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Domingo, 10 de agosto de 2003

El otro Simenon

Por Alejo Schapire, desde París

Ya está, lo consiguió: entre el narrador chino Shi Nai’an de la Dinastía Ming y el indio Somadeva, poeta del siglo XI. Georges Simenon (Lieja, 1903-Lausanne, 1989) logró colarse en la Bibliothèque de la Pléiade (Gallimard): consagración suprema de las letras francófonas. La canonización del belga coincide con el centenario de su nacimiento, como no se cansan de repetir por aquí biografías, coloquios, exposiciones, revistas y suplementos literarios, sin olvidar a su país de origen, que ha decretado directamente un año simenoniano.
Todos hablan del hombre de las quinientas novelas y las diez mil mujeres (reivindicadas en su correspondencia con Federico Fellini), sin detenerse demasiado en el hecho de que su producción literaria fue en gran media alimentaria y su inmoderado consumo de hembras tenía que ver, sobre todo, con una adicción a las profesionales del sexo. Al mismo tiempo, por pudor, chauvinismo o simplemente porque algunos viven de la hagiografía de su compatriota, ciertos aspectos menos glamorosos del padre del inspector Jules Maigret han sido cuidadosamente olvidados.
El propio Simenon, que se ocupó en vida de controlar cada detalle de su leyenda, no lo habría hecho mejor. En este sentido, la pereza de los investigadores que se conformaron con indagar casi exclusivamente en los textos autobiográficos de Je me souviens (escrito a toda velocidad en 1940, cuando un médico le diagnosticó sólo dos meses de vida), Pedigree (1948), Dictées (sus veintiún dictados transcriptos entre 1975 y 1981) o Mémoires intimes (1981), ha sido una aliada inestimable. De ahí el interés de Simenon, Maigret encuentra a su autor, la biografía sin concesiones de Pierre Assouline, director de la revista literaria Lire (espantosamente traducida por Espasa Calpe en 1994).
Hoy, si las 678 páginas que cuenta Simenon... se han convertido en la referencia a la hora de ahondar en el pasado del escritor belga, es ante todo porque es el resultado de una labor meticulosa y titánica a partir del acceso privilegiado a los archivos personales del autor. Se necesitaba también una admiración desmedida por la obra y una desconfianza absoluta por el hombre para poder seguir las huellas de quien se encargó de borrarlas desde el principio.

