su par en forma de confesión de trabajo. “El diario en la novela fingirá ser siempre documento, pero en buena parte también será ficción”, se advierte en las primeras páginas. También se avisa de que ese diario, mecanografiado en un tipo de letra distinto, puede leerse o no: es algo que queda a juicio del lector. Y es cierto: puede éste saltárselo y la historia seguirá ahí, sin pestañear. Sin fallos notables, casi perfecta en su forma. “La gran diferencia entre un escritor y alguien que quiere serlo es la autocrítica”, afirma Shua parafraseando a Ricardo Piglia.

¿Hija es una de las obras que más trabajo te ha dado?

–Me costó mucho avanzar en la novela. Era tan desagradable la situación… la de una madre que tenía una hija en la que no podía confiar… De hecho, llegar al diario me provocaba cierto alivio.

¿Por qué te costó tanto avanzar?

–Por razones personales. Aunque ninguna de estas situaciones sucedió, en esta novela yo estaba expresando sentimientos y sensaciones muy íntimas. Y también estaba todo el tiempo muy preocupada de no escribir nada que pudiera molestar o dañar a mis hijas.

¿El diario lo escribiste en paralelo o al final?

–A la vez. No hubiera podido escribirlo después: es verdaderamente un diario.

CRIAR HIJOS

Las tres hijas de Ana María Shua son rubias. Por eso la “hija” de su novela es retratada forzosamente como una morocha, hermosa, con ojos de miel. Muy parecidos, según se describen, a los de la propia Ana María, que proceden, probablemente, de su rama paterna: su abuela era sefardí, del Peñón de Gibraltar, y su abuelo mizrahí, de Beirut. Por parte de madre ambos abuelos eran judíos polacos. Ana María no sonríe demasiado pero cuando lo hace la cara se le ilumina y su gesto cambia. Habla de sus tres hijas y la luz, de nuevo, regresa a su rostro. El orgullo le sube por la piel y se le queda acostado en los labios y en las pupilas casi imperceptibles entre el marrón de su iris. Pero es innegable que una de sus hijas se convirtió en un desafío para cualquier madre. De pequeña era una chica sedentaria, sin interés alguno por el mundo del deporte. Pero después cambió. Paloma Fabrykant dedicó, hasta hace poco, parte de su vida profesional a la pelea vinculada a las Artes Marciales Mixtas. Para ver de qué se trata y entender el temor de una madre al respecto basta con poner su nombre en Youtube y observar las imágenes. Ana María confiesa que sólo podía ver las peleas una vez que sabía que habían terminado y que Paloma estaba, de nuevo, sana y salva. Magullada, puede ser, pero en pie.

¿Esa experiencia con Paloma impulsó la temática de este libro?

–No. El hecho de tener hijos y que no se comporten como yo me hubiera comportado en determinada situación, sólo eso, alcanza para esta novela y mucho más.

¿Cómo se asume que un hijo es un ser autónomo que no forma parte de tu propio cuerpo?

–Es intolerable. Que sea una persona distinta de uno. Que no sea un clon. Es una cosa tremenda. Es lo natural. Todos somos hijos y lo hemos vivido como experiencia pero, por alguna misteriosa razón, es casi inevitable que volvamos a poner en nuestros hijos toda esa carga de que deberían ser continuaciones de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Sólo el hecho tan sencillo y tan obvio de que son personas diferentes a uno es muy difícil de aceptar. Creo que este sentimiento es lo que me llevó a escribir este libro. Llevándolo a las últimas consecuencias. ¿Qué hace una madre con una hija de la que poco a poco se va a dando cuenta de que es una mala persona? ¿Y qué hace con esa terrible sensación de responsabilidad?

¿Pensás que es más difícil criar a una mujer que a un hombre?

–No tengo la menor idea porque no tengo ninguna experiencia en criar hombres. Pero me parece que es tan difícil como criar mujeres. La gran diferencia que yo veo es que las mujeres nacen y los hombres se hacen. Una mujer es una mujer y ya está. Y no tiene que estar dándole vueltas a su condición de género. En cambio, la virilidad está siempre en entredicho y un hombre tiene que estar demostrándose y demostrando al mundo constantemente que es un hombre. Y eso debe ser muy difícil y muy penoso. También para los padres.

Acá se habla mucho de la dificultad de la educación. ¿Cómo se educa a una hija sin coartarla, advirtiéndole de los peligros pero dejándola caminar sola?

–A mí, igual que a mi madre, nos resultó muy sencillo criar mujeres fuertes porque nosotras somos mujeres fuertes. Más allá de lo que podamos decir o intentar o hacer, está nuestro ejemplo.

¿Qué opinás del personaje de la madre de Esmé?

–Es muy interesante. Me gusta. Es dura y es pragmática. Es un personaje complejo. Y tiene la pérdida de una hija que le marca la vida absolutamente. Eso es parte de la ucronía porque mi hermana se escapó en el 76 y a la hermana de Esmé la mataron en la dictadura. Mi hermana se fue a Chicago y allí se quedó. Ahora viene dos veces por año.

Ana María Shua habla de sus personajes como si fueran carne, huesos, pulmones y agua. Siente como ellos sienten. Sufre como ellos sufren y parece que riera como ellos ríen. Por eso esta novela, cuyo tema principal es francamente incorrecto, le incomoda, le preocupa, le cuesta. Demasiado frágil para tomarlo con liviandad y, al mismo tiempo, creado con una escritura tan oxigenada que delata el pulso de una autora que tiene un dominio absoluto sobre sus herramientas. Al fin y al cabo, todo está en la realidad.

