libros

Domingo, 17 de marzo de 2002

RESEÑAS

Las once mil vergas

La vida sexual de Catherine M.
Catherine Millet
trad. Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2001
254 págs. $ 16

 Por Alan Pauls

En abril de 2001, poco después de cumplir cincuenta años, Catherine Millet, fundadora y jefa de redacción de Art Press, una de las revistas de arte contemporáneo más prestigiosas de Europa, sacudió la rutina sofisticada de su vida pública con un instrumento portátil y eficaz, el único, por otra parte, capaz de revitalizarla de un día para el otro: la confesión de su vida privada. Con la publicación de La vida sexual de Catherine M., quizás el outing más impactante de los últimos años de la vida intelectual francesa, el mundo accedió de golpe a una frondosa trastienda libidinal que no hubiera desentonado en una fantasía de Sade, Emmanuelle Arsan o Catherine Breillat, pero que, asociada con la autora del ensayo L’art contemporain (1997) y la curadora del pabellón francés de la Bienal de Venecia de 1995, no podía no levantar polvaredas. Pronto Bernard Pivot y la TV aportaron lo suyo: en septiembre, el libro había vendido casi 270 mil ejemplares en Francia, encabezaba la lista de best-sellers en Alemania y amenazaba con traducirse a 24 lenguas más. El “efecto escándalo”, sin embargo, fue más bien desparejo. Mientras Philippe Sollers ensalzaba a Millet como ejemplo de pudor, los medios la asociaban con el boom de Loft Story (versión francesa de “Gran Hermano”), la revista Marie Claire le diagnosticaba frigidez compulsiva y un brulote en el diario Le Monde la acusaba de ninfómana. Del poder eclesiástico, en cambio, el único en hacerle frente fue el arzobispo de Como (Italia), que se la topó en un programa de la RAI y le comentó dos nimiedades: que su libro era “menos filosófico que los de Sade” y que no le hubiera gustado estar casado con ella (la pareja de Millet, el novelista y fotógrafo Jacques Henric, ya había dado su opinión sobre el asunto al publicar Leyendas de Catherine M., un álbum de desnudos integrales de su mujer, casi en simultáneo con La vida sexual de Catherine M.).
A lo largo de doscientas cincuenta páginas de impecable prosa francesa, Millet, en efecto, no parece guardarse nada. Desde los 18 años se ha pasado la vida (esa “otra” vida) gozando sin parar, indiscriminadamente, alimentando y refinando una verdadera “maquinaria fabril de placer”. Ha gozado sola, de a dos, en ménages-à-trois y à quatre, en orgías multitudinarias; con novios, amantes, artistas de renombre y perfectos desconocidos; en la cama y en el campo, en lofts y en camionetas municipales, en ascensores y trenes, en baños de museos, clubes de swingers, camiones, estacionamientos, estadios de fútbol; ha gozado por vía vaginal, anal (su modalidad preferida) y mixta, y, de fellatios a sopapos, pasando por una rica variedad de lluvias, ha impartido todos los goces imaginables; ha fornicado en cuatro patas (su posición favorita), de pie contra los paredones del Bois de Boulogne, estaqueada sobre el capó de un auto, tendida en el estaño de un bar; ha fornicado con hombres y (circunstancialmente) con mujeres, con padres e hijos, con tíos y sobrinos.
Y lo que parece enhebrar esas aventuras, más allá de la distribución temática, tan francesa, con que Millet las ordena (“El número”, “El espacio”, “El espacio replegado”, “Detalles”), es una suerte de constatación pura: le gusta gozar. Así, sin razones ni rodeos, sin justificaciones secundarias y sin atenuantes. Y el carácter absoluto y casi atontado que esa perogrullada cobra en su libro irradia una extrañeza que no es el menor de sus méritos. Como buena pornógrafa (y buena francesa), Millet no omite citar a Georges Bataille, máxima autoridadnacional en asuntos de heterodoxia erótica, y tampoco ese clásico de la ficción sadomasoquista que es Historia de O, con cuya heroína confiesa identificarse; el resto de las alusiones no necesita ser explícito para ser flagrante; está presente en la pasión descriptiva, la voluntad encarnizada de orden y clasificación, la reivindicación de una mirada obtusa –enemiga del sentido común y sus naturalizaciones–, el barroquismo sintáctico, la incontinencia sinonímica y esa mezcla de fenomenología, lacanismo y estética posestructuralista que Millet aplica al vasto parque de vergas que le tocó en suerte con la misma naturalidad con que en Art Press las usa para desmenuzar el dado hermético de Tony Smith o el último libro de Giulio Carlo Argan. Pero Millet, contra Bataille, no subordina el sexo –ni su vida sexual, ni el relato que hace de esa vida– a ninguna otra dimensión de la experiencia humana, llámese amor, éxtasis, experiencia de la pérdida o incluso religiosidad. Es inútil buscar cualquier trascendencia en La vida sexual de Catherine M.; el sexo no da a ningún más allá, no comunica con ninguna esfera que, incluyéndolo, le daría el sentido del que se da el lujo de prescindir su práctica. Pero ese lujo es lo que Millet define, defiende y atesora como su bien más preciado: el sexo como inmanencia pura, como laboratorio de posibilidades gratuitas, incluso como tautología.
De ahí –de esa especie de radical “achatamiento” de la experiencia sexual– la gracia despreocupada con que el libro de Millet, tan preocupado por listar, computar, catalogar, ignora por completo una exigencia clásica de la autobiografía erótica: la valoración. Pura inmanencia, el sexo pasa a ser el imperio de la indiscriminación, un espacio pragmático, libre de jerarquías, donde toda escena, todo partenaire y todo órgano parecen tener el mismo derecho a existir. “Da igual”: la fórmula de la indiferencia es aquí, también, el principio que permite las máximas intensidades del deseo y esa paradoja, tan sintonizada, por otra parte, con el Zeitgeist contemporáneo, es otro de los hallazgos de este libro singular. A los muchos estereotipos de identidad que la acechaban –la ninfómana, la mujer fatal, la seductora, la puta, la transgresora, la liberada–, Catherine Millet opone una figura extraña, ociosa, casi houellebecquiana, la disponible, que reivindica la pereza, anula la vieja enemistad entre deseo y docilidad y promete lo que parecía imposible: que lo sagrado nazca de la indiferencia.

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