En busca del tiempo perdido
Simenon se inició en el arte de adulterar las pistas de la mano de su madre, quien, no resignada a aceptar que parió al pequeño Georges un viernes 13, falsificó con su puño y letra la partida de nacimiento para hacerlo ver la luz el 12 de febrero de 1903. Esa sería la única complicidad con el hijo, ya que Henriette jamás estaría satisfecha de los actos de su primogénito, incluso cuando éste alcanzara el éxito, prefiriendo toda la vida a su hermano Christian. Como recuerda Assouline: “Cuando Désiré (el padre) dice `tu hijo’ a su mujer, habla de Christian. Cuando Henriette dice `tu hijo’ a su marido, habla de Georges”.
En este hogar de pequeños burgueses católicos, Georges estaba destinado al sacerdocio. A Simenon, muy generoso a la hora de conceder entrevistas periodísticas (las consideraba parte integral de su trabajo), le gustaba contar que su educación religiosa había sido brutalmente interrumpida el día en que fue citado por el médico de la familia para anunciarle que a su padre le quedaba apenas un par de años de vida: en poco tiempo debía encontrar el modo de mantener a los suyos. Otra versión, recogida por Fenton Bresler (The Mystery of Georges Simenon: A Biography, 1983), refiere una iniciación sexual a los quince años con Renée, una chica judía que durante un paseo bucólico lo habría desvirgado intempestivamente: “prácticamente me circuncidó”. Violento o no, el descubrimiento de la sexualidad habría hecho imposible toda perspectiva de celibato, lanzando prematuramente al adolescente al mercado laboral. Después de una poco concluyente incursión en la repostería –ocupación que obedecía al mandato materno (“ella soñaba con atender la caja detrás de un mostrador de mármol blanco”)–, Georges trabajó como ayudante en una librería. Entre otras cosas, debía vender libros de texto a los compañeros de la clase que acababa de abandonar, una experiencia amarga que alimentaría su sed de revancha social. Conservó este puesto hasta que un buen día corrigió a su jefe delante de un cliente y fue inmediatamente despedido.
Luego de algunas semanas de vagabundeo por su ciudad natal, se detuvo delante de La Gaceta de Lieja, el periódico más conservador de la localidad. “Y entonces recordé que acababa de leer un libro de Gaston Leroux (abogado devenido periodista y escritor) con el personaje de Rouletabille (detective), así que la idea de convertirme en reportero me pareció muy seductora. Fui a presentarme al director, que se murió de risa. Yo no tenía todavía dieciséis años y esa misma mañana estrenaba los pantalones largos”, contaba en una entrevista hacia el final de su vida.
Entre 1919 y 1922, Sim –tal como empezó firmando– escribiría unos 900 artículos periodísticos. Se ocupó primero de los chiens écrasés (perros atropellados), como se denomina en francés al género que sigue las querellas entre vecinos, peleas en bares o accidentes de tránsito. Pero en poco tiempo, el joven cronista se volvió indispensable por su velocidad y su capacidad para abordar cualquier tema. Al año, tenía una columna humorística: un riguroso ejercicio de estilo que consistía en desarrollar la noticia más relevante del día, siguiendo siempre una misma estructura. Progresivamente, Simenon empezaba a frecuentar personalidades del arte y del ámbito de su nueva especialidad, la política, convirtiéndose uno de las plumas más aceradas del periódico.

