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Domingo, 31 de agosto de 2003

El lugar sin límites

POR MARTÍN DE AMBROSIO

Dueño de una obra sólida (más de 6 volúmenes de cuentos y 7 novelas, algunos de ellos que el autor no quiere siquiera recordar) y una prosa ágil y poética, bien que con creciente tendencia a lo críptico, Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951, traductor de profesión) está a mitad de camino entre los elogios de muchos de sus colegas y el desconocimiento popular y masivo. Su estadía de veintiún años en Barcelona, entre 1975 y 1996, tal vez tenga que ver con eso que Guillermo Saavedra llamó “injusticia literaria” y que en su momento lo llevó a Fogwill a quejarse por “la notable resistencia de los escritores de su país, y de su generación, a leer una obra que, en mi impresión, está destinada a conducirlos”.
¡Realmente fantástico! y otros ensayos, la obra de Cohen que en estos días distribuye Norma, consta de 19 ensayos publicados entre 1986 y el 2000 en medios tan disímiles como las barcelonesas Saber y La Vanguardia, y los argentinos Clarín, Inrockuptibles, Confines y Punto de Vista. Allí, a los azares del trabajo por encargo, Cohen le agregó “pasiones personales” que lo llevaron a crear lo que define como “diario de lecturas”, algo que efectivamente conforman los ensayos sobre Henry James, William Faulkner, Bruno Schulz, Joseph Roth, Clarice Lispector, Alfred Jarry, Raymond Queneau, George Perec, Samuel Beckett, Dino Buzzati, Peter Handke, William Burroughs, James Graham Ballard, Thomas Pynchon.
En principio, de semejante enumeración salta a la vista la ausencia de toda referencia a la literatura argentina. Hay una razón fáctica y tiene que ver con los encargos españoles, pero también con que, según cree Cohen, “mis artículos sobre literatura argentina no dicen nada que ya no se encuentre en el gran cuerpo de escritos críticos que ya hay sobre literatura argentina: Borges, Ezequiel Martínez Estrada, o como Piglia, Aira y David Viñas, más allá de todo el saber aportado por Beatriz Sarlo y otros críticos que han escrito sobre literatura argentina. Cada vez que se me ocurre algo, resulta que todos ellos lo han dicho antes. Recién ahora, que vivo acá, empiezo a desinhibirme y a participar de las discusiones sobre los escritores argentinos. Y tal vez llegue el día que empiece a escribir sobre los más recientes”.

