libros

Domingo, 7 de diciembre de 2003

RESEñA

Una raza extinguida

Maquiavelo
Trad. Judith Viaplana

Marcel Brion
Vergara
Buenos Aires, 2003
316 págs.

Por Sergio Di Nucci

Un episodio en El túnel del tiempo arrastraba al protagonista hasta el Renacimiento italiano, donde se encontraba con Nicolás Maquiavelo, genio loco, conspirativo y conspirador. Si la serie reflejaba, como todos esperan antes de prender el televisor, las paranoias de la Guerra Fría, también hacía notar, para quien quisiera ver, la relevancia del fundador del realismo político en la era en la que el Dr. Kissinger inspiraba las Relaciones Exteriores norteamericanas.
El punto de partida obligatorio del realismo político es El Príncipe, la obra a la que Maquiavelo debe su mayor posteridad. En un pasaje famoso del capítulo XV se resumen la convicción central y el móvil mayor: “Aquel que abandona lo que se hace por lo que se debería hacer contribuye antes a su ruina que a su preservación”. Pero el repudio del “deberían” se refiere a las normas de una razón idealizadora, y no a las técnico-pragmáticas. Para Maquiavelo la política es arte antes que ciencia. Y en el ámbito de la praxis, el realismo es pródigo de preceptos sobre cómo adquirir y conservar el poder. Porque para el clásico florentino la política es la lucha que tiene como fin el poder, y como medio la fuerza. Qué son lucha, poder y fuerza, los clásicos habitualmente no lo dicen. Descreen de que haga falta: con el sentido común, el realismo, a diferencia de muchas filosofías, no tiene ninguna intención de romper.
La batalla constante, la denuncia de la ilusión de la paz, educan para el miedo: hay que disciplinarlo, neutralizar los componentes autodestructivos y valorizar los defensivos, puestos al servicio de la autoconservación. La de Maquiavelo (1469-1527) fue una vida de pánico bien disciplinado, tal como la presenta Marcel Brion en su breve y elegante biografía.
Lo primero que hay que decir de este florentino es que fue republicano y adversario de los Médicis, la dinastía de mercaderes mecenas: a los 29 años Maquiavelo fue nombrado secretario de gobierno, y conservó la posición hasta el día de 1512 en que el regreso dinástico puso fin al régimen republicano restaurado por Savonarola. En este primer período de su vida, fue iniciado directamente en las cuestiones de política interior y exterior; ninguna facilidad le faltó para estudiar de cerca los más variados problemas de administración pública, de finanzas, de organización militar y de diplomacia. Nombrado embajador (ante los Sforza, ante los Borgia, en Venecia, en Roma, en Francia, en Alemania), es probable que fuera de su ciudad natal la política siguiera las mismas reglas prácticas. Cuando en 1512 un complot acabó en Florencia con Pier Soderini y con la República, Maquiavelo se retiró a San Casciano, donde vivió en la pobreza. Fueron los años en los que escribió El Príncipe, los Discursos sobre el historiador romano Tito Livio –donde advirtió contra la glorificación del pasado y recomendó la exaltación del presente–, el Arte de la Guerra –donde apostrofó a los mercenarios, y pregonó el ejército de conscripción—, las Historias florentinas –escritas por encargo del papa Clemente VII, son un alegato contra la intervención de la Providencia en los asuntos humanos y uno de los primeros modelos logrados de historia institucional—, y la comedia La Mandrágora –donde escarnece los consuelos idealistas para dolores bien reales–. Biógrafo de Leonardo da Vinci, de Durero, de los románticos alemanes, novelista suavemente fantástico, Marcel Brion pertenece a una categoría de escritores cuya desaparición puede deplorarse o no, pero que parece definitiva. Académico (en el sentido de “Académie”, no de “Université”), de erudición sobria y segura, formado en el arte de escribir entre líneas, vivió sintiéndose obligado a insinuar siempre y a no pronunciar nunca determinadas palabras hasta la última sílaba.

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