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Domingo, 17 de marzo de 2002

POESIA

Siesta no se duerme

El sello Siesta acaba de distribuir los libros que alcanzó a realizar en el marco del Plan de Promoción a la Edición de Literatura Argentina de la Secretaría de Cultura de la Nación y que, una vez más, revelan la vitalidad de la poesía argentina.

POR DELFINA MUSCHIETTI

El sello editorial Siesta sigue publicando y publica buena poesía. Y propicia el espacio de lectura que la poesía hace posible: detener el ritmo de la vida cotidiana y entrar en esa otra velocidad que bordea el estado del sueño. Admirable empresa, entonces, la de las pequeñas editoriales independientes que publican poesía en Buenos Aires. Una traductora suiza decía hace un tiempo, muy admirada: “Ustedes, los sudamericanos, son como volcanes produciendo y produciendo”. En medio del derrumbe, de la crisis, del agotamiento, aparecen estos libritos de poesía típicos de Siesta: chiquitos, finos y preciosos, pero pesados. Quiero decir, esos livianos libritos bellos en colores y diseño que levantan una propuesta fuerte, nada leve, nada superficial, aunque haya de todo (según el heterogéneo perfil de la poesía argentina que se produce hoy).
El recorrido comienza con XXX, el segundo libro de Marina Mariasch. Una escritura que crece con paso seguro y muestra la valentía inesperada de colocar como último poema una carta-crítica sobre el mismo libro que terminamos de leer. La carta sigue el camino que leemos en la poesía de Marina: desde “la parte afectadita/literario-pop” hasta los “gestos punk” o “el movimiento doble del realismo”. Pero la pregunta es sobre el ritmo y el corte de los versos. Y el registro del lenguaje, también, que sin dejar de ser moderno abandona lo frívolo para internarse en una zona cada vez más ascética y descarnada en la visión de personajes, sus relaciones de género, su relación con este mundo cada vez más Tercer Mundo. Por eso, “llegó con el walkman/ hecho pedazos y una parte en tres/ descangallada”: es decir, sintetiza electrónicamente esa realidad del corte y la destrucción del lenguaje poético y de los cuerpos; de buena parte, en fin, de lo que vivimos en nuestra historia de hoy.
Con natatorio, su segundo libro, Martín Rodríguez nos pone nuevamente frente a una de las escrituras jóvenes más originales de Buenos Aires. El que escribe, ya lo conocemos desde su libro anterior agua negra, da vueltas y vueltas como en un molinillo en ese circuito papá-mamá-abuela-hermanas-hermanos-primas-vida escolar, gira como en un torniquete y no nos da respiro. Fuera de cualquier sentimentalismo, corta y pela como con una navaja el verso, el ritmo, el aliento. Dolor y crudo el sentido del sexo y el sueño, la ausencia de todo amparo del canon, de cualquier prestigio literario. En el puro desamparo que nos recuerda a Vallejo. Así, pelado, como la encía cuando se cae el diente y con esas revelaciones “la/ abuela cuando hay un relámpago se le ilumina/ la espalda como un tubo/ de luz”. Y algo que se corta y sangra siempre sin remedio, como una herida fantasma que reencarna.
Desde otro lugar, Carolina Cazes entrega su demolición. Con un registro fuertemente escatológico se insiste en focalizar en detalle exhaustivo la escena de lo feo y lo miserable. Naturalista, podríamos decir, con un aliento semi-Arlt o casi María Moreno en El petiso orejudo. Como en una exasperación también de aquel juego con el detritus corporal que Girondo y luego Perlongher pusieron en la escena de la poesía argentina. Pero aquí no hay por donde escapar, el fervor buñuelesco con el que se sigue la corte de lisiados y deformes, la vida mediocre y los desechos del cuerpo perduran en esa sensación de “tristeza y desolación” que no deja salida, y hace pensar un poco más allá de ese close-up exasperante de lo feo.
“Que yo descanse en esa telaraña” nos dice, en cambio, la voz de Osvaldo Bossi desde fiel a una sombra. Y su libro es clásico, melodioso y nuevo. Descubre en la manera de cortar y llegar al fin de verso, suspendiendo la sintaxis en forma suave, pero a la vez intrigante. Como ese Frankenstein que se levanta en la segunda parte del libro compuesto “en pedazos de carne muerta/ violentamente resucitada” y, envuelto en su halo de misterio, piensa que sobre “esta carne/ Eros construye su mejor melodía”. Cuerpo escandido en el lenguaje, entonces, murmura el amor entre varonespara velar y descubrir en Frankenstein lo monstruoso de toda colonización cultural, de toda cultura. Clásico barroco de los noventa, juega con el aire pasoliniano de Narciso en el campo, de Buenos Aires a Saladillo, con esa ficción de trueque de paisajes que buena parte de nuestra mejor poesía trama en la telaraña de los márgenes. Y el agua de los versos fluye y fluye, siguiendo sinuosa los mínimos destellos del amor y el dolor.
El recorrido se detiene ahora en los flashes de polaroid de Anahí Mallol. Un índice compuesto todo en inglés impacta y nos guía por esta escritura donde la no-pureza del lenguaje se levanta como programa y como deseo. Escribir desde otra boca y otra lengua, reescribirse como el ejercicio que toda mujer está habituada a realizar en la cultura patriarcal se exhibe aquí como el protocolo de la poesía en esta serie de escenas y escenarios que desembocan en el “soy mujer/ lo confieso”. Y que se suceden en una serie de instantáneas donde se despliegan y superponen cuerpos de mujer sobre los que presionan imágenes de los mass media, violencia de los discursos que otras voces traman, cosen y descosen. Por eso, la soledad que dicta “Jamás/ me gustaron/ las muñecas” adquiere la dimensión de un enunciado colectivo de desacato, de afición y apego por levantar la diferencia.
Con lazlo y alvis de Lucas Margarit volvemos a una poesía ascética y despojada. Breves poemas que caen sobre el blanco de la página haciendo moaré como la piedra en la superficie del agua. Vamos a la deriva, sorteando esos pequeños poemas-islas que nos hablan del amor de Lazlo por Alvis, del silencio y el recuerdo “para continuar/ dando nombre a los objetos”. Como Benjamin pedía para los poetas. Esa voz, ese cuerpo entre el desierto y el agua, doble Lazlo y Alvis, hace de las palabras un mundo nuevo, adánico. Por eso el Ezra (nombre propio del poeta Pound) se vuelve ezra con minúscula, un soplo, un objeto pequeño que se mira y se da vuelta como un juguete entre las manos. Al principio o al final de verso ezra es como un amuleto de la voz que escribe, que se abre a otras lenguas como una salvación: “quien traduce /ave/ como muerta/ permanece/ entre lo inalterable”.
Amplio el espectro de esta escritura nueva, entonces, y sólo una consigna: leer buena poesía. Como respirar en estos tiempos de asfixia, si el poema propone instalarse en otro sitio, en otro lugar desde donde mirar y pensar las cosas, los seres y las palabras lentamente. Permanecer por un tiempo en la diferencia, en ese estado contemplativo donde no cuentan los plazos de pago ni los vencimientos ni la cotización del dólar. Un sitio que Siesta cuida, como el letargo de Juanele Ortiz: ese estado de duermevela a expensas de la vía del sueño que, paradójicamente, sirve para percibir y pensar con una mayor sutileza y una detallada precisión.

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