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Domingo, 26 de octubre de 2003

Sangre, sudor y esperma

POR RODRIGO FRESAN (Desde Barcelona)

Un pertinente apunte fisiológico: en alguna parte leí que las células del cuerpo humano –con la excepción de las del cerebro y del aparato sexual, esas dos zonas distantes pero limítrofes de nuestro organismo– se renuevan al completo una vez cada siete años. O algo así. Esto quiere decir que Jeffrey Eugenides era otra persona cuando comenzó a escribir Middlesex y que era otra persona cuando yo lo conocí pero, –misterios de la literatura– su libro siempre fue el mismo desde el vamos: una novela que cuenta la historia de una persona que cambia por imperio de las leyes de la herencia y por el misterioso azar de los cuerpos.
Cuando en 1996 conocí al hoy celebrado autor de Middlesex, Jeffrey Eugenides ya era el celebrado autor de Las vírgenes suicidas –uno de los debuts novelísticos más perfectos de los que se tenga memoria– y había regresado a su alma-mater –Brown University, en Providence– como parte del programa de un festival literario. Allí, Eugenides leyó un relato suyo aparecido en The New Yorker donde se contaba la historia de una mujer dedicada a coleccionar el esperma de sus amigos más inteligentes en un frasco para luego tener un brillante hijo por inseminación artificial producto de ese formidable cóctel de espermatozoides. El relato en cuestión había provocado cierto escándalo; pero ahora, a la luz de haber dado a luz a Middlesex, cobra un interés extra porque convierte a Eugenides en el único escritor de EE.UU. –y posiblemente el primero de cualquier parte desde Lawrence Sterne– preocupado por sus personajes ya desde el más íntimo y secreto Big Bang. “Me acuerdo muy bien de lo que pasó entonces”, me dice ahora Eugenides, en Barcelona. “Yo fui allí pensando que sería recibido como un héroe que volvía a su hogar y me cubrieron de insultos por haberme vendido al New Yorker con un cuento risqué”, se ríe Eugenides. El texto en cuestión aparecerá en un próximo libro de relatos (que ya salió en una versión abreviada en alemán) mientras termina una novela “corta y comprimida” sobre “la fiesta de una debutante”, explica Eugenides en la rueda de prensa. Y en sus ratos libres escribe un largo prólogo para la edición en la Everyman’s Library de la reciente American Trilogy de Philip Roth: “Uno de mis escritores favoritos... Me han dicho que ya tiene lista una novela de más de 700 páginas sobre el secuestro del hijo de Charles Lindbergh”, confía.
Mientras tanto y hasta entonces pensar en Middlesex como en un clásica novela de iniciación pero, también, de metamorfosis, de cambios constantes, de coordenadas variables y de impulsos imprevisibles. Una novela sobre la identidad. Sí, Las vírgenes suicidas puede ser considerada una novela “de cámara” organizada por un narrador coral y anónimo, entonces Middlesex es inequívocamente operística y compuesta para el lucimiento solista de Calíope “Cal” Stephanides. Si las suicidantes hermanas Lisbon en Las vírgenes suicidas eran –tanto para el lector como para sus adoradores– una suerte de puzzle imposible de armar, una música secreta que narraba el proceso y la construcción de una leyenda urbana y triste partiendo desde la más engañosa cotidianidad hasta alcanzar la perfecta invisibilidad del mito; entonces Cal en Middlesex recorre el camino inverso: empieza como una voz narradora sin cuerpo contando la desordenada historia de sus antepasados y de ese ancestro femenino y tan cercano que alguna vez fue él. Así, Middlesex es la historia de un tránsito hacia la existencia plena y Cal surge del caos de décadas de historia pública para acabar en la más secreta e íntima de las felicidades.
La felicidad de Eugenides por haber parido este libro que le costó lo suyo es evidente. Todas son buenas noticias y no le importa pronosticar que el francés Prix Médici al mejor libro extranjero a entregarse este lunes –el autor de Middlesex compite junto a Don DeLillo, Joyce Carol Oates, Linda Hogan y Enrique Vila-Matas– “será para el español”. Alguienle pregunta si vivir en el extranjero es bueno para su escritura y responde: “Es bueno porque el alquiler en Berlín es más barato que en Nueva York. Y eso mejora tu prosa”. Alguien señala la influencia de García Márquez y Eugenides admite que “está ahí; pero también tengo que confesar que sólo leí hasta la mitad de Cien años de soledad”. En la presentación se le menciona la inevitable posibilidad de un Middlesex de celuloide y la propuesta de Eugenides es formidable: “Me gustaría que la filmaran a medias el matrimonio de Sophia Coppola y Spike Jonze. Así estaría bien representada la parte femenina y clásica, y la masculina y posmoderna de la novela”. Cerca del final, le pregunto a Eugenides cómo fue que hizo para resistirse a la tentación de que las hermanas Lisbon tuvieran un cameo en Middlesex. “Ay, ay, ay... no se me había ocurrido”, sonríe Eugenides.

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