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Domingo, 22 de junio de 2003

Pulp Fiction

Entre el Dostoievski de Crimen y castigo y el Camus de El extranjero, el típico Homo-Thompson: un existencialista pulp que vaga por medianoches eternas y días calurosos donde abundan el incesto, las violaciones, el chantaje, las adicciones a casi todo, la codicia, el parricidio, la lujuria, las palizas a base de bolsas de naranjas y las ganas de vaciar un revólver paranoico hasta la última bala.

Por Rodrigo Fresán

James Myers Thompson (Oklahoma, 1906-Hollywood, 1977) aseguraba que “hay treinta y dos maneras de escribir una historia, y yo he utilizado todas y cada una de ellas; pero sólo hay una trama posible: las cosas nunca son lo que parecen”.
Difícil comprobar lo de las treinta y dos maneras –Jim Thompson nunca se tomó el trabajo de enumerar cuáles eran– pero sí está perfectamente claro que las cosas nunca son lo que parecen en las novelas de Thompson. Es más, en ocasiones las cosas en las novelas de Jim Thompson ni siquiera parecen cosas, porque el curso que suelen trazar es aquel que suele partir de un hombre teniendo una idea (por lo general una mala idea) para llegar a ese punto sin retorno donde, sí, ya nada es como se pensaba que era. Y entonces las cosas se complican. Una y otra vez. Todas las veces que sean necesarias. Muchas veces.
La reedición, por fin ordenada y en una sola editorial (la española Diagonal), de buena parte de la obra de Thompson –luego de haber sufrido la intermitente y desprolija atención de los editores, lo que obligaba a buscar a Thompson a lo largo y ancho de varios sellos y demasiados años– no descubrirá nada nuevo al adicto, pero sí le permitirá el reencuentro con clásicos de su memoria así como el hallazgo de varios Thompsons hasta ahora inéditos en castellano. El disparo de partida el pasado marzo –con el inevitable e imprescindible 1280 almas en tándem con el autobiográfico Aquí y ahora– que siguió en mayo con Heed the Thunder, funcionan como perfecto aperitivo de lo que vendrá y seguirá viniendo, a razón de cuatro o cinco títulos por año, hasta el 2007. Páginas secas con diálogos como latigazos en las que no sobra ni una palabra. Prosa medular y tramas donde todo lo que sube un poco acaba bajando demasiado: pocos escritores han demostrado mejor y con mayor contundencia la aguda ley de gravedad que rige el destino de los hombres. Así se lee una novela de Thompson casi con los ojos entrecerrados, con el libro como ineficaz escudo, resignados al hecho de que nunca falta mucho para que todo lo sólido se convierta en pulpa.

Malos y buenos
Dashiell Hammett y Raymond Chandler revolucionan la figura del detective dentro del oscuro paisaje de la novela negra. Poco y nada cuesta poner a La llave de cristal del primero y a El largo adiós del segundo a la altura de El gran Gatsby de Fitzgerald como ficciones donde el crimen no es más que una excusa para asentar una ética y estética de la amistad masculina y de cómo comportarse cuando llega, inevitablemente, el crack-up de los buenos sentimientos.
El territorio que explora Thompson –como el de sus colegas James M. Cain, Horace McCoy, David Goodis, Charles Williams y, por estos días, Andrew Vachss o Elmore Leonard– es diametralmente opuesto aunque perfectamente complementario. Lo que Hammett, Chandler y sus discípulos hacen por la figura del investigador privado en busca de una justicia pública más o menos imperfecta, Thompson lo traslada al estudio microscópico y obsesivo de la mentalidad asesina y fuera de la ley.
Así, la hasta entonces heroica primera persona del singular muta a mirada subjetiva que de golpe obliga al lector a pensar como una aceitada máquina de fabricar muertos. En algún lugar entre el Dostoievski de Crimen y castigo y el Camus de El extranjero entra y sale el típico Homo-Thompson: un existencialista pulp que vaga por medianoches eternas y días calurosos donde abundan el incesto, las violaciones, el chantaje, las adicciones a casi todo, la codicia, el parricidio, la lujuria, las palizas a base de bolsas de naranjas y las ganas de vaciar un revólver paranoico hasta la última bala. Si cuando uno se lleva un caracol al oído puede oír el sonido del mar, cuanto se lleva una novela de Thompson a los ojos puede leer el ensordecedor estruendo de lo que sucede dentro de las cabezas deamericanos mucho pero mucho más psicópatas que aquel aprendiz yuppie de Bret Easton Ellis.

