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Domingo, 21 de septiembre de 2003

RESEñA

Un grito en el cielo

El arco iris de gravedad
Thomas Pynchon

Trad. Antoni Pigrau
Tusquets Editores
Barcelona, 2002
1148 págs.

por Rodrigo Fresán

Por un lado está la Gran Novela Americana (que nace de Mark Twain y que aspira a contar todo lo que ocurre durante un determinado momento de los Estados Unidos) y por otro está la Enorme Novela Americana. Este último monstruo surge de Moby-Dick y –con modales leviatánicos, experimentales y absolutos– siente el placer y la obligación de narrar, simbólicamente, a todo el universo mientras lo contamina y lo arrasa con una furia inequívocamente Made in USA.
Tales fueron y siguen siendo las intenciones del casi invisible Thomas Pynchon (Glen Cove, Nueva York, 1937). Hijo espiritual y estético del profeta Herman Melville, hermano de sangre de William Gaddis, alumno de Vladimir Nabokov en la Cornell University (pensar en Ada, o el ardor como la influencia más clara del ruso sobre el norteamericano) y nunca más física y literalmente enorme que en El arco iris de gravedad.
Después de V. y La subasta del lote 49, El arco iris de gravedad es el centro y, sin duda, el punto más alto de una alta carrera que, digerido este monstruo y luego de un largo silencio de diecisiete años, se reinició más abajo, en una gloriosa meseta, pero meseta al fin, y que trajo a la decadencia hippie-pop de Vineland y la saga freak-histórica Mason y Dixon con el apéndice revisionista de los relatos de juventud reunidos en Un lento aprendizaje a modo de arqueológico bonus-track. Lo próximo –se susurra entre iniciados o fanáticos en la red– tiene que ver con Godzilla y la bomba atómica y la amenaza amarilla; pero está claro que con Pynchon nunca se sabe.
Mientras tanto y hasta entonces El arco iris de gravedad –recuperado de aquella hoy inhallable edición de Grijalbo en dos tomos con traducción revisada por Tusquets, ahora orgullosa editora de la obra completa de Pynchon– fue, es y seguirá siendo un libro único e influyente, cuyo estallido fundacional y revolucionario se percibe en autores como Don DeLillo, David Foster Wallace, Neal Stephenson, Jonathan Lethem, Richard Powers y muchos jóvenes que ya no juran por Raymond Carver y su minimalismo sino por este maximalismo de dinamitero loco.
El punto de partida es engañosamente tonto y hasta vulgar: el militar estadounidense Tyron Slothrop experimenta –como consecuencia de un entrenamiento pavloviano– súbitas y precisas erecciones cada vez que se avecina el zumbido mortal de las bombas V-2 nazis desde los cielos de la Segunda Guerra Mundial. Este curioso “don” convierte a Slothorp en botín codiciado por todos los bandos y transforma su vida en una demencial saga.
Hay que considerar a Pynchon como uno de los explosivos imprescindibles a la hora de detonar una historia de la literatura del siglo XXI desde las mismísimas tripas del siglo XX y pensar en El arco iris de gravedad como en una aventura centrífuga donde el pensamiento entrópico no está reñido con la alegre potencia de un reparto digno de película de los Hermanos Marx que incluye a un pulpo amaestrado y –atención– a Francisco Squalidozzi: un bizarro argentino que teoriza sobre Borges, los descamisados de Perón, submarinos del Reich en las orillas de Mar del Plata, “el gran poeta Leopoldo Lugones” y Rosas, mientras explica que “en la época de los gauchos, mi país era un trozo de papel en blanco”. Un esperpento que consigue hacer comulgar a ráfagas de Indiana Jones con unaconstante potencia erudita donde las ciencias exactas se aplican al aluvión trash de temas y subtramas en apariencia irreconciliables, pero que acaban configurando un gigantesco puzzle armándose mientras todo –incluido el lector– tiembla pero se fortalece con uno de los legendarios Banana Breakfast preparados con amor y locura por Geoffrey “Pirata” Prentice.
Intentar un resumen argumental de este tractat filosófico-vaudeville-thriller tecnócrata y luddita al mismo tiempo es –lo siento, no lo siento nada– imposible. Su lectura es, sí, una de esas raras y afortunadas experiencias intransferibles. Hay que arriesgarse, entrar, huir junto a Slothorp y, alcanzada la página 1148, sentirse triste y privilegiado porque el baile ha llegado a su fin... pero quién nos quita lo bailado.
En 1973, El arco iris de gravedad fue denostado por la Vieja Guardia y celebrado por el Nuevo Orden; difamado por Truman Capote (“Sí, soy una de las pocas personas en el mundo que ha leído esa cosa desde la primera hasta la última página; Pynchon es un escritor repugnante”), se le negó el Pulitzer por “obsceno” e “ilegible” (y porque Capote era parte del jurado) y se le concedió el National Book Award. Un crítico escribió entonces que “bosques enteros han sido talados para producir esta novela. No lloren por los árboles; celebren el libro”.
Más bosques han muerto tres décadas después para hacer posible este demorado descubrimiento o este bienvenido reencuentro; porque pocos libros hay más merecedores de una segunda o tercera lectura que El arco iris de gravedad.
Ya saben entonces: conseguirlo como sea, bajar con él a los refugios antes que –cualquier noche de éstas– vuelvan a caer las bombas, y leer aquellas primeras y admirables líneas.
Empieza así: “Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con qué compararlo”.
Imposible escribirlo y definirlo mejor.

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