El peligro judío
Entre el 19 de junio y el 13 de octubre de 1921, La Gaceta de Lieja publicó 17 artículos bajo el título “¡El peligro judío!”. En esta serie de notas, que no desentonaba con el reaccionarismo del resto del diario, se denunciaba con violencia una supuesta omnipresencia de israelitas en las finanzas, los gobiernos y las organizaciones internacionales, como la Sociedad de las Naciones. Con la misma virulencia, el diario se escandalizaba por lo que consideraba la nefasta influencia del judaísmo, propulsor del bolchevismo a través de las figuras de Marx o Ricardo. Sobre todo, este espacio sirvió para difundir Los protocolos de los sabios de Sion, el célebre documento falso fabricado en 1897 por la Orjana (policía zarista) en el París del caso Dreyfus. Este faux describía un plan secreto tramado por los judíos para apoderarse del mundo y llevarlo a la ruina.
Los primeros textos no estaban firmados, pero a partir de la octava entrega el lector puede distinguir al pie del artículo la firma de Georges Simenon. Mientras el joven periodista desplegaba un discurso paranoico y lleno de odio desde su tribuna, el diario Times de Londres hacía públicos los resultados de una investigación propia que, como recuerda Assouline en Simenon..., concluía que “Los Protocolos no son solamente la falsificación que algunos sospechaban, sino también una vulgar imitación fraudulenta de un panfleto sin ninguna relación con la cuestión judía, publicado en Bruselas en 1864 por Maurice Joly con el título de Diálogo en los Infiernos entre Maquiavelo y Montesquiuieu”.
Los incondicionales de Georges Simenon –como los que uno se puede cruzar actualmente en las múltiples manifestaciones culturales en torno a su figura– podrían invocar hoy el pecado de juventud de un oportunista, que no hacía más que transmitir la línea bajada desde la dirección. Es el argumento que el propio Simenon esgrimió en 1985, respondiendo a un libro del periodista belga Jean-Cristophe Camus: “Esos artículos no reflejan en modo alguno mi pensamiento ni de entonces ni de hoy. Era un encargo yestaba obligado a hacerlo. En esa misma época, entre los inquilinos polacos y rusos de mi padre, más de la mitad eran judíos con quienes me entendía perfectamente. He tenido toda mi vida amigos judíos (!). No soy para nada antisesmita (sic), como esos artículos de encargo podrían hacerlo creer”, se defendió.
El inconveniente es que Simenon reincidiría en incontables ocasiones, y esta vez, siendo su propio jefe. Cuando en 1923 tuvo que escribir un retrato del escritor Henri Duvernois, se concentró en el rostro, para insistir en la “nariz borbónica, borbónica al modo de las narices Fisher, Bernstein, Tristán Bernard. Todo de los Borbones... de Israel”. En 1927, en su novela Un monsieur libidineux, el profesor Goldstein aparece con los rasgos de “un hombre regordete, de apéndice nasal tan corto como se puede tener cuando uno es hijo de Israel”. O, como dice un personaje de LiliSourire (1930) hablando de unos inescrupulosos hermanos usureros: “¡Qué malvados son esos Lévy y Lévy! ¿No tienen corazón? Cuando uno se llama Lévy, no se quiere a nadie, pero sí quieren la cartera de todo el mundo!”. El bonachón del comisario Maigret tampoco se privará de este tipo de consideraciones. Desde su primera aparición, en Pietr-le-Letton (1932), el agente usa sus facultades detectivescas para descubrir en el barrio judío de Le Marais a Anna Gorskine, amante del letón. Simenon escribe: “Aparentaba más de los veinticinco años que denunciaba su documentación. Se debía sin duda a su raza. Como muchas judías de su edad, estaba hinchada, sin perder por eso cierta belleza”. Y más adelante: “todo un mestizaje de judíos que comen ajo y matan a los animales de forma distinta a los demás, diseminados por todas partes, forman sin embargo un pueblo aparte”. La jeune fille aux perles o Fou de Bergerac (ambos de 1932), Los 3 Rembrandt (1928), El noviazgo de M. Hire (1933) o Le petit homme d’ Arkhangelsk (1956), son apenas otros botones de muestra del uso del estereotipo del judío codicioso y apátrida, una constante en las novelas de Simenon.
Una de las claves para entender el origen de este ensañamiento es que la madre del escritor, que le reprochaba a su marido su falta de ambición para conseguir un mejor puesto en la compañía de seguros donde trabajaba, resolvió convertir la casa en una pensión para estudiantes sin siquiera consultarlo. Así que una tarde, cuando volvía de la oficina, Désiré descubrió que el perchero estaba ocupado con ropa ajena y en el único sillón de la casa había sentado un extranjero. Y, como contaría Simenon en una entrevista con su traductora rusa Eleonore Schralber, su familia debía conformarse con las sobras de la comida de los huéspedes. Estos jóvenes, que venían en su mayoría de Europa Oriental para estudiar en condiciones de extrema pobreza, eran muchas veces de origen judío. Para Assouline no caben dudas: el rencor de Simenon nace de la humillación sufrida por su padre Désiré.