Big Jim & Little Jim
Hay dos biografías atendibles de Jim Thompson: la muy buena Sleep with the Devil (1991) de Michael McCauley y la todavía mucho mejor Savage Art (1995) de Robert Polito, ganadora del premio Edgar y el del National Books Critics Circle. Una y otra cuentan una misma vida y diagnostican el síntoma con que esa no-ficción contamina las ficciones de Thompson y del modo en que la auto-mitificación –en libros como Bad Boy, Rough Neck y la casi gore y bestial y davidlynchiana La sangre de los King– acaba corrompiendo la textura de lo verdadero en pos de contar una historia no más interesante que la real. En el caso de Thompson los hechos no necesitan de adornos o mejoras para resultar dignos de ser perseguidos. Jim Thompson –mezcla de sangres escocesa y cherokee– nació en 1906 en Andarko, Oklahoma. Nada es casual: nace en una habitación ubicada exactamente sobre la cárcel del pueblo. Su padre, James Sherman Thompson –también conocido como Big Jim– era el sheriff de Andarko y el perfecto modelo para esos hombres de ley descarrilados de novelas como El asesino dentro de mí, 1280 almas y Ciudad violenta. Con este padre fuera de madre, Thompson tuvo una de las más curiosas relaciones dentro de la historia de la literatura cripto-autobiográfica: un sólido vínculo de amor-odio y admiración-desprecio, un bizarro complejo de Edipo.
Big Jim hace todo mal: pierde elecciones para el Congreso, es acusado (con razón) de malversar fondos, la familia se ve obligada a dejar Andarko sin previo aviso. Más tarde, Big Jim dilapida una pequeña fortuna ganada durante el boom petrolero en Texas.
El joven Thompson empieza a trabajar en lo que se puede –caddy en un club de golf, vendedor de plumas fuente– y a escribir y publicar en la revista Black Mask desde muy joven. La leyenda asegura que a los catorce, la realidad corrige y eleva esa edad hasta unos cuantos años más tarde. Da igual. El padre se burla de sus esfuerzos literarios: él es un hombre de acción y no de ficción. El hijo se promete matarlo por escrito apenas tenga la primera oportunidad.
A principios de los años ‘20 Thompson consigue un puesto que marcará su literatura: botones en un hotel –el tan elegante como decadente Texas Hotel– durante el turno de noche con un sueldo de 15 dólares al mes. Pero además buenas propinas –hasta 300 dólares al mes– a cambio de satisfacer las necesidades non sanctas de la clientela entre la que se contaban gangsters de cierto renombre. Chicas fáciles y drogas difíciles de conseguir: Jim –rufián y dealer– estaba a su servicio para lo que ordenaran, y allí aprende mucho de lo que después pondrán en práctica los timadores de sus novelas. No pasa mucho tiempo antes que su doble vida –correcto estudiante en el politécnico durante el día y delictivo chico de los mandados por la noche– lo conviertan en un alcohólico precoz y en un dedicado cocainómano para aguantar subidas y bajadas. Vértigo que no demora en traducirse en un colapso nervioso, tuberculosis, larga estadía en hospital, dieta estricta, alucinado mono desintoxicante y –para compensar tantas prohibiciones– un mínimo de sesenta cigarrillos por día. Al salir del hospital, Little Jim descubre que Big Jim “había tomado prestado” todo el dinero de su cuenta bancaria. La vida es hermosa.