La propia madre de Ana María Shua es recordada por ella como una mujer valiente y fuerte. Trabajó hasta una semana antes de morir, a los 82 años. Fue odontóloga y después, psicóloga. “Hubiera sido una gran médica. Fue un deseo que le pasó por los dos costados”, dice Ana María. Ella, que cuando estaba pensando qué estudiar, dudó en algún momento sobre esa especialidad, como si el deseo materno no realizado hubiese golpeado a la puerta de su propio camino. Pero hoy no se arrepiente. “La medicina me interesa sólo literariamente. Me fascina la terminología médica, esa especie de código secreto”.

¿Defendés que en literatura nada se inventa?

–Para mí la imaginación es arte combinatorio. No solo en la escritura, sino en el arte en general. La ficción opera como el sueño, sólo que con más control. Uno no sueña con algo que no conoce sino con elementos de la realidad que su mente combina de una manera arbitraria. Con menos arbitrariedad y más control, se crea la ficción. La realidad enriquece siempre. Poder volver a mirar la realidad con otros ojos, saltando de las convenciones culturales, es muy importante. Es decir, hay un punto en que todos dejamos de ver la realidad y la vemos a través del filtro que impone nuestra cultura. En todos los aspectos de la vida la mente de las personas está cuadriculada por los casilleros que le impone la cultura en que se ha desarrollado. Quien puede evitar esos casilleros y volver a mirar la realidad de otra manera, tiene la posibilidad de traer algo nuevo al mundo. Y no es algo que inventó. Es simplemente otra mirada.

Hija es, de algún modo, una suerte de ucronía de la propia vida de Ana María Shua. Un especie de retrato de lo que podría haber sido su existencia si todo hubiese llegado a salir mal. La novela se inicia con dos jóvenes que se marchan rumbo a París en plena dictadura argentina. Con una tensión magistral digna de una escritora dotada de toneladas de experiencia, Ana María Shua relata el viaje en barco con una mezcla de humor y patetismo, crudo, vital, horrible y maravilloso al mismo tiempo. Ella y su marido, Silvio, también se fueron a Europa, pero no huyeron perseguidos, sino porque desearon probar suerte allá. Pero regresaron porque extrañaban Buenos Aires. La que sí huyó por razones políticas fue la hermana de Ana María que ahora vive en Chicago. La hermana de Esmé no fue desaparecida. Pudieron enterrarla. Pero no pudo huir. El marido de Ana María no es el marido de Esmé. Guido, el personaje que hace de padre en la novela, se ausenta y dificulta la educación del conflictivo personaje de la hija. Todo lo contrario a lo que es, según Ana María, su pareja, Silvio Fabrykant. El peso de todo, como madre, como hija y como responsable, cae sobre el personaje de Esmé en la novela. Herramientas ficcionales de todo tipo exacerban esa sensación de angustia que llega a límites siniestros en las descripciones del carácter de esa hija que ni por asomo parece preguntarse, alguna vez, qué daño puede estar ocasionando con su actitud a la mujer que le dio la vida.

¿Cuánto de vos hay en la madre de Hija?

–Esmeralda sin duda es un alter ego mío. Buena parte de mis sentimientos en relación con la maternidad están expresados a través de Esmé.

En la obra los personajes femeninos tienen mucho peso, ¿qué significó para vos la reacción que hubo en el público después de que saliera tu libro Cabras, mujeres y mulas?

–Bueno, esa es la razón por la que luego publiqué Todo sobre las mujeres. Cabras, mujeres y mulas fue una antología de la misoginia, el odio y el miedo a la mujer en la literatura popular. Muchas mujeres, cuando lo leyeron, ignorando el prólogo, dijeron, ¡cómo, Ana María, decís eso de nosotras, qué barbaridad! Y otras, fue todavía peor. Bajaban la cabeza y decían: “Claro, es que todo lo que dice ahí es tan cierto: las mujeres somos malas, vengativas, veleidosas”. La baja autoestima personal se convierte en baja autoestima para todo el género. En general los hombres se quieren más.

Antes de ser proclamada, por consenso popular de sus compañeritos de escuela como la poetisa oficial de la clase, Ana María Shua sufrió un disgusto monumental que terminó siendo la causa de su prometedor futuro y de que hoy, en su departamento del centro porteño, los libros firmados por ella misma rebosen los estantes de los armarios. Y todo por culpa de un caballo negro y feúcho, que parecía tener todas las de perder al lado de una apetecible princesa, con su dragón y todo.

Hija. Ana María Shua Emecé 250 páginas

¿Recordás ese momento?

–Perfectamente. Yo entré a primer grado con cuatro años, cumpliendo en abril, así que cuando terminé, aún no había cumplido los cinco. Allá tenía una amiga. A ella y a mí, cuando finalizamos ese primer grado, nos regalaron dos libros de la colección Robin Hood. Uno con un dragoncito muy lindo en la tapa que se llamaba Artemito y la princesa y otro con un caballo, feo y mal dibujado, que se llamaba Azabache. Entonces lo jugamos a las figuritas. ¡Y a mí me tocó el del caballo feo!

Y las dos querían el del dragoncito.

–Sí. Lo lamenté muchísimo. Pero cuando lo empecé a leer no podía creer lo que me estaba pasando. ¡No lo podía creer! Fue algo extraordinario.

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Imagen: Xavier Martín
 
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