Del dicho al hecho
En 1924, dos años después de haber llegado –”una mañana fría y lluviosa”– a la Gare du Nord de París, la escritora Colette le abría a Simenon las puertas del periódico Le Matin. Aunque la directora literaria le exigía que cambiara de estilo –”demasiado literario”–, Simenon supo adaptarse rápido, y empezó a ganarse el pan escribiendo novelitas eróticas bajo diecisiete seudónimos distintos. Mientras tanto, su matrimonio, celebrado en 1923 con Régine Renchon, no le impedía vivir paralelamente, entre 1925 y 1927, un apasionado romance con Joséphine Baker, “el culo más célebre y deseado del mundo”, como la describiría en Le merle rose (1928).
En 1930, Simenon inventaba a Maigret, un comisario que utiliza menos la deducción que la intuición, para quien lo esencial no es descubrir el whodonit o vengar a la víctima; lo que le interesa es comprender alasesino. Maigret es un personaje de contextura “plebeya” que viene de la Francia profunda, del terruño, que conoce a los pobres y por eso los entiende; por esa misma razón desconfía de los burgueses y los notables, que importan el vicio de la ciudad para corromper la pureza de una vida rural con gente “de verdad”. Lo que no impidió que Simenon lanzara a toda pompa a Maigret en el mundano cabaret La Boule Blanche, evento que le valdría al día siguiente una crónica en la tapa del matutino Le Figaro. Para la ocasión Simenon organizó “el baile antropomórfico”, una velada donde para entrar había que completar un falso registro policial de antecedentes penales. El éxito literario se convirtió pronto en cinematográfico, cuando en 1932 Jean Renoir llevó por primera vez a la pantalla la obra de Simenon con La nuit du carrefour. Esta fama popular alcanzaría su pico en plena guerra mundial, otorgándole a Georges Simenon –con nueve de sus novelas– el sospechoso record del escritor más adaptado de la Francia Ocupada.
Ciertamente el modo límpido de narrar del belga –manejaba, por ejemplo, estadísticas sobre la cantidad de palabras conocidas por los distintos estratos sociales, para utilizar sólo las que podían ser comprendidas por el mayor número de lectores– tiene la ventaja de volcarse con facilidad al lenguaje del celuloide. Pero Simenon tiene además otro aliado: La Continental, una productora dirigida por un amigo personal de Goering y que depende directamente del Ministerio de Propaganda del Tercer Reich. Esta colaboración se afianzó en 1942, cuando el autor cedió los derechos de Maigret a la empresa nazi, firmando un contrato que rezaba: “Declaro ser francés y de origen ario y me comprometo a aportar las pruebas de ello con una simple petición de su parte”. Dándose cuenta de que podía estar cometiendo un error, la conciencia de Simenon lo llevó a borrar a último momento una palabra que lo incomodaba: “francés”.
En plena guerra, con la miseria y el mercado negro, los Simenon alcanzaron un nivel de vida que les permitió mudarse al coqueto castillo de Terre-Neuve, una construcción del siglo XVI situada en la región de Vendée. Instalado con su esposa, su hijo Marc, su cocinera y amante Boule y una doncella, Georges Simenon abandonaba cada tanto la vida castellana para asistir a algún estreno de una película basada en su obra, una oportunidad para compartir un trago con algún general alemán. Los miembros de la Kommandatur eran igualmente recibidos en el castillo. Pero la Segunda Guerra no fue para el escritor únicamente un momento de frivolidad y abundancia.
En mayo de 1940, después de la invasión de Bélgica, mientras Alemania se disponía a apoderarse de París, Georges Simenon decidió cumplir con su deber patrio y presentarse en la embajada de su país en París. Apareció vestido con su indumentaria de equitación: había extraviado su uniforme militar. Ahí, el soldado Simenon recibió la orden de ocuparse del Alto Comisariado para Refugiados Belgas de la ciudad de La Rochelle. Según testigos, Simenon haría prueba de una “dedicación sobrehumana”, sin pegar el ojo en varios días y sin distinguir si los que llegaban eran belgas, italianos o incluso franceses: el origen o el pasado de la víctima no importaba. O casi, porque entre las 18 mil personas que Simenon debió socorrer se negó terminantemente a ocuparse de sus compatriotas judíos, entre los que se encontraban los joyeros de Amberes. Para justificar en su momento su decisión de discriminar, Simenon escribió al Prefecto: “Por último, por orden del señor Mandel, entonces Ministro del Interior, había tenido que acoger unos 1200 diamantistas de Amberes. Constaté –y se lo hice saber a usted a su debido tiempo– que entre ellos no había una cuarta parte de belgas, sino que casi exclusivamente eran apátridas israelitas”.
La ironía quiso que, en el otoño de 1942, Simenon se encontrara acosado por las autoridades alemanas. Los servicios de inteligencia nazis teníanfuertes sospechas de que él era judío, así que lo acosaban para que probara su “pureza racial”. ¿Acaso “Simenon” no viene de “Simon” (que deriva del hebreo Shimon), como se empeña en llamarlo el oficial que dirigía la investigación? Luego de meses de vivir en estado de pánico, el belga escribió una carta –cuyo contenido no ha trascendido– que logró calmar al jefe de asuntos judíos de París, que le respondió: “Existen todas las presunciones para que su calidad de ario sea evidente”. Caso cerrado.