La pulpa de la vida
Para 1926 y con veinte años de edad, Thompson tiene perfectamente claro que el Sueño Americano no va a soñar nunca con él. Trabajos esporádicos en cualquier parte, la Depresión creciendo como una tormenta en el horizonte, ideales de izquierda, habitante de pueblos fantasmas construidos por mendigos con hojalata y cartón, alcohol casero y entradas y salidas del calabozo por alteración del orden público. Un matrimonio y un hijo (el primero de tres) y la necesidad de poner su ascopor escrito. Consigue un puesto en una revista sobre agricultura, se inscribe en un taller literario, ahorra dinero para enviar a su familia empujando camillas en una morgue. Y vende cuentos.
A partir de los años ‘30, el norteamericano medio comienza a consumir con una voracidad casi insaciable cualquier cosa que tenga que ver con las luces y las sombras de la vida criminal: films de gangsters y novelas hard-boiled. Thompson lee a Hammett y piensa que él puede hacer bien eso. Pero diferente: libre flujo de conciencia, narración fragmentada, monólogos claustrofóbicos y prisioneros entre las paredes de un cerebro pensando en que no importa descubrir quién es el asesino sino por qué no todos son asesinos. Primero empieza –recluta a su madre y hermana para que lean todo lo que se publica sobre asesinatos y lo tengan al día– con reconstrucciones de asesinatos y crónicas rojas para True Crime. Se pasea por habitaciones con cadáveres todavía tibios, conversa con víctimas y victimarios, toma nota, recuerda todo y en más de una ocasión tiene que meterse en un baño para vomitar porque, hay que decirlo, a Thompson siempre le impresionó la sangre. Mucho.
Próxima parada: California. Allí –luego de afiliarse al Federal Writer’s Project y al Partido Comunista (lo dejará en 1938), luego de internar a su padre en un asilo para enfermos un poco locos (según Thompson, Big Jim muere luego de comerse el relleno de su colchón), y de no encontrar un puesto como guionista en la industria del cine– escribe sus dos primeros libros: los autobiográficos Aquí y ahora y Heed the Thunder. Buenas críticas, pocas ventas, y un paisaje más cercano a los de Erskine Caldwell, John Steinbeck y William Faulkner, con esas familias demenciales y esos sembradíos góticos y esos cambiantes puntos de vista. Y Thompson continúa bebiendo: úlceras sangrantes, otro colapso nervioso, deterioro general de su salud. Entra y sale del hospital unas veintisiete veces: como si fuera su casa.

El fugitivo
En 1949, su suerte cambia: Sólo un asesinato –su primera novela estrictamente criminal, en la contratapa aparece una foto de Thompson con su gato llamado Deadline– vende 750.000 ejemplares y es convocado por el editor Arnold Harno, quien buscaba dar forma a una colección de paperback originals: libros en formato rústica que se ubicaran a mitad de camino entre la basura pulp y el prestigio de las tapas duras. Thompson escribe doce títulos en dieciocho meses –septiembre de 1952 a marzo de 1954–, entre los que se cuentan varias de sus obras maestras: El asesino dentro de mí, Noche salvaje, Una chica de buen ver, After Dark My Sweet, The Nothing Man y Ciudad violenta. Cuando Arno decide descontinuar la colección, Thompson busca refugio en revistas especializadas como Ellery Queen’s Mystery Magazine y Alfred Hitchcock’s Mystery Magazine y encuentra un puesto como corrector de periódico. Las listas del senador Joe McCarthy le complican todavía un poco más una vida complicada.
Una noche recibe una llamada de un joven director de cine nacido en el Bronx que se presenta como “Stanley Kubrick, su más grande fan”. De esta relación saldrán los brillantes guiones de Casta de malditos (1956) y Senderos de gloria (1957; las correcciones de Thompson no le gustaron al actor protagonista Kirk Douglas, quien obligó a que se utilizara la primera versión) así como varios conflictos legales sobre la autoría real. Se sabe que Kubrick no solía ser muy justo y sólo le reconoció a Thompson la contribución de “diálogos adicionales”. Desilusionado –perdió el juicio contra Kubrick, el episodio lo traumatizó al punto de jamás volver a escribir un guión salvo algún episodio suelto para las series “The Tales of Wells Fargo”, “Convoy”, “MacKenzie’s Raiders”, “Combat!” y “Dr. Kildare”–, Thompson vuelve a su máquina de escribir y produce una nueva tanda de clásicosinstantáneos: The Kill-Off (con su narración coral estilo Rashomon), La fuga, Los estafadores y la insuperable 1280 almas.
A partir de 1960, su salud –aunque parezca imposible– empeora aún más, su hijo Michael también se dedica al fino arte de consumir botellas y, “perseguido por deudas de hospital”, Thompson escribe novelizaciones de policiales de televisión como “Ironside” y novelas desganadas donde el ocasional destello de genialidad se ve a menudo opacado por la autoparodia involuntaria. La adaptación al cine de La fuga –con Steve McQueen y Ali McGraw, dirigida por Sam Peckinpah– le da un breve respiro: Peckinpah lo contrata para trabajar en el guión pero no demora en suplantarlo por Walter Hill. Dick Richards lo llama para que aparezca en un breve cameo en su versión de 1975 de Adiós, muñeca de Raymond Chandler. Se lleva muy bien con Robert Mitchum. La fugaz pero noble aparición –en el papel de un juez sureño de nombre Baxter Grayle– le sirvió a Thompson para poder acceder a un seguro médico como actor.
Se enferma de cataratas, ya no puede ni leer ni escribir. Sueña con escribir un guión junto a Orson Welles y ganarle un juicio a los responsables del film El golpe –con Paul Newman y Robert Redford– a quienes acusa de haber plagiado Los estafadores. Entonces decide morirse. Dieta rigurosa de alcohol y cigarrillos. Piensa en cuál de las treinta y dos maneras de terminar una historia es la que más le conviene. Se le ocurre una: Thompson se niega a ingerir cualquier tipo de alimento. Mucho menos el relleno de su colchón. Muestra los dientes cuando le acercan una cuchara, se arranca de los brazos los tubos del suero. El 7 de abril de 1977 se muere de hambre consumido por la rabia. Como tantos de sus personajes.