LA FUERZA DEL RELATO
El único ensayo inédito hasta el momento se titula precisamente “¡Realmente fantástico!” (Radarlibros ofrece un adelanto en esta misma edición). Allí, Cohen narra las andanzas de JD, un novelista que recibe de la confusa realidad a personajes y tramas que van invadiendo (literalmente, literariamente) su conciencia e interactúan con otra inquilina que los seres humanos escritores suelen tener por ahí y a la que se le ha dado el nombre de imaginación. Entre el relato puro que arman las aventuras de JD, Cohen alterna meditaciones que merodean por los bordes de la filosofía y siempre se están interrogando por las características de los géneros literarios. “Se puede tomar como una travesura, o un acto de soberbia, o incluso como una trastada para con el lector incluir en un libro de ensayos algo que tiene por lo menos casi tanto de narración como de ensayo –confiesa Cohen–, pero, bueno, el interés era ver ciertas operaciones en acción. Cuando yo empecé a escribir eso, mi idea era que la narración ocupara mucho menos lugar. Y después me di cuenta de que era muy difícil empezar a contar y quedarse a mitad de camino, y que mi idea sobre las operaciones, o reglas de aparición y funcionamiento iban cambiando a medida que contaba el argumento y que necesitaba extenderme un poco más.”
Así, al contar (lo que le pasa) a JD, Cohen despliega un nuevo modo de narrar particularmente atrapante. Si bien no es novedad insertar la voz del narrador opinando sobre los más diversos temas, alejándose de los personajes y la historia cuanto le plazca (lo hizo Victor Hugo en Los miserables, pero el más acabado modelo sigue siendo el ejercicio proustiano de novela-ensayo), en este caso Cohen alcanza el objetivo casiinvoluntariamente porque lo que parece ser el deseo en superficie del escritor es reflexionar sobre literatura, y no hacer literatura. Y, vamos, el libro consta de ensayos.
Ese deliberado intento por borronear los géneros y confundir al lector parecería uno de los lugares comunes para caracterizar lo posmoderno. ¿Marcelo Cohen se considera un escritor posmoderno? “Sí y no. Si ser posmoderno es sentirse partícipe de un clima mental que descree de la confianza en la posibilidad de dominio total de la naturaleza en pro de la felicidad por parte de las capacidades del hombre, yo soy posmoderno. Descreo de eso, porque lo que el hombre ha conseguido es humanizar prácticamente toda la naturaleza, lo que, visto el estado de felicidad del hombre, no ha sido muy productivo ni para la naturaleza ni para el hombre. Si ser posmoderno es rebelarse contra el destino instrumental de casi todas las teorías, soy posmoderno. Pero si ser posmoderno significa creer que después de ciertas expresiones del agotamiento del arte reciente, o relativamente recientes, como los últimos textos de Beckett en los que lo único que se sobrepone a la extinción es la voluntad de seguir escribiendo; si ser posmoderno es creer que lo único que se puede hacer frente a eso es volver bastante atrás, tomar la historia de las formas artísticas y hacer recombinaciones, mezclas, parodias, para la obtención de pequeñas cápsulas o atisbos de sentido, más dictado por la mezcla que por el acontecimiento vital; bueno, en ese sentido no soy posmoderno... En ese sentido creo que los primeros posmodernos han sido Borges, Nabokov y, probablemente, Calvino. Esto, los escritores norteamericanos posmodernos, como John Barth, lo vieron muy bien; ellos realmente creían que Borges era posmoderno, que era alguien que buscaba elementos en la tradición y los recombinaba con su mirada particular para obtener nuevos productos.”
En el prólogo de ¡Realmente fantástico!..., usted afirma que no hay literatura sin proyecto, y que el suyo es neutralizar o limar la distinción entre el realismo y el género fantástico.
–En principio, tendría que decir que es una empresa temeraria. Sería emprender, de modo afirmativo, y en todo caso pos-posmoderno, la intención de dejar de leer un fantasma o un milagro, como un producto de huellas reprimidas que vuelven o de una alucinación social consensual, para leerlo como un producto intermedio entre la sensación y la ficción, que es lo que son todas las presencias literarias. Llámense Quijano, Mrs. Dalloway o Gregorio Samsa. Cuando uno considera el estallido que tiene en la vida cualquier producto de la imaginación, las fronteras se vuelven porosas. Nadie ha visto nunca un fotón, ni al inconsciente. Nadie los ha percibido con los sentidos, pero el fotón y el inconsciente inciden en nuestra comprensión del mundo e influyen en nuestras sensaciones. Entonces, visto así, “realismo” es un acopio tradicional de procedimientos para representar las fuerzas o leyes profundas que determinan los hechos. Pero la literatura se ocupa de los acontecimientos y los acontecimientos se dan en la superficie... Como dijo Paul Valéry: “La piel, esa cosa tan profunda”.

MODOS DE SER ARGENTINO
En la lectura de ¡Realmente fantástico!... tampoco aparece ni una vez la coyuntura político-social argentina; lateralmente, alguna referencia premonitoria sobre la vida en los country clubs argentinos: “Pero si alguien supone que el crimen va a desaparecer en la sociedad de los country clubs vigilados –una vez que se extermine de veras a los molestos pobres—, lo encontrará resurrecto entre la piscina, la discoteca y la clase de aerobic, como si la seguridad total fuese una enfermedad de privación” (“Crimen y sopor. Sobre Noches de cocaína, de J.G. Ballard”).
Pese a estas escasas referencias, Cohen, en tanto “traductor argentino”, está en condiciones de dar algo así como un diagnóstico sobre las vicisitudes del lenguaje en el tercermundismo de la Argentina. “La lengua argentina está siendo afectada por la aplanadora de los usos inconscientes de la lengua pública, por los usos del periodismo, las confusiones sobre el valor y el sentido de las palabras que se advierte en la publicidad, en el periodismo, por los interminables anacolutos de los políticos, que no pueden terminar una frase. Y no porque quieran diluir el tiempo y disolver la temporalidad cronológica sino porque no tienen la competencia sintáctica para terminar la frase.” Y eso no constituye un problema atinente sólo a los círculos cerrados de la literatura, desde ya: “Se pierde riqueza y se pierde matiz, y se sufre eso que sufre cualquier dominado por la lengua: reducir su espectro de pensamiento y de sensaciones. Es decir, no tener lengua para ciertas sensaciones”.

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