Señor Simenon, tenemos su ficha
En 1944 los vientos de la guerra habían cambiado. Y por las ondas aliadas de la BBC un flemático speaker anunciaba: “Señor Simenon, tenemos su ficha”. El nombre del escritor belga se había ganado, junto a Drieu La Rochelle, un lugar en las listas negras de la Resistencia, publicadas en las páginas del periódico Bir Hakeim. Una vez que la guerra hubo terminado, un Simenon inquieto empezó a dejarse ver leyendo por la calle el diario comunista L’Humanité, mientras inventaba para quien quisiera oírlos episodios donde prestaba su auto a miembros de la Resistencia. Bastó un mero control de documentos para que la nueva policía de París le notificara que se lo buscaba por “propagandista notorio, peligroso para la seguridad del Estado”.
Su hermano Christian había ido más lejos. Se había convertido en miembro de Rex, una organización pro-nazi belga, y había dirigido la “Formación B”, una milicia que se ilustró por haber ejecutado 27 resistentes con una bala en la nuca. Sentado en un banco de la Plaza de los Vosgos del barrio de Marais, Georges Simenon escuchó decir a su hermano que tenía tres opciones: entregarse –lo que equivalía a ser fusilado–, exiliarse, o entrar en la Legión Extranjera. El hermano mayor lo alentó a elegir esta última alternativa. Dos años después, Christian moriría en una emboscada durante una misión en Indochina.
En cuanto a la situación de Georges, la Dirección de la Policía Judicial dispuso el 30 de agosto de 1945 su expulsión del territorio francés. La medida no sería jamás ejecutada: el propio Simenon, viendo que su situación se complicaba, se había adelantado gracias a la diligencia de la embajada belga, que le había conseguido un visado para instalarse, como muchos otros colaboracionistas, en Estados Unidos. En Mémoires intimes podemos descubrir sus frescas impresiones del paisaje americano: “Es la primera observación que hice cuando fui a Estados Unidos. Hay muchos judíos. Algunos han conservado los caracteres externos de su raza. Pero en su mayoría, en una o dos generaciones, han crecido diez centímetros, si no más”.

Convidado de piedra
El Centre Wallonie-Bruxelles de París (centro cultural belga, situado a pocos metros del Centro Georges Pompidou) está cubierto con dibujos de las historietas de Tintín, el cómic creado por Hergé, otro notorio antisemita. El 16 de mayo el Centro albergó un coloquio de profesores y traductores venidos expresamente desde Bélgica para discurrir durante horas sobre detalles de la vida de Simenon. La mera etimología del nombre de un personaje secundario de una novela menor pudo ocupar media hora de discusión. Ni una palabra sobre la Ocupación. Tampoco la hubo en la exposición “Maigret, traversées de Paris”, una charla organizada por el biógrafo belga Michel Carly, autor de varios ensayos sobre el autor (el último es Sur les routes américaines avec Simenon, 2002) y amigo de uno de los hijos del novelista.
Al final, luego de un pequeño debate con fans de Maigret (que habían venido sobre todo para decir públicamente que habían leído las 72 aventuras del comisario), Carly se mostró dispuesto a abordar diversostemas para Radarlibros. Admitiendo que sonaba a psicología barata, explicó que las 10 mil mujeres servidas por el semental belga (apenas 1200 según Denyse, su segunda esposa) no eran más que un intento desesperado para tratar de aplacar la sed de afecto materno. Luego, con la misma soltura, Carly evocó la relación incestuosa de Simenon con su hija Marie-Jo, una situación que terminó por llevarla al suicidio. Pero cuando llegó la pregunta “¿Era Simenon antisemita?”, la sonrisa cómplice del interlocutor se desvaneció. Serio, dijo que su compatriota no hacía más que repetir los viejos clichés del antijudaísmo católico de la sociedad de su época.
¿Y qué piensa usted de la biografía de Pierre Assouline?
–Se focaliza demasiado en ese tema porque es judío.

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