El gran golpe
Hoy la influencia de Thompson está en todas partes. No sólo en las novelas de James Ellroy o James Crumley o Scott Phillips, sino también –gracias a una prosa visual hasta lo encandilante– en películas de Scorsese, Tarantino, los hermanos Coen y en las más o menos nobles adaptaciones que se hicieron de sus libros. Los franceses –expertos en redescubrimientos del U.S.A. Pop– consagraron a Thompson como prócer literario. Y, suelen hacerlo, le cambiaron los títulos a sus obras, llegando a rebautizar a 1280 almas –vaya a saber uno por qué– como 1275 almas. Bertrand Tavernier se adelantó a Jean-Luc Godard y la filmó como Coup de Torchon y Alain Corneau dirigió al suicida Patrick Dewaere en Serie Noire, basada en Una mujer endiablada. Lejos de Francia, en la Madre Patria, Stephen Frears, Roger Donaldon, Michael Oblowitz, James Foley y Tom Cruise en su debut detrás de la cámara para la serie “Fallen Angels” –una especie de The Twilight Zone de la serie negra– buscaron y encontraron en Thompson esa rara cualidad que, según Luc Sante en The New York Review of Books, “lo convierte en el eslabón perdido entre la literatura popular y el avant-garde”.
En 1984, el escritor Barry Gifford inició la reedición de sus libros para el sello Black Lizard Press y Stephen King –quien creara en su memoria un alias hard: Richard Bachman– explica que “sus novelas son aterradoras viñetas de dolor, hipocresía y desesperación. Lo que convierte los libros de Thompson en literatura es su disección clínica de la mente alienada, de la psique trastornada hasta que ésta se convierte en una bomba de nitrógeno”.
Cuenta Robert Polito en su biografía que, justo antes del final, Thompson, acaso vislumbrando una próxima era dorada de asesinos seriales y psicópatas célebres, le lanzó la siguiente profecía a su mujer: “Espera tranquila. Voy a ser muy famoso una década después de muerto”. Al día siguiente de negarse a comer por última vez, Los Angeles Times olvidó imprimir su necrológica y muy poca gente fue al servicio fúnebre. En susermón, el reverendo R. S. Harris le atribuyó a Thompson la autoría de doscientos libros y un carácter siempre alegre y optimista.
El reverendo Harris estaba equivocado y Jim Thompson estaba en lo cierto. Las cosas nunca son lo que parecen.

El autor agradece a la revista Rock de Lux
la colaboración para esta